El príncipe. Nicolás Maquiavelo

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El príncipe - Nicolás Maquiavelo


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modo que ellos se habían imaginado y tampoco puedes emplear contra ellos remedios fuertes, porque estás obligado con ellos.

      Porque siempre, aun cuando uno sea fortísimo con sus ejércitos, tiene necesidad del favor de los provincianos para entrar en una provincia. Por estas razones Luis XII,2 rey de Francia, ocupó Milán rápido, y rápido lo perdió, y para quitárselo la primera vez bastaron las fuerzas de Ludovico, porque los pueblos que le habían abierto las puertas, viéndose engañados en su opinión y en el futuro bien que habían supuesto, hallaron insoportables los fastidios del nuevo príncipe.

      Es muy cierto que, si vuelven a readquirirse los pueblos rebelados, es muy difícil que se pierdan, porque con motivo de la rebelión el señor tiene menos reparos para asegurarse castigando a los delincuentes, denunciando a los sospechosos y proveyendo a las partes más débiles. Es así que si la primera vez bastó para hacerle perder Milán a Francia un duque Ludovico que alborotase en los confines, después para hacérselo perder la segunda fue necesario que se le pusiera en contra el mundo entero, y que sus ejércitos fuesen aniquilados o expulsados de Italia, lo cual nació de las razones antes dichas. Sin embargo, la primera y la segunda vez se lo quitaron. Las razones universales3 de la primera se han discurrido ya; falta ahora examinar las de la segunda, y ver qué remedios tenía él, y cuáles puede tener uno que esté en la situación de él, para poder mantener su adquisición mejor de lo que hizo Francia. Digo, por lo tanto, que los estados que al adquirirse se agregan a un estado antiguo del que los adquiere, o son de la misma provincia y de la misma lengua o no lo son. Si lo son es una gran ventaja para conservarlos, especialmente si no están acostumbrados a vivir libres, y para poseerlos con seguridad basta con haber extinguido el linaje del príncipe que los dominaba, porque en lo demás, si se les mantienen las condiciones de antes y no existe diferencia de costumbres, los hombres viven tranquilos, como se ha visto que ocurrió con Borgoña, con Bretaña, con Gascuña y con Normandía, que tanto tiempo han estado unidas a Francia; y si bien hay alguna diferencia de lengua, las costumbres son similares y con facilidad se soportan entre ellos. Y quien los adquiere debe cuidar dos cosas, si desea conservarlos: uno, que la sangre de su príncipe antiguo se extinga; la otra, no alterarles las leyes ni los impuestos, y de ese modo en brevísimo tiempo formarán un solo cuerpo con su principado antiguo.

      Pero cuando se adquieren estados en una provincia distinta en la lengua, en las costumbres y en los órdenes, ahí están las dificultades, y ahí es preciso tener mucha suerte y mucha habilidad para mantenerlos; y uno de los mejores y más vivos remedios sería que quien los adquiere fuera personalmente a habitar en ellos. Eso haría más segura y más duradera esa posesión; como hizo el Turco con Grecia: porque con todos los demás órdenes que observó para mantener ese estado, si no hubiera ido a habitar en él no era posible que lo conservara. Porque estando allí se ven nacer los desórdenes y rápido se pueden remediar; no estando, se conocen cuando ya son grandes y no hay remedio. Además de eso, la provincia no es saqueada por tus funcionarios, los súbditos quedan satisfechos con la posibilidad de recurrir a un tribunal próximo al príncipe, y por ende tienen más razón para amarlo si quieren ser buenos, y de temerlo si quieren ser de otro modo. Cualquier extranjero que desee atacar ese estado tendrá más reparos; de modo que habitando en él es sumamente difícil que se pierda.

      El otro mejor remedio es mandar colonias a uno o dos lugares, que sean casi como soportes de ese estado, porque es necesario hacer eso o tener en él muchas tropas de caballería y de infantería. En las colonias no hay que gastar mucho, con poco o ningún gasto las establece y las mantiene, y solamente ofende a aquellos a quienes les quita los campos y las casas para dárselas a los nuevos habitantes, y aquellos son una mínima parte de ese estado; y los que han sido ofendidos, como quedan dispersos y pobres, no pueden perjudicarlo nunca, y todos los demás quedan por un lado sin ofensa, y por eso deberían permanecer quietos, y por el otro temerosos de errar, por miedo de que les pase a ellos lo mismo que a los que fueron despojados. Concluyo que esas colonias no cuestan nada, son más fieles, ofenden menos; y los ofendidos no pueden hacer daño, como se ha dicho, por estar pobres y dispersos. Sobre lo cual debe notarse que a los hombres hay que mimarlos o extinguirlos; porque se vengan de los agravios leves, pero de los graves no pueden, de manera que la ofensa que se le hace a un hombre debe ser tal que no haya que temer su venganza. Si en cambio en lugar de colonias se mandan tropas, se gasta mucho más, y hay que consumir en la guardia todos los ingresos de ese estado, de manera que la adquisición se convierte en pérdida, y ofende mucho más, porque perjudica al estado entero al trasladar su ejército de una localidad a otra, y esa incomodidad la sienten todos y todos se le vuelven enemigos; y son enemigos que puedan hacerle daño porque, derrotados, quedan en su casa. Por todos esos aspectos, pues, esa guardia es tan inútil como la de las colonias útil.

      Quien está en una provincia distinta como se ha dicho,4 debe además hacerse cabeza y defensor de los vecinos menos potentes, y esforzarse por debilitar a los más poderosos, y guardarse de que por algún accidente no penetre en ella algún forastero tan poderoso como él. Y siempre ocurrirá que será introducido por quienes están en ella descontentos por exceso de ambición o por miedo, como se vio que los etolios introdujeron a los romanos en Grecia, y en todas las demás provincias en que entraron fueron introducidos por provincianos. Y el orden de las cosas es que cuando un forastero poderoso penetra en una provincia, todos los que en ella son menos poderosos adhieren a él, movidos por la envidia que sienten hacia el que ha sido más poderoso que ellos; de modo que respecto a esos poderosos menores, él no tiene que hacer ningún esfuerzo para ganárselos, porque inmediatamente todos se unen en un globo con el estado que ha adquirido allí. Sólo tiene que pensar en que no adquieran demasiadas fuerzas ni demasiada autoridad, y fácilmente puede, con sus propias fuerzas y con favor de estos otros, rebajar a los que son poderosos para quedar como único árbitro de la provincia. Y quien no gobierna bien esta parte perderá muy pronto lo que haya adquirido, y mientras lo tenga tendrá allí infinitas dificultades y fastidios.

      Los romanos, en las provincias que tomaron, observaron bien estas partes y mandaron colonias, mantuvieron amigos a los menos poderosos sin acrecentar su potencia, rebajaron a los muy poderosos y no dejaron adquirir reputación a los poderosos forasteros. Y quiero que me baste como ejemplo la provincia de Grecia solamente. Allí ellos mantuvieron a raya a los aqueos y a los etolios, rebajaron el reino de los macedonios, expulsaron a Antíoco y jamás los méritos de los aqueos o de los etolios hicieron que les permitiesen aumentarse algún estado, ni las persuasiones de Filipo los indujeron nunca a ser amigos suyos sin rebajarlo, ni la potencia de Antíoco pudo hacer que le permitieran tener en aquella provincia estado alguno. Porque los romanos en ese caso hicieron lo que deben hacer todos los príncipes sabios, los cuales deben estar atentos no sólo a los escándalos presentes, sino a los futuros, y hacer todos los esfuerzos por obviarlos; porque previéndolos de lejos es fácil remediarlos, pero si esperas que se acerquen el remedio no llega a tiempo, porque la enfermedad se ha vuelto incurable. Y ocurre en esto como dicen los físicos del hético, que el principio de su mal es fácil de curar pero difícil de conocer, pero con el paso del tiempo, no habiéndolo conocido ni medicado desde el principio, se vuelve fácil de conocer y difícil de curar. Así ocurre en las cosas del estado, porque conociendo de lejos (lo que no es dado más que a un prudente) los males que nacen en él, se curan pronto, pero cuando por no haberlos conocido se dejan crecer al punto que los conoce cualquiera, ya no hay remedio. Pero los romanos, viendo de lejos los inconvenientes, siempre los remediaron y nunca para no incurrir en una guerra los dejaron subsistir, porque sabían que la guerra no se evita, sino que se posterga con ventaja de otros; por esto quisieron combatir con Filipo y Antíoco de Grecia, para no tener que hacerlo con ellos en Italia; y por el momento podían sustraerse a ambas eventualidades, mas no quisieron. Ni les gustó nunca lo que está continuamente en la boca de los sabios de nuestra época, que es “gozar de las ventajas del tiempo”; les gustó en cambio la ventaja que procedía de su propia virtud y prudencia, porque el tiempo empuja hacia adelante todas las cosas y trae consigo tanto bien como mal, tanto mal como bien.

      Pero volvamos a Francia,5 y examinemos si de las cosas dichas hizo alguna; y hablaré de Luis y no de Carlos, porque por haber tenido aquel más larga posesión en Italia se vieron mejor sus procedimientos, y se verá que hizo lo contrario de lo que se debe hacer para mantener un estado en una provincia distinta.

      El rey Luis


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