Lenguas y devenires en pugna. Julio Hevia Garrido Lecca

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Lenguas y devenires en pugna - Julio Hevia Garrido Lecca


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a la cara anónima del personaje célebre, o al repentino y efímero, rostro notable del anónimo. Todo el mundo reconoce la abundancia y utilidad de giros coloquiales del tipo: tal vez, no sólo eso, de repente, nunca se sabe, ojalá, así pasa cuando sucede, y en la otra orilla los: desgraciadamente, para otra vez será, qué le vamos a hacer, habrá que esperar, no hubo suerte, como dispositivos que en su ritmo oscilante tienden puentes entre el escepticismo abúlico y la llamada esperanzadora. Tales indicadores revelan los fundamentos de un perfil estandarizado en el ciudadano medio, levantados ante la fantasmal verticalidad del poder, o ante los azares de una subsistencia hecha de crisis inflacionarias y desempleos súbitos.

      Retrato existencial cuyos contornos se ven incesantemente recompuestos; plano en el que abundan los agujeros y las fisuras; terreno que supone camadas y estratos en permanente acomodo; concavidades sobre las que es necesario deslizarse; intersticios que es preciso salvar o, en los que es preciso perderse. Acontecimientos todos a los que se va habituando el cuerpo y el pensamiento; las sensibilidades y sus manifestaciones discursivas; el espíritu, y la letra que procura figurarla. Se danza, se torea, se engaña a la realidad; se le es, en fin, infiel. Ese trabajo supone un compromiso y ese compromiso ciertas artes: las de la subsistencia y de los artificios motores que lidian con lo inmediato. Contraataques que se inventan para debilitar a los imponderables de lo real, tácticas para asimilar el impacto que invade el horizonte de cada día. Modos de sortear, y en el extremo de alterar, un campo perceptivo quizás menos calmo y ortodoxo que el que de manera harto prolija, describiera la fenomenología (Merleau-Ponty, 1985).

      Un aspecto a retener, a modo de conclusión tentativa, e incluso de advertencia: nadie se enfrenta solo ante tamañas carencias y no debe sorprender que diversas investigaciones desarrolladas en la línea cognitiva hayan demostrado que lo que valida la continuidad y cohesión grupales no se explica a partir del éxito alcanzado, del logro de una meta concreta, o de la recompensa material a la que una colectividad accede objetivamente. Contra todo pronóstico utilitarista, suele destacarse, en la experiencia y en la memoria grupal, el común enfrentamiento a la adversidad. Sesgo que supone la necesidad de despersonalizar el comportamiento y de encontrar, más allá de toda diferencia, semejanzas que contengan y fortalezcan la llamada endogrupalidad, las identidades grupales (Turner, 1990: 84-91). Si los intelectuales de la escena social o del horizonte humano se han encandilado ante la llamada solidaridad de los sectores populares y la han tornado románticamente sublime es porque, en gran medida, el etnocentrismo de sus razonamientos está demasiado ligado a la propiedad privada, a los tiempos mediatos y a los logros pecuniarios del denominado adulto-hombre-blanco (Deleuze y Guattari, 1988: 107, 291-2).

      Sin embargo, y según nos recuerda una notable pluma mexicana, la miseria no hace a nadie mejor, sino más cruel (Fuentes, 1992: 384). Productos que corroboren tal afirmación los podemos encontrar en el neorrealismo italiano, y enseñanzas similares se desprenden del cine negro en Norteamérica. Sólo en las telenovelas, claro está, los indigentes se tornan benévolos y, para coronar la ficción, los sectores acomodados serán proclives a las discordias y los rencores: ¡Que viva la cenicienta! Joaozinho Trinta, consagrado coreógrafo de los carnavales cariocas, afirma que sólo un burgués se puede preguntar a qué se debe el énfasis con que multitud de gente humilde se compromete, con la mayor dedicación y perseverancia, en la preparación anual de los desfiles de verano. Sólo aquél que es estructuralmente ajeno a la problemática de las necesidades básicas concibe la existencia como inseparable de una cierta comodidad suntuaria; como programada en términos de medios y fines. No es casual que desde esas mismas capas se le reclame al pueblo capacidad para el ahorro, perspectivas a mediano plazo, previsión del futuro.

      Por cierto, es en la misma distancia que gobierna la pretendida comprensión de los eventos descritos, que suele alojarse la sorpresa y admiración de los “interesados”. Sorpresa inequívocamente manifestada mediante una serie de interrogantes cuyo rango etnocéntrico no es difícil detectar. Desde su propia articulación tales preguntas levantan un verdadero impasse, fortifican un cerco insalvable: aquél que sus consignas le dictan. En buena cuenta, el problema es que parten de un lugar equivocado, o para decirlo de otro modo, el problema no pasa de ser aquél que la propia interrogación inventa. Así, pues, por lo general se instala al observado en el lugar del observador, en vez de proceder a la inversa. Le atribuyen al primero razones, criterios, lógicas que le son ajenas; negando, recíprocamente, aquellas que le son afines. Sin embargo, dicha ceguera anima el interés y estimula una terca perseverancia. De ahí que el propio Joaozinho Trinta haya dictado una especie de sentencia del investigador aburguesado: si a alguien le agrada la pobreza, si a alguien le llama la atención, ése “alguien” es el intelectual.

      Contrariamente, el que huye de la miseria cruza todas las fronteras que sea preciso cruzar, inmolándose por el sueño primermundista o reivindicando dogmas milenaristas que ha de pagar con la propia vida. En otros casos, se interna en la escena criminal o en la del narcotráfico, para no hablar de la drogadicción y otros modos de prostitución corporal. Lewis ha demostrado, por ejemplo, la recurrencia del oficio de prostituta en varias generaciones de una familia de portorriqueños pobres. El autor concluye que hay una cultura de la pobreza en la urbe, y que en esa misma urbe ser pobre es un modo de vivir o, si se quiere, de sobre-vivir (Lewis, 1961). Tales exploraciones hacen énfasis en la necesidad de caracterizar tal mundo no por aquello de lo que carece, no en su sentido negativo, sino por la peculiaridad de sus recursos y manejos: modalidades que operan en el orden de lo inmediato, instalando un perfil comunitario que conecta con la inexistencia de la privacidad. Así, pues, el sector indigente de la ciudad moderna no sólo se ve radicalmente privado de la propiedad, sino además expropiado de la misma privacidad.

      Del mismo modo como la distinción y la riqueza se heredan, barnizando históricamente a los nobles, habrá, inversamente, que apilar harto coraje y voluntad para quebrar lo que Fuentes llama el círculo intemporal de la pobreza (Fuentes, 1992: 371-2) Podríamos entonces concluir que en tales entornos el miedo a la muerte se digiere de otro modo, torna relativo su peso, dado el obligatorio careo con lo precario de la existencia; con los devaneos de la salud; con la incontestable desnutrición. Si en algo coinciden el sicario y el terrorista es en la conexión entre poder y violencia: más poder para propagar la violencia, más violencia para alcanzar el poder. Nadie dudaría de los efectos inmediatos que el empleo de armas supone, tornando expresivo al mayor hermetismo; pocos cuestionarían el peso atávico de los consabidos anhelos por acortar las diferencias sociales, y reconstruirlas desde otro extremo. En fin, cuando las condiciones lo permiten, los núcleos microfascistas del deseo no tardan en aparecer. Así, pues, entre traficantes y terroristas las pequeñas grandes dictaduras suelen multiplicarse por doquier.

      Esa tal vez sea la franja lumpenesca o delincuencial que todo poder oculta y del que, con frecuencia, se asiste y beneficia. He ahí la violencia, bien o mal enmascarada, que nutre todos los ascensos forzosos y las megalomanías dictatoriales; líneas duras expuestas pública e impúdicamente; reterritorializaciones de un poder que canjea nombres y regímenes, que destituye y restituye ideologías para hacer prevalecer los mismos afanes jerárquicos. La rigidez de las formas suele ser, en su imposición, recurrente; lo que varía, en todo caso, son los contenidos humanistas y los gestos populistas. El protagonismo le correspondió ayer a las retóricas nacionalistas, hoy a las fórmulas neoliberales. Con frecuencia, la autocracia se ha impuesto so pretexto de la voluntad general (Simmel, 1986 T. 2: 782). Hoy diríamos, y con sobradas razones, que en nombre de la democracia se cometen todos los atropellos dictatoriales que la Historia recuerda, e incluso aquellos que otras historias, menos rimbombantes y más subrepticias, demoran en contar.

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