Congreso Internacional de Derecho Procesal. Группа авторов

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que le he puesto, puede que haya uno mejor—.

      El arbitraje ha adquirido un gran auge en sede nacional, lo que me parece excelente siempre que haya nichos que permitan que el abogado lo pase mejor: el colega debe estar agradecido de esto. Lo que ocurre es que el arbitraje tiene presupuestos que, en mi opinión, no son advertidos y suelen ser dejados de lado. Esto hace que la privatización de la justicia sea peligrosa.

      ¿A qué presupuestos me refiero? El primero es que haya una equiparidad entre las fuerzas de los contendores. Por ejemplo, es difícil que discuta un productor con un distribuidor, porque hay una relación vertical, y como no hay juez —sino un árbitro—, esa situación de desequilibrio va a ser peligrosa. Es un presupuesto el que haya alguna suerte de equiparidad en las posibilidades de acceso. El arbitraje no es para cualquiera: es para partes iguales. En segundo lugar, hay unos enormes costos procesales, tanto que afectan el presupuesto anterior, y en tercer lugar, el arbitraje tiene dificultades muy severas para asegurar la imparcialidad de la decisión. Me refiero a esto último porque son muchos casos en los cuales los árbitros son abogados de una de las partes, y es presidente en el de más, y si no es el abogado, entonces es el estudio. En muchas ocasiones la elección del presidente casi siempre da forma al laudo desde el día de la instalación. Entonces, los contextos restringidos contribuyen al intercambio de favores: se desarrolla una suerte de hermandad cerrada y controlada donde hay hilos invisibles y misteriosos que producen fallos realmente insólitos. Hay que cuidar el arbitraje. Me parece muy bien que sea una alternativa, pero hay que tener cuidado con lo que allí se desarrolla y cómo se desarrolla.

      El segundo tema es mucho más importante. Como ustedes saben, este liberalismo al cual me referí al comienzo tuvo un punto de acuerdo en Washington: se llama el Consenso de Washington. En este lugar, en el año 2002 se realizó una conferencia: la Sexta Conferencia Especializada Interamericana sobre Derecho Internacional Privado, y se aprobó ahí una ley modelo, a la cual yo le tengo terror, así como a las leyes modelos: una ley modelo de Ley Interamericana de Garantías Mobiliarias, y claro, como nosotros somos obedientes hasta la exageración, tomamos ese modelo en el año 2006.

      Entonces la prenda civil desapareció del código civil en el 2006; pero obviamente quedó fuera también la prohibición del pacto comisorio. Pero nosotros hemos tenido esa figura desde el código civil de 1852. Sin embargo, todavía quedaba un poquito de pacto comisorio en un artículo del derecho de retención en el código. Lo que quiere decir ahora la norma es “que el acreedor no puede adquirir la propiedad del bien retenido, pero puede acordar adjudicárselo al valor convenido, y que hay un tercero que hará efectiva esa decisión”, en otras palabras, “se mantiene el pacto comisorio, pero no hay pacto comisorio”.

      Y más adelante la norma se complementa diciendo “el tercero no puede ser el acreedor”, y yo no sé si es ironía o maldad, pues es obvio que no puede serlo, o de repente que lo sea porque ya hay violación. Esto se da porque esta ley es una versión contemporánea de la lex mercatoria, que no tiene parámetros éticos y no tiene valores jurídicos, y que es abierta y groseramente inconstitucional. Pero son esas situaciones de inconstitucionalidad que a los constitucionalistas no les importan, ya que a ellos solo les importan los patrones: “debido proceso”, “derechos humanos”, es decir, los géneros o universales, pero los desventajados se pierden en el caso concreto y no en esos principios. Por esos principios podemos luchar toda una vida, pero con más del 30 % de pobreza extrema.

      Entonces, ¿qué es realmente lo que nos está pasando? Creo que estos son típicos actos de la sociedad que aprovecha la ineficiencia del sistema judicial y genera formas jurídicas de acción directa sobre las cuales los procesalistas tenemos responsabilidad. Yo no creo que las instituciones procesales sean buenas o malas en abstracto. La clave es a quién sirven, exactamente igual que los procesalistas. ¿Estamos al servicio de los desventajados o solo somos tecnócratas al servicio de mantener el estado de cosas? ¿Por ahí, satisfaciendo nuestro ego y escribiendo que todo está bien y que no hay novedad en el frente? Pero lo que a mí respecta me parece que no es signo de buena salud intentar adaptarse a una sociedad absolutamente enferma.

SEGUNDO TEMA

      Reformas procesales y medios de impugnación en el proceso civil

       Andrea A. Meroi*

       1. INTRODUCCIÓN

      Desde hace ya un par de décadas, América Latina transita una ola de reformas procesales que, entre sus variados y múltiples objetivos, apuntan a reducir los tiempos de la respuesta jurisdiccional.

      Tras la vieja sentencia de “justicia tardía no es justicia”, se suceden cambios que frecuentemente se limitan a: (i) reducir plazos (algo irrisorio, a contar de los tiempos muertos del proceso); (ii) concentrar o eliminar etapas procesales (idéntica crítica); (iii) aumentar los poderes de los jueces (que después no quieren o no pueden ejercer, o que ejercen arbitrariamente, a veces sí y a veces no, en desmedro de las garantías procesales), y (iv) aumentar el número de “tutelas procesales diferenciadas” (que, de nuevo, se diferencian solo en los plazos procesales o en el diseño de una u otra etapa procesal, pero sin incidencia en la eficacia de la tutela y con desasosiego de los operadores o, incluso, con riesgo de pérdida del derecho), entre muchos otros.

      A veces, estas reformas resultan en una nueva fuente de frustración frente a las oportunidades malgastadas y, lo peor, en un cuerpo codificado amorfo, perdidas ya las virtudes de la sistematización y la coherencia.

      Elementalmente, una reforma procesal está siempre muy justificada por la extendida insatisfacción que la sociedad, en general —y los operadores, en particular— sienten frente al servicio de justicia. Sin embargo, debemos esforzarnos por indagar si esa insatisfacción —y los graves problemas del servicio que la provocan— obedece principal o parcialmente a la obsolescencia de los códigos procesales o si, en cambio, corresponde buscar sus causas en factores mucho más determinantes de ese estado de cosas.

      Nuestra percepción es que, precisamente, el profundo deterioro del sistema de enjuiciamiento está lejos de resultar de las opciones procedimentales de un código. Antes bien, sus múltiples y muy complejas causas deben inquirirse primordialmente en la falta de una visión de conjunto de los conflictos jurídicos y sus posibles soluciones que ubique a la “adjudicación judicial” (proceso) en un marco adecuado y posibilista.

      Concentrándonos en la extendida queja por la “lentitud de la justicia”, nos limitaremos a formular una serie de preguntas que consideramos esenciales y previas a cualquier discusión en torno a qué, por qué y para qué reformar.

       2. TIEMPO Y TEMPORALIDAD EN EL PROCESO

      Antes de comenzar con esas preguntas, urge tomar una real dimensión del factor tiempo en nuestra cultura, en el “aquí y ahora” en que cada uno de nosotros vive.

      Ya decía el siempre recordado Briseño Sierra que “habría sido insólito, inexplicable e increíble, que el derecho, que tanto ha contribuido a la creación y aplicación del tiempo, no lo regulara convencional y arbitrariamente en el proceso” (1989, p. 280).

      La celeridad siempre fue un valor a concretar por una buena ley procesal. El procedimiento (como género) y el proceso (como especie) se exteriorizan como una serie de instancias conectadas (Alvarado, 1989, pp. 35 y ss.). El tiempo de todo procedimiento es susceptible de medición astronómica, pero también por “actuaciones”. El cómputo de las conexiones definidas pierde de vista el tiempo y atiende a las mismas conexiones.

      Aun dejando de lado los eventuales desfases que esto pueda ocasionar (por ejemplo, en una ley procesal se establece un plazo de quince días para contestar la demanda, pero ese plazo solo empieza a correr cuando alguien decide y concreta la notificación de la orden), podemos todavía meditar sobre aspectos más profundos.

      Sucede que una cosa es el tiempo como magnitud física con la que medimos la duración o separación de acontecimientos, como ordenación de sucesos en secuencias, y otra cosa es la temporalidad,


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