El feudo, la comarca y la feria. Javier Díaz-Albertini-Figueras

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El feudo, la comarca y la feria - Javier Díaz-Albertini-Figueras


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la creación de mayor certidumbre en la capacidad adquisitiva de los ingresos percibidos implicaría ir en contra de la flexibilización laboral demandada por los defensores del mercado libre y los grandes empresarios. Sin embargo, el Estado sí puede actuar reforzando la seguridad (security), especialmente cuando se la entiende como la segregación y/o separación de aquellos individuos (y poblaciones) que son considerados como «peligrosos»10.

      El tema de la seguridad da, además, réditos políticos, ya que, ante la real o percibida peligrosidad, los ciudadanos buscan liderazgos fuertes con un discurso de «ley y orden», de lucha frontal contra la delincuencia. Los medios masivos también hacen eco porque su rating se beneficia. Michael Moore, en su galardonado filme Bowling for Columbine (2002), señala con maestría cómo los medios masivos en la sociedad estadounidense sobredimensionan las noticias y los reportajes sobre los crímenes violentos y el pandillaje. Las estadísticas oficiales, sin embargo, muestran reducciones sostenidas en la delincuencia en la sociedad estadounidense, inclusive en sus principales ciudades: en 1993, el índice de los crímenes violentos fue 747 por 100 000 habitantes y en 2012 fue de 387, una reducción del 48 %11.

      Como ya se ha indicado, la sensación de peligrosidad e inseguridad contribuye directamente al descuido, huida y hasta abandono del espacio público. Como bien explica Vega Centeno (2007), en el caso de Lima, estos espacios pasan de ser «lugares de todos» a «tierra de nadie». Por ende, la reacción ciudadana es exigir mayor control sociopolítico sobre el espacio público, lo que tiene como consecuencia un proceso de debilitamiento o negación de su esencia, pues (a) se restringe el acceso, (b) se entrega su control al Estado o a la iniciativa privada, (c) se limitan el uso y las actividades realizadas.

       1.4 El dominio del parque automotor

      Es un hecho conocido por todos que el transporte motorizado transformó a las ciudades del mundo. En primer lugar, facilitó el éxodo de los sectores altos y medios del centro de la ciudad hacia nuevas urbanizaciones, en busca de la promesa bucólica del suburbio y de mayor privacidad (Francis, 1991). En segundo lugar, hizo posible que la distancia entre el trabajo y la residencia se ampliara, ya que permitía un traslado más rápido a distancias mayores. En tercer lugar, aumentó la peligrosidad, puesto que la principal causa de muerte y accidentes en toda metrópoli involucra a vehículos motorizados. En cuarto lugar, el incremento del parque automotor también modificó el diseño y la configuración física de la ciudad, principalmente porque generó una infraestructura que prioriza el flujo y la velocidad de desplazamiento. En quinto lugar, cambió el comportamiento del habitante de la ciudad, en particular en términos de la actividad física realizada en sus desplazamientos:

      De esta manera, el desarrollo de las ciudades se encuentra en estrecha relación con la incorporación masiva de medios de transporte en la vida cotidiana. La urbe fue reorganizada para privilegiar la circulación. Para ello se construyeron amplias vías, entre las que la autopista fue la más importante, que facilitaron los desplazamientos acelerados. Vega Centeno afirma que en las ciudades la circulación se impuso a la habitación (precisamente, en la primera ciudad donde ocurrió esto fue en París, como se puede observar en los poemas de Baudelaire) […]. La urbanización implica la integración de la movilidad como elemento estructurante de la vida cotidiana. (Bielich, 2009, p. 10)

      Pero quizás el efecto más importante es el que ha tenido sobre el espacio público. Uno de los principales estudiosos al respecto fue Donald Appleyard (1981), quien, a principios de los años sesenta, realizó un estudio clásico en la ciudad de San Francisco comparando tres vecindarios: el primero con un flujo de tráfico de 2000 vehículos al día, otro de 8000 y el tercero de 16 000. Su investigación mostró que los residentes de la calle menos transitada tenían tres veces más amigos y dos veces más conocidos que los residentes de la más transitada. Appleyard y luego su hijo (Bruce Appleyard, 2005) tienen como punto de partida el insistir en la importancia de la calle como espacio público, el más común y asequible de todos. La calle es compartida por el peatón, el ciclista, el automovilista y el tráfico destinado a los diversos servicios de la ciudad. Con el tiempo, sin embargo, se ha perdido el equilibrio en los usos compartidos y ha terminado siendo dominado por el automóvil. La razón principal es que el flujo de autos restringe el desplazamiento del residente-peatón; especialmente, dificulta que cruce la calle, pero también que la considere como un lugar hospitalario. Asimismo, restringe la actividad recreativa de los niños y niñas, que usualmente es una de las razones detrás de la presencia adulta en la calle y es un elemento de interrelación entre padres de familia y vecinos.

       1.5 El imperio del liberalismo

      Hasta hace poco, lo público era sinónimo de dominio y administración estatal. El espacio, al igual que los asuntos públicos, era una cuestión delegada al Estado, debido a que se lo consideraba propiedad de todos y debía actuarse sobre él de manera tal que se garantizara su universalidad y el respeto del marco normativo que lo gobernaba (Iazzetta, 2008). No solo era suficiente reconocer que existían espacios y asuntos de dominio público, sino que también se hacía necesario un aparato institucional que defendiera, promoviera y sancionara su acceso libre, su visibilidad, transparencia y la diversidad de usos. Todo esto era función del Estado.

      El surgimiento del llamado Estado de bienestar (Welfare State) –ya entrado el siglo XX, con el reconocimiento de los derechos socioculturales– tenía como función extender la universalidad (igualdad ante la ley, equidad de oportunidades, educación y salud de calidad, protección a la niñez, entre otros) hacia todos los habitantes de la nación, sin importar su situación económica. Para Marshall (2009), este impulso a la universalidad del derecho era esencial para garantizar la democracia en sociedades capitalistas, por cuanto el mercado siempre genera desigualdades que el Estado debe disminuir vía el dominio de la ley y la redistribución.

      A partir de la década de los setenta, el Estado fue cuestionado y atacado desde dos frentes, lo que produjo su debilitamiento:

      • En primer lugar, desde las fuerzas democratizadoras de la llamada sociedad civil. La lucha contra el autoritarismo en los países del bloque soviético y en gran parte de América Latina se libró desde coaliciones heterogéneas que ya no respondían a las clásicas nociones de clase social o partido político. Se fue generando así un espacio «público» que buscaba claramente distinguirse y distanciarse de lo «público estatal», y que ve en su autonomía y representación social su superioridad moral ante instituciones estatales que se habían burocratizado, corrompido y distanciado del pueblo. Por ejemplo, se puede interpretar el auge de las organizaciones no gubernamentales (ONG) como parte de este proceso. Rabotnikof (2008) señala que en este impulso hay una búsqueda de lo común y de la ciudadanía. Minteguiaga (2008b), por su parte, lo denomina como la creación de «lo público de iniciativa privada». En muchos países, asume la forma de asociaciones privadas sin fines de lucro, como maneras de extender lo público, pero sin el Estado, las cuales llegan hasta la gestión de escuelas, de clínicas de salud, de espacios públicos como los parques, entre otros.

      • En segundo lugar, el cuestionamiento del Estado se arrecia desde el campo del liberalismo y los defensores de las libertades del mercado. A nivel mundial, en los años ochenta se inicia un giro político hacia la derecha y el conservadurismo, que toma cuerpo en la asunción del poder por Reagan en Estados Unidos y por Thatcher en Inglaterra, así como por la hegemonía del recetario neoliberal. Ya para finales de los ochenta, las políticas económicas se consolidaron en lo que sería denominado el Consenso de Washington. Una parte esencial de las nuevas políticas era el cuestionamiento del Estado de bienestar, lo cual incluyó en muchas sociedades del hemisferio norte la reestructuración de los programas sociales. En este segundo cuestionamiento, se difunde la idea de que los mecanismos del mercado son más eficientes para atacar los diversos problemas de la sociedad y no solo los estrictamente «económicos». Se incentiva así una mayor presencia de la iniciativa privada en áreas como la salud, la educación, la producción de bienes públicos y su administración, casi todo por medio de la privatización (venta, concesión, gestión). Por ejemplo, es conocido


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