El doctor Thorne. Anthony Trollope

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El doctor Thorne - Anthony Trollope


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hacendado—. Parece haber tenido una buena crianza.

      —Es un monsoon, estoy seguro —dijo el honorable John—. Todos tienen esas orejas y esa peculiar marca en la espalda. Supongo que habrá dado una bonita suma por él.

      —No tanto —respondió el señor.

      —Es un caballo de caza entrenado, supongo.

      —Si no, pronto lo será.

      —Deja eso para Frank —dijo Harry Baker.

      —Salta de maravilla, señor —dijo Frank—. Yo aún no he probado, pero Peter le ha hecho saltar obstáculos dos o tres veces esta mañana.

      El honorable John estaba decidido a echar una mano a su primo. Creía que habían menospreciado a Frank al darle un caballo tan defectuoso como ése y, pensando que el hijo no tenía el suficiente coraje para pelearse con el padre al respecto, el honorable John decidió hacerlo en su lugar.

      —Es un buen caballo en potencia, no lo dudo, Frank.

      Frank sintió que la sangre se le subía al rostro. Ni por todo el oro del mundo habría hecho que su padre creyera que estaba descontento, sino, al contrario, quería hacerle saber lo que le agradaba el regalo que le había ofrecido esa mañana. Se avergonzaba de corazón por haber escuchado con cierto grado de complacencia el intento de su primo. Pero no tenía ni idea de que el asunto se repetiría, y se volvería a repetir ante su padre, como modo de irritarlo en un día como ése, delante de tanta gente ahí reunida. Estaba muy enfadado con su primo y, durante un momento, se olvidó de su hereditario respeto hacia los De Courcy.

      —Óyeme, John —dijo—. Elige un día, un día al principio de la temporada, y coge lo mejor que tengas, que yo traeré, no el caballo negro sino mi vieja yegua. Intenta acercarte a mí. Si no te dejo atrás de Godspeed al cabo de poco, te daré la yegua y también el caballo.

      Al honorable John no se le conocía en Barsetshire como uno de los más adelantados jinetes. Era gran aficionado a la caza, en cuanto a su organización se refiere. Era experto en botas y en pantalones de montar, entendido en frenos y bridas, tenía una colección de sillas de montar y adquiría el invento más reciente para llevar zapatos de repuesto, bocadillos y petacas con jerez. Destacaba en la cuestión del abrigo; algunos, incluido el cazador mayor, creían que destacaba demasiado. Fingía familiaridad con los perros y con los caballos de todos. Pero, cuando se ponía en práctica la caza, cuando el camino se complicaba, cuando se trataba de montar o negarse a montar, entonces —al menos así lo decían los que no tenían intereses en los De Courcy— entonces, en esos momentos difíciles, se hallaba insuficiente al honorable John.

      Hubo, por tanto, considerables carcajadas a su costa cuando Frank, instigado a alardear inocentemente por el deseo de salvar a su padre, desafió a su primo a una prueba de destreza. El honorable John no estaba, quizás, tan acostumbrado al rápido uso del habla como su honorable hermano, pues no era asunto suyo exaltar las glorias de las hijas de los granjeros. En cierto modo, en esta ocasión parecía haber perdido el habla: cerró el pico, como suele decirse de manera vulgar, y no hizo más alusión a la necesidad de proporcionar al joven Gresham una serie de caballos de caza.

      Sin embargo, el viejo hacendado lo había comprendido todo, había comprendido el significado del ataque de su sobrino, había comprendido por completo el significado de la defensa de su hijo y el sentimiento que lo había animado. También había pensado en las caballerizas que le habían pertenecido cuando cumplió la mayoría de edad y en la posición mucho más humilde que tendría su hijo frente a la que había tenido él. Pensó en todo esto y se puso triste, aunque tenía los ánimos suficientes para ocultar a sus amigos el hecho de que la flecha del honorable John no había sido disparada en vano.

      —Le daré a Champion —dijo el padre para sus adentros—. Ya es hora de que prescinda de él.

      Champion era uno de los dos mejores caballos de caza que el hacendado reservaba para su propio uso. Se podría decir de él, en la época de que estamos hablando, que los únicos momentos realmente felices que había tenido en su vida habían sido los pasados en el campo. Ya era hora, pues, de prescindir de él.

      [1] Seguidores de T. R. Malthus (1766-1834), quien sostenía que la población tendía a aumentar con más rapidez que la producción de alimentos.

      [2] Es decir, hijo de Monsoon, caballo criado en Irlanda por R. Caldwell.

      Era, como se ha dicho, el uno de julio y, siendo ésa la época del año, las damas, después de sentarse en el salón durante una media hora, pensaron que podían salir al exterior. Primero salió una, luego otra y, después, salieron las demás al jardín. Hablaban de sombreros hasta que, de modo gradual, las más jóvenes del grupo, y al final las mayores también, se arreglaron para pasear.

      Las ventanas, tanto las del salón como las del comedor, daban al jardín. Era natural que las muchachas pasaran de un lugar al otro. Era natural que, estando ahí, llamaran la atención de sus pretendientes a través de la visión de sus sombreros de ala ancha y de sus vestidos de noche, y era asimismo natural que ellos no se resistieran a la tentación. El hacendado, por consiguiente, y los invitados masculinos mayores pronto se encontraron a solas a la hora de tomar el vino.

      —Se lo aseguro, estamos encantadas por su elocuencia, señor Gresham, ¿verdad? —dijo la señorita Oriel, volviéndose a una de las muchachas De Courcy que se hallaba con ella.

      La señorita Oriel era una joven bonita, un poco mayor que Frank Gresham, tal vez un año más. Tenía el cabello oscuro, unos grandes ojos oscuros, la nariz un poco ancha, la boca bella, la barbilla bonita y, como se ha indicado antes, una gran fortuna —es decir, moderadamente grande—, digamos que veinte mil libras, poco más, poco menos. Ella y su hermano vivían en Greshamsbury desde hacía dos años. Habían comprado la vivienda —tal era la necesidad del señor Gresham— en vida del difunto propietario. La señorita Oriel era en todos los aspectos una bella vecina. Tenía buen humor, propio de una dama, era vivaz, ni lista ni tonta, pertenecía a una buena familia, gustaba de las cosas agradables de esta vida, como correspondía a una bella dama, y también disfrutaba de las cosas buenas de la otra vida, como correspondía a la señora de la casa de un sacerdote.

      —Ya lo creo —dijo Lady Margaretta—. Frank es muy elocuente. Cuando mencionó nuestro rápido viaje de Londres, casi me hizo llorar. Aunque habla bien, aún trincha mejor.

      —Ojalá lo hubieras hecho tú, Margaretta, tanto el hablar como el trinchar.

      —Gracias, Frank. Eres muy cortés.

      —Pero me queda un consuelo, señorita Oriel: ya está hecho y acabado. Nadie puede cumplir dos veces la mayoría de edad.

      —Pero pronto se graduará, señor Gresham, y entonces, como es natural, tendrá que volver a pronunciar un discurso, se casará y tendrá dos o tres hijos.

      —Hablaré en su boda, señorita Oriel, mucho antes de hacerlo en la mía.

      —No tengo la más mínima objeción. Es muy amable por su parte apoyar a mi marido.

      —Pero ¡caramba! ¿Me apoyará él a mí? Sé que se casará con un horrible pez gordo o con alguien terriblemente inteligente, ¿no es así, Margaretta?

      —La señorita Oriel te estaba alabando tanto antes de que vinieras —dijo Margaretta— que empezaba a pensar que tenía el propósito de quedarse en Greshamsbury toda su vida.

      Frank se sonrojó y Patience se rió. Sólo había un año de diferencia entre ellos. No obstante, Frank era todavía un muchacho, mientras que Patience era toda una mujer.

      —Soy ambiciosa, Lady Margaretta —dijo—. Lo confieso, pero mi ambición es moderada. Amo Greshamsbury y, si el señor Gresham tuviera un hermano menor, quizás, ya sabe...

      —Alguien como yo, supongo —dijo Frank.


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