El doctor Thorne. Anthony Trollope

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El doctor Thorne - Anthony Trollope


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      —Estará tan entrenado antes de noviembre —dijo Frank— que nada en Barsetshire lo podrá detener. Peter dice —Peter era el mozo de cuadras de Greshamsbury— que pliega las patas traseras muy bien.

      —Pero, ¿quién demonios piensa en ir a trabajar con un caballo, o con dos, si insistes en llamar cazador al viejo pony? Te propongo una prueba, compañero: si crees que lo soportarás todo, si no quieres ir en andadores toda la vida, es hora de que lo demuestres. Ahí está el joven Baker, Harry Baker, ya sabes, el año pasado cumplió la mayoría de edad y tiene un montón de jacas que a cualquiera le gustaría poner la vista encima: cuatro caballos de caza y un rocín. Pues si el anciano Baker tiene cuatro mil al año es todo lo que tiene.

      Esto era cierto y Frank Gresham, quien por la mañana había sido tan feliz por el regalo del caballo por parte de su padre, empezó a sentir que se había hecho lo justo con él. Era verdad que el señor Baker sólo tenía cuatro mil al año, pero también era verdad que no tenía más hijos que Harry Baker, que no tenía una gran hacienda que mantener, que no debía un chelín a nadie y que estaba tan loco como para animar a un simple muchacho a imitar todos los caprichos de un hombre rico. Sin embargo, Frank Gresham sintió por un instante que le habían tratado muy indignamente.

      —Toma las riendas del asunto, Frank —dijo el honorable John, al ver la impresión que había logrado—. Claro que el viejo sabe muy bien que no soportas unas caballerizas así. ¡Que Dios te bendiga! He oído que cuando se casó con mi tía, y eso fue cuando tenía tu misma edad, tenía la mejor yeguada de todo el condado y que entró en el Parlamento antes de cumplir los veintitrés.

      —Ya sabes que su padre murió cuando era muy joven —dijo Frank.

      —Sí. Sé que tuvo un golpe de suerte que no tiene cualquiera, pero...

      El rostro del joven Frank se oscureció en vez de sonrojarse. Cuando su primo adujo la necesidad de tener más de dos caballos para su propio uso, podía escucharle. Pero cuando el mismo guía le hablaba del momento de la muerte de un padre como un golpe de suerte, Frank se sintió tan disgustado que no fue capaz de pasarlo por alto con indiferencia. ¡Cómo! ¿Iba a pensar así en su padre, cuyo rostro siempre se iluminaba con placer cada vez que se le acercaba su hijo, cuando normalmente no brillaba tanto en otra ocasión? Frank había observado a su padre tan de cerca como para darse cuenta de ello. Había tenido motivos para imaginar que su padre tenía muchos problemas y que se esforzaba en borrarlos de la memoria cuando su hijo se hallaba con él. Amaba a su padre sincera, pura y completamente, le gustaba estar con él y le enorgullecería ser su confidente. ¿Podía entonces escuchar tranquilamente mientras su primo hablaba del momento de la muerte de su padre como un golpe de suerte?

      —Yo no lo consideraría un golpe de suerte, John. Lo consideraría la desgracia más grande de toda mi vida.

      ¡Es tan difícil para un joven proclamar sentenciosamente un principio de moralidad, o incluso expresar un buen sentimiento corriente, sin darse aires ridículos, sin asumir fingida grandeza!

      —¡Oh, claro, colega! —dijo el honorable John, riéndose—. Es lo más natural. Ya nos entendemos sin decirlo. Por supuesto que Porlock sentiría exactamente lo mismo del viejo. Pero si el viejo echara a andar, creo que Porlock se consolaría con treinta mil al año.

      —No sé lo que haría Porlock. Siempre está peleándose con mi tío, lo sé. Sólo hablaba de mí. Nunca me he peleado con mi padre y espero no hacerlo nunca.

      —Está bien, muchacho crecido. Me atrevo a decir que no te pongan a prueba, pero si alguien lo hace, antes de que pasaran seis meses te parecería que está muy bien ser el amo de Greshamsbury.

      —Estoy seguro de que no me lo parecería.

      —Muy bien, que así sea. No serías como el joven Hatherly, de Hatherly Court, en Gloucestershire, cuando su padre estiró la pata. Conoces a Hatherly, ¿verdad?

      —No; nunca le he visto.

      —Ahora es Sir Frederick y tiene, o tenía, una de las mayores fortunas de Inglaterra para ser un plebeyo. La mayor parte ya ha volado. Bueno, cuando se enteró de la muerte del viejo, estaba en París, pero regresó a Hatherly tan rápido como le pudo llevar el tren y los caballos de posta y llegó a tiempo para el funeral. Al dirigirse a Hatherly Court desde la iglesia, estaban poniendo la señal de luto en la puerta. El amo Fred vio que los de pompas fúnebres habían puesto en la parte inferior: Resurgam. ¿Sabes lo que significa?

      —¡Oh, sí! —dijo Frank.

      —«Volveré» —dijo el honorable John, traduciendo el latín en beneficio de su primo—. «No», dijo Fred Hatherly, mirando el luto. «¡Ojalá no lo hagas, viejo! Sería demasiada broma. Me cuidaré de eso». Así que se levantó por la noche, se fue acompañado de unos amigos, y pintaron, donde estaba el Resurgam, Requiescat in pace, lo que significa, como sabes, «sería mucho mejor que te quedaras donde estás». A esto yo lo llamo bueno. Fred Hatherly hizo esto, tan cierto como... como... como te lo digo.

      Frank no pudo evitar reírse de la historia, en especial por la manera de traducir de su primo el lema de las pompas fúnebres. Luego se dirigieron de las caballerizas a la casa para vestirse para la cena.

      El doctor Thorne había llegado a la casa poco antes de la hora de la cena, a petición del señor Gresham, y se hallaba sentado con el hacendado en la sala de lectura —así llamada— mientras Mary hablaba con alguna muchacha arriba.

      —Debo reunir diez o doce mil libras, diez como mínimo —dijo el señor, que estaba sentado en su habitual sillón, cerca de la mesa camilla, con la cabeza apoyada en la mano y con aspecto muy diferente al del padre del heredero de una noble propiedad, que ese día cumplía la mayoría de edad.

      Era el uno de julio y, como era natural, no estaba encendida la chimenea; pero, no obstante, el médico se encontraba de espaldas al hogar, con los faldones recogidos en los brazos, como si estuviera ocupado, ahora que era verano como solía hacer en invierno, en hablar y en calentarse a la vez.

      —¡Doce mil libras! Es una cantidad muy grande de dinero.

      —He dicho diez mil —dijo el señor.

      —Diez mil es una cantidad grande de dinero. Sin duda se las dará. Scatcherd se las entregará, pero sé que esperará a cambio los títulos de propiedad.

      —¡Qué! ¿Por diez mil libras? —preguntó el hacendado—. No hay más deuda registrada contra la propiedad que la suya y la de Armstrong.

      —Pero la suya ya es muy grande.

      —La de Armstrong no es nada: unas veinticuatro mil libras.

      —Sí, pero él va en primer lugar, señor Gresham.

      —Bueno, ¿y qué? Oyéndole hablar, cualquiera pensaría que no queda nada en Greshamsbury. ¿Qué son veinticuatro mil libras? ¿Sabe Scatcherd cuáles son los ingresos de los alquileres?

      —Oh, sí, lo sabe de sobra. Desearía que no lo supiera.

      —Pues, entonces, ¿por qué molesta tanto por unas cuantas miles de libras? ¡Los títulos de propiedad!

      —Lo que quiere es sentirse seguro para cubrir lo que ya ha adelantado antes de dar más pasos. Yo desearía por su bien que no tuviera necesidad de pedir otro préstamo. Creía que las cosas ya estaban arregladas desde el año pasado.

      —Oh, si hay problemas, Umbleby lo hará por mí.

      —Sí, y ¿cuánto tendrá que pagar?

      —Pagaría el doble para que no se me hablara así—, dijo el hacendado, enfadado. Mientras hablaba, se levantó bruscamente del sillón, se metió las manos en los bolsillos traseros, anduvo con rapidez hacia la ventana y volvió de inmediato, sentándose de nuevo en el sillón—. Hay cosas que un hombre no puede soportar, doctor —dijo, dando un taconazo con el pie—, aunque Dios sabe que ahora debería ser paciente, pues voy a tener que soportar muchas cosas. Sería mejor que le dijera a Scatcherd que le agradezco su oferta, pero que no le molestaré.

      El


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