Construcción política de la nación peruana. Raúl Palacios Rodríguez
Читать онлайн книгу.José Pezet, editor de la difundida Gaceta de Lima; Eduardo Carrasco, marino, cosmógrafo y eximio profesor de matemáticas; José Gavino Chacaltana, patriota iqueño e insigne médico; Juan Pardo de Zela, procurador (arrestado y condenado a diez años de cárcel); Mateo Silva, joven y prestigioso abogado (arrestado y enviado a los presidios de Valdivia en Chile).
A pesar de la tiranía extrema y de la rigurosa vigilancia de la autoridad virreinal —dice el citado historiador Markham (1895)— “los conspiradores limeños se reunían en diferentes lugares: primero en el Caballo Blanco, frente a la iglesia de San Agustín, después donde Bartolo o en el Café del Comercio en la calle de Bodegones” (p. 155). En estos puntos, se examinaban y se discutían asuntos de variada naturaleza e importancia, tales como los destinos de la América meridional, los derechos de los colonos, la forma de gobierno que mejor convenía, las noticias que circulaban sobre las insurrecciones en los distintos lugares del subcontinente, los mecanismos para facilitar el arribo de las expediciones libertadoras del sur, etcétera. A menudo, también, las reuniones secretas se llevaban a cabo en las residencias de los propios complotados (unas veces en la casa de Riva Agüero y, otras, en la del conde de la Vega del Ren, en la de la mencionada condesa de Gisla o en la de la patriota guayaquileña Rosa Campusano). Asimismo, las reuniones se efectuaban en habitaciones alquiladas expresamente en los suburbios de la ciudad.
En cuanto a los levantamientos que entonces se sucedieron en distintas partes del territorio, una nómina provisional e incompleta nos muestra el siguiente cuadro. En primer término, destaca el referido movimiento encabezado por José Gabriel Condorcanqui, el último que ostentó el título de Inca y mandado a descuartizar, atado a cuatro caballos en la plaza del Cusco por el visitador José Antonio de Areche, después de haber paseado el suntur páucar de sus antepasados por la meseta del Collao y los alrededores; la sublevación liderada por Felipe Velasco, caudillo de los indios de Huarochirí, arrastrado hasta el patíbulo de la plaza de Lima, a la cola de una mula de alabarda; el intento heroico de José Gabriel Aguilar y José Manuel Ubalde, que rindieron sus vidas en los albores de una conspiración; el anhelo sin par del limeño Francisco Antonio de Zela que, en Tacna, empuñó las armas para lograr la liberación, siendo derrotado y conducido entre cadenas al lejano y malsano presidio de Chagres (Panamá); el tesón revolucionario del huanuqueño Juan José Crespo y Castillo que, tomado prisionero, fue fusilado en 1812 gritando ¡Viva la libertad!; el afán de Enrique Paillardelli, que, junto con su hermano Juan Francisco, promovió la segunda insurrección de Tacna (1813) en favor de la Independencia; los afanes revolucionarios de los hermanos Angulo (José, Vicente, Mariano y Juan), víctimas de la dureza despótica del virrey Abascal; el plan de Mateo García Pumacahua, cacique indio y brigadier español que murió por la causa de la libertad; la entrega del epónimo arequipeño Mariano Melgar, el más joven e infortunado de todos, que cayó en Umachiri con el nombre de su amada en los labios y con el cráneo perforado por las balas realistas; los intentos del tacneño José Gómez, del moqueguano Nicolás Alcázar, de los hermanos limeños Mateo y Remigio Silva, y del capitalino José Casimiro Espejo en Lima; y los mil héroes anónimos de las casamatas y de los presidios y de las cárceles de Checacupe, de Chacaltaya, de Huanta, de Huancayo y del puente de Ambo, cuyos defensores blanquearon con sus huesos las pampas de Ayancocha. “¡Cuántas amarguras —dice Raúl Porras—, cuántas zozobras, cuántas rebeldías y cuántos callados heroísmos se expresaron en esos gloriosos e inciertos días!” (Izcue, 1906, p. 23; Porras, 1953, pp. 33-34).
Un cuarto hecho histórico que no podemos obviar y que formó parte de aquellos esfuerzos revolucionarios que en el Perú precedieron a la jura de la Independencia y a su consumación final en 1824 con la batalla de Ayacucho, corresponde a la participación y al rol decisivo que desempeñó la mujer como madre, esposa o hermana de aquellos que bregaban por la liquidación del yugo español. De procedencia no solo social y económicamente disímil (pertenecientes a sectores altos, medios y bajos), sino también de formación cultural diferente, estas damas destacaron por su entrega, abnegación y sacrificio e, incluso, por su activa y directa participación en las conspiraciones o sublevaciones al lado de los actores principales de esos movimientos. Sobre el caso de la actuación de la mujer limeña, el siguiente testimonio de Vicuña Mackenna (1860) resulta particularmente elocuente:
Las limeñas de aquellos días, eran también las más activas conjuradas por su acerado espíritu, por su ferviente entusiasmo y por su indesmayable sentido de inmolación. La saya y el manto, con su misteriosa impunidad, se hicieron entonces en Lima los cómplices más útiles de todos los complots. (p. 82)
En páginas precedentes hicimos alusión a la condesa de Gisla, mujer memorable e ilustre de alta alcurnia, cuya casa se convirtió en el club secreto y garantizado de los más conspicuos conspiradores y de las más decididas conspiradoras, donde el sigilo, la discreción, la fraternidad y la confianza mutua eran las claves de su actuación clandestina. Semejante situación, se vivía en otros hogares, como en los de Rosa Campusano Cornejo, Juana de Dios Manrique de Luna y de Brígida Silva Cáceres, entre otros. En todos estos hogares, el patriotismo se hizo evidente, no obstante el acecho y la amenaza de la autoridad virreinal. Pero hubo otros casos en que la mujer peruana empuñó las armas y se convirtió en cabeza de la sublevación, como ocurrió con la mencionada Micaela Bastidas Puyucahua, mujer altiva y de temple y coraje probados, que actuó al lado de su esposo José Gabriel Condorcanqui en el levantamiento de 1780.
La lista de estas insignes heroínas se completa con los nombres, entre otros, de la aguerrida ayacuchana María Andrea Parado de Bellido; de Catalina Agüero de Muñecas y de Catalina Aguilarte (ambas de incansable actividad conspirativa en Lambayeque); de Ventura Ccalamaqui (mujer quechuahablante, de notable actuación en Huamanga); de Manuela Sáenz Aizpuru (quiteña radicada en Lima y reconocida activista al lado de Rosa Campusano); de Clofé Ramos de Toledo y sus hijas María e Higinia (conocidas como “Las Toledo”), de grata recordación por su acción valerosa y arrojada en la voladura del puente de Izcuchaca a fin de evitar el paso del ejército realista; de Emeteria Ríos de Palomo (destacada y abnegada patriota de Canta); y de Tomasa Tito Condemayta, de trágico final.
El 11 de enero de 1822, organizada ya la Orden del Sol, el protector San Martín premió a las patriotas peruanas (limeñas sobre todo) creando ciento doce caballeresas seglares y treinta y dos caballeresas monjas, escogidas entre las más notables de los trece monasterios de Lima. La relación de estas damas se publicó días después en la Gaceta del Gobierno en fechas diferentes: 23 de enero de 1822 (t. II, n.° 7, pp. 3-4) para el primer grupo, y 23 de febrero de 1822 (t. II, n.° 16, pp. 1-2) para el segundo grupo. Ambas relaciones fueron reproducidas por Denegri, 1972, pp. 419-422. En el Apéndice biográfico se consignan referencias acerca de la vida y el quehacer de algunas de las patriotas que actuaron tanto en Lima como en provincias; infortunadamente, la carencia de información sobre el resto de ellas nos ha impedido ampliar la nómina e incluirlas.
Finalmente, un quinto suceso histórico que formó parte de aquella etapa que nos interesa examinar como preámbulo a la Jura de la Independencia, está referido a la acción controvertida del clero en los afanes independentistas de la época. El padre Rubén Vargas Ugarte, jesuita y reputado historiador nacional, en dos estudios dedicados al tema (publicados en 1942 y 1945, respectivamente) nos ofrece algunas reflexiones que sirven de guía para esbozar a continuación algunos comentarios.
En definitiva, determinados miembros del entonces denominado “alto clero” no se alinearon con el entusiasmo revolucionario del momento ni fueron decididos partidarios de la gesta emancipadora; todo lo contrario. Se mostraron opuestos al anhelado sistema republicano y combatieron abiertamente a los llamados “rebeldes vasallos”. ¿La causa? Por un lado —según dicho autor— la mayoría de ellos eran españoles de origen y, por otro, algunos de ellos pertenecían o mantenían una relación cercana con la nobleza; igualmente, su dependencia estrecha de la persona del monarca (en que los había colocado el Patronato Real), hacía aparecer como un acto de infidelidad cualquier paso que dieran en desmedro de la autoridad suprema. Ese fue el caso del obispo de Moyobamba, Hipólito Sánchez Rangel (natural de Badajoz-España), irreductible realista y enemigo acérrimo de la causa patriota y que en las misas dominicales solía hablar de los “herejes insurgentes, autores de las novelerías de patria y libertad”, para referirse a los amantes