Más allá del bien y del mal. Friedrich Wilhelm Nietzsche

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Más allá del bien y del mal - Friedrich Wilhelm Nietzsche


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en sí", implican una contradictio in adjecto; ¡debemos realmente liberarnos de la significación engañosa de las palabras! El pueblo, por su parte, puede pensar que la cognición es saber todo sobre las cosas, pero el filósofo debe decirse a sí mismo: "Cuando analizo el proceso que se expresa en la frase "yo pienso", encuentro toda una serie de afirmaciones atrevidas, cuya prueba argumentativa sería difícil, tal vez imposible: por ejemplo, que soy yo quien piensa, que tiene que haber necesariamente algo que piense, que el pensamiento es una actividad y una operación por parte de un ser que se piensa como causa, que hay un "yo", y, finalmente, que ya está determinado lo que debe designarse por pensamiento: que yo sé lo que es el pensamiento. Pues si no hubiera decidido ya en mi interior lo que es, ¿con qué criterio podría determinar si lo que acaba de suceder no es acaso "querer" o "sentir"? En resumen, la afirmación "pienso" supone que comparo mi estado en el momento presente con otros estados míos que conozco, para determinar lo que es; a causa de esta conexión retrospectiva con otros "conocimientos", no tiene, en todo caso, ninguna certeza inmediata para mí" -En lugar de la "certeza inmediata" en la que el pueblo puede creer en el caso especial, el filósofo se encuentra así con una serie de preguntas metafísicas que se le presentan, verdaderas preguntas de conciencia del intelecto, a saber "¿De dónde he sacado la noción de 'pensamiento'? ¿Por qué creo en la causa y el efecto? ¿Qué me da derecho a hablar de un 'ego', e incluso de un 'ego' como causa, y finalmente de un 'ego' como causa del pensamiento?" El que se aventura a responder a estas preguntas metafísicas de una vez apelando a una especie de percepción intuitiva, como el que dice: "Yo pienso, y sé que esto, al menos, es verdadero, actual y cierto", se encontrará con una sonrisa y dos notas de interrogación en un filósofo de hoy. "Señor", le dará quizá a entender el filósofo, "es improbable que no se equivoque, pero ¿por qué ha de ser la verdad?".

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      Con respecto a las supersticiones de los lógicos, nunca me cansaré de subrayar un pequeño y escueto hecho, que es reconocido involuntariamente por estas mentes crédulas: a saber, que un pensamiento viene cuando "eso" quiere, y no cuando "yo" quiero; de modo que es una perversión de los hechos del caso decir que el sujeto "yo" es la condición del predicado "pienso". Uno piensa; pero que este "uno" sea precisamente el famoso y antiguo "yo", es, por decirlo suavemente, sólo una suposición, una afirmación, y seguramente no una "certeza inmediata". Después de todo, se ha ido demasiado lejos con este "uno piensa" -incluso el "uno" contiene una interpretación del proceso, y no pertenece al proceso mismo. Se infiere aquí según la fórmula gramatical habitual: "Pensar es una actividad; toda actividad requiere un organismo que sea activo; en consecuencia"... Fue más o menos en la misma línea que el antiguo atomismo buscó, además de la "potencia" operante, la partícula material en la que reside y a partir de la cual opera: el átomo. Las mentes más rigurosas, sin embargo, aprendieron por fin a arreglárselas sin este "residuo terrestre", y quizás algún día nos acostumbremos, incluso desde el punto de vista del lógico, a arreglárnoslas sin el pequeño "uno" (al que el digno y antiguo "ego" se ha refinado).

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      Ciertamente, no es el menor encanto de una teoría que sea refutable; es precisamente por ello que atrae a las mentes más sutiles. Parece que la teoría cien veces refutada del "libre albedrío" debe su persistencia sólo a este encanto; siempre aparece alguien que se siente lo suficientemente fuerte para refutarla.

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      Los filósofos acostumbran a hablar de la voluntad como si fuera la cosa más conocida del mundo; en efecto, Schopenhauer nos ha dado a entender que sólo la voluntad nos es realmente conocida, absoluta y completamente conocida, sin deducción ni adición. Pero una y otra vez me parece que también en este caso Schopenhauer sólo hizo lo que los filósofos acostumbran a hacer: parece haber adoptado un prejuicio popular y haberlo exagerado. La voluntad me parece sobre todo algo complicado, algo que es una unidad sólo de nombre, y es precisamente en un nombre donde se esconde el prejuicio popular, que ha conseguido el dominio sobre las precauciones inadecuadas de los filósofos en todas las épocas. Así pues, seamos por una vez más precavidos, seamos "poco filosóficos": digamos que en todo querer hay, en primer lugar, una pluralidad de sensaciones, a saber, la sensación de la condición "de la que nos alejamos", la sensación de la condición "hacia la que nos dirigimos", la sensación de este "desde" y "hacia" mismo, y luego, además, una sensación muscular acompañante, que, incluso sin que pongamos en movimiento "brazos y piernas", inicia su acción por la fuerza de la costumbre, directamente "queremos" algo. Por lo tanto, así como las sensaciones (y de hecho muchas clases de sensaciones) deben ser reconocidas como ingredientes de la voluntad, así, en segundo lugar, el pensamiento también debe ser reconocido; en cada acto de la voluntad hay un pensamiento gobernante; y no imaginemos que es posible separar este pensamiento del "querer", como si la voluntad entonces quedara por encima. En tercer lugar, la voluntad no es sólo un complejo de sensación y pensamiento, sino que es sobre todo una emoción, y de hecho la emoción del mando. Lo que se llama "libertad de la voluntad" es esencialmente la emoción de la supremacía con respecto a quien debe obedecer: "Yo soy libre, "él" debe obedecer"; esta conciencia es inherente a toda voluntad; e igualmente la tensión de la atención, la mirada recta que se fija exclusivamente en una cosa, el juicio incondicional de que "esto y nada más es necesario ahora", la certeza interior de que la obediencia será prestada, y todo lo demás que pertenece a la posición del comandante. Un hombre que quiere manda algo dentro de sí mismo que rinde obediencia, o que cree que rinde obediencia. Pero ahora observemos qué es lo más extraño de la voluntad, ese asunto tan sumamente complejo, para el que el pueblo sólo tiene un nombre. En la medida en que en las circunstancias dadas somos al mismo tiempo la parte que manda y la que obedece, y que como parte que obedece conocemos las sensaciones de coacción, de impulso, de presión, de resistencia y de movimiento, que suelen comenzar inmediatamente después del acto de voluntad; en la medida en que, por otra parte, estamos acostumbrados a prescindir de esta dualidad, y a engañarnos sobre ella mediante el término sintético "yo": toda una serie de conclusiones erróneas, y en consecuencia de falsos juicios sobre la voluntad misma, se ha unido al acto de querer, hasta tal punto que quien quiere cree firmemente que el querer basta para actuar. Como en la mayoría de los casos sólo ha habido ejercicio de la voluntad cuando se esperaba el efecto de la orden -consecuentemente la obediencia, y por lo tanto la acción-, la apariencia se ha traducido en el sentimiento, como si hubiera una necesidad de efecto; en una palabra, el que quiere cree con bastante certeza que la voluntad y la acción son en cierto modo una sola cosa; atribuye el éxito, la realización del querer, a la voluntad misma, y disfruta así de un aumento de la sensación de poder que acompaña a todo éxito. "Libertad de la voluntad" -ésta es la expresión para el complejo estado de deleite de la persona que ejerce la volición, que ordena y al mismo tiempo se identifica con el ejecutor de la orden- que, como tal, disfruta también del triunfo sobre los obstáculos, pero piensa en su interior que fue realmente su propia voluntad la que los superó. De este modo, la persona que ejerce la volición añade los sentimientos de deleite de sus instrumentos ejecutivos exitosos, las "subvoluntades" o subalmas útiles -de hecho, nuestro cuerpo no es más que una estructura social compuesta de muchas almas- a sus sentimientos de deleite como comandante. L'effet c'est moi. Lo que ocurre aquí es lo que ocurre en toda mancomunidad bien construida y feliz, a saber, que la clase gobernante se identifica con los éxitos de la mancomunidad. En toda voluntad se trata absolutamente de mandar y obedecer, sobre la base, como ya se ha dicho, de una estructura social compuesta de muchas "almas", por lo que un filósofo debería reclamar el derecho de incluir la voluntad como tal en la esfera de la moral, considerada como la doctrina de las relaciones de supremacía bajo las cuales se manifiesta el fenómeno de la "vida".

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      Que las ideas filosóficas separadas no son nada facultativo ni evolucionan autónomamente, sino que crecen en conexión y relación unas con otras, que, por muy repentina y arbitrariamente que parezcan aparecer en la historia del pensamiento, pertenecen, sin embargo, tanto a un sistema como los miembros colectivos de la fauna de un continente, lo delata al final la circunstancia: cómo indefectiblemente los filósofos más diversos vuelven a rellenar siempre un esquema fundamental definido de filosofías posibles. Bajo un hechizo invisible, giran siempre de nuevo en la misma órbita, por muy independientes que se sientan unos de otros con sus voluntades críticas o sistemáticas, algo dentro de ellos les conduce, algo les impulsa en orden


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