Por sus frutos los conoceréis. Juan María Laboa

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Por sus frutos los conoceréis - Juan María Laboa


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a los demás y de relacionarse con ellos fueron las expresiones de esta transformación de la psicología, de la sensibilidad y del comportamiento de los cristianos. Las prácticas de penitencia, de mortificación, de caridad (desde el amor fraterno hasta la limosna) y el sentido del cuerpo místico de Cristo determinaron nuevas relaciones sociales y un sentido de grupo que trascendía el tiempo y el espacio. Ciertamente, no llegó a comprender Julián la importancia de esta transformación, al reducir su renovación del paganismo a nuevos aspectos doctrinales y a una renovada organización social, considerando que con esta transformación, en realidad cosmética, del paganismo, podía herir de muerte el cristianismo. En su proyecto, Julián olvidó que solo Cristo es el amor generador del amor y de la generosidad de los cristianos.

      9. Los Padres de la Iglesia y la justicia social

      Los Padres de la Iglesia pertenecieron, generalmente, a familias acomodadas, con buena formación intelectual y con un intenso espíritu evangélico que conformó su personalidad y sus actividades. Todos ellos fueron muy generosos, repartieron sus bienes entre los necesitados y fueron conocidos por sus obras de caridad.

      Intérpretes excepcionales de la Sagrada Escritura, que mantienen en sus manos permanentemente, subrayan y proclaman su sentido social profundo, demostrando que este aspecto, en su radicalidad, resulta inseparable del cristianismo. En sus escritos encontramos desarrollados temas tan fundamentales como la igualdad esencial de los seres humanos; la dignidad y la primacía de la persona humana y su pluralismo que debe ser respetado; la propiedad privada y su condición social; la riqueza y la comunicación de bienes, el trabajo y su dignidad; el desarrollo económico y su sometimiento a la moral. Según los Padres, los deberes de los ricos no consisten solo en el desapego del corazón, sino, fundamentalmente, en compartir sus bienes con quienes carecían de lo necesario no solo para subsistir sino, también, para desarrollar sus dotes personales. No se trataba solo de ser generosos, sino justos, y, en sus escritos, no dudaron en utilizar un lenguaje atrevido y exigente. Es decir, a medida que desarrollaban estructuras de asistencia para los más desprovistos y que se convertían progresivamente en los protectores y benefactores de los individuos y de las ciudades, los obispos exhortaban a sus fieles a poner sus riquezas personales al servicio de los necesitados y de la Iglesia, pero sus argumentos, partiendo del Evangelio, trascienden las recomendaciones de la beneficencia y de la asistencia, y terminan elaborando una doctrina de la igualdad sustancial del género humano y de sus derechos, basándose en la decisión del Creador de que todos los bienes de la tierra sean comunes.

      Ofrezco algunos textos significativos de los Padres más importantes.

      San Basilio (330-379), el más moderno de los Padres griegos, puso de manifiesto, con frecuencia, el carácter social y comunitario de la doctrina evangélica sobre la propiedad y las riquezas. «La caridad somete a los hombres libres entre sí y subraya y mantiene, al mismo tiempo, la libertad de la voluntad». «El mandato de Dios no nos enseña que hayamos de rechazar y huir de los bienes como si fueran malos, sino que nos ilustra en cómo administrarlos. Y el que se condena, no se condena en ningún caso por tenerlos, sino porque sintió torcidamente de lo que tenía o no fue capaz de usarlos adecuadamente». «¿Qué responderás al Juez, tú que revistes las paredes y dejas desnudo al hombre, tú que adornas a los caballos y no te dignas mirar a tu hermano cubierto de harapos, tú que dejas que se pudra el trigo y no alimentas a los hambrientos, tú que entierras el oro y no alimentas al que se muere de estrechez?».

      «Paréceme que la enfermedad del alma de este hombre se asemeja a la de los glotones, que prefieren reventar de hartazgo, antes que dar las sobras a los necesitados. Entiende, hombre, quién te ha dado lo que tienes, acuérdate de quién eres, qué administras, de quién has recibido, por qué has sido preferido a otros. Has sido hecho servidor de Dios y administrador de los que son, como tú, siervos de Dios; no te imagines que tus bienes te han sido preparados exclusivamente para tu vientre. Piensa que lo que tienes entre manos es cosa ajena. Pueden alegrarte los bienes durante un cierto tiempo, pero luego se te escurren y desaparecen, y al final, de todo se te pedirá estrecha cuenta». Jesús habló con dureza sobre los peligros de la riqueza, y nosotros somos conscientes de lo difícil que resulta ser rico y conservar las entrañas humanas. El dinero tiene el efecto habitual de colocar cegadoras escamas ante los ojos y de congelar a las criaturas, de forma que las manos, los ojos, los labios y el corazón se enfrían peligrosamente. La vida nos enseña que los ricos pueden tener buen corazón, pero difícilmente pueden ver la realidad tal cual es.

      «¿Quién es avaro? El que no se contenta con las cosas necesarias. ¿Quién es ladrón? El que quita lo suyo a los otros. ¿Con que no eres tú avaro, no eres ladrón, cuando te apropias lo que recibiste a título de administración? ¿Con que hay que llamar ladrón al que desnuda al que va vestido, y habrá que dar otro nombre al que no viste a un desnudo, si lo puede hacer? Del hambriento es el pan que tú retienes; del que va desnudo es el manto que tú guardas en tus arcas; del descalzo, el calzado que en tu casa se pudre. En definitiva, ten en cuenta que agravias a cuantos pudiendo socorrer no lo haces». La propiedad aparece, a menudo, en los Padres como un simple usufructo, permitido por Dios en la medida en que su principal beneficiario actúa como un gestor en servicio del bien general. Por consiguiente, lo superfluo del rico debe darse al pobre.

      «No nos mostremos, dotados como estamos de razón, más feroces que los brutos animales. Estos usan, como bien común, todo aquello que produce la tierra. Y es así como diversos rebaños de ovejas pastan sobre un mismo monte; innumerables caballos en una misma llanada, y de este modo todos se ceden unos a otros el goce del necesario sustento. Pero, nosotros, escondemos en nuestro seno lo que es común y poseemos solo lo que es de todos».

      San Cirilo de Jerusalén (313-386) es conocido y admirado por las catequesis que predicó en el 358 a los catecúmenos, en las que fue explicando metódicamente el credo de la Iglesia de Jerusalén, sin olvidar algunos artículos dedicados a la generosidad en la distribución de bienes. «Y lo que recibes de Dios para administrarlo como mayordomo, adminístralo útilmente. ¿Te ha sido confiado dinero? Adminístralo bien. ¿Tienes talento para atraer las almas de los que te oyen? Hazlo así diligentemente. ¿Puedes atraer por la fe a Cristo las almas de los que te escuchan? Hazlo así diligentemente. Muchas son las puertas de una buena administración».

      San Gregorio Nacianceno (330-390) destaca en todas sus obras el aspecto social, de manera especial en su discurso «sobre el amor a los pobres», pronunciado probablemente en Cesarea en el año 373. «Nada hay en el hombre tan de Dios como hacer un beneficio», señala entre los motivos de la compasión hacia los desgraciados: «Tú, que eres robusto, ayuda al enfermo; tú, rico, al necesitado. Tú, que no has tropezado, al que ha caído y está atribulado; tú que estás animado, al que está desalentado; tú, que gozas de prosperidad, al que sufre en la adversidad. Da gracias a Dios por ser de los que pueden hacer un beneficio y no de los que necesitan recibirlo; de que no tienes que mirar a las manos ajenas, sino que otros miran a las tuyas. No seas solo rico por tu opulencia, sino también por tu piedad; no solo por tu oro, sino también por tu virtud o, mejor dicho, solamente por esta. Hazte estimar más que tu prójimo siendo mejor que él; hazte un dios para el infortunado imitando la misericordia de Dios». Siglos más tarde, la Declaración sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas del Vaticano II confirma con otras palabras los fundamentos de las afirmaciones de san Gregorio que acabamos de leer: «Todos los pueblos forman una única comunidad y tienen un mismo origen (…), tienen también un único fin último, Dios, cuya providencia, testimonio de bondad y designio de salvación se extiende a todos…».

      «Bienaventurados –dice el Señor– todos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5,7). No es la misericordia la última de las bienaventuranzas. Y: «Bienaventurado el que cuida al desvalido y al pobre, porque en el día del juicio lo pondrá a salvo el Señor» (Sal 40,1) Y: «Bueno es el hombre que se compadece y da prestado» (Sal 111,5). Y en otro lugar: «El justo se compadece y presta todo el día» (Sal 36,6). Abracemos esa bienaventuranza, seamos llamados inteligentes, hagámonos buenos. La noche misma no interrumpa tus obras de misericordia. No digas: «Vuelve, vuelve otra vez, y mañana te daré» (Prov 3,28). Nada se interponga entre tu propósito y el beneficio. Solo la humanidad para con el necesitado no admite dilación. «Reparte con el hambriento tu pan y mete en tu


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