El credo apostólico. Francisco Martínez Fresneda

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El credo apostólico - Francisco Martínez Fresneda


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la cruz, precisamente por ser Hijo de Dios, ya que lo que se revela en este patíbulo es la nueva dimensión de Dios: el Dios del amor, y no el Dios omnipotente del judaísmo tradicional, capaz en otros tiempos de hacer justicia y clavar en la cruz a los asesinos y bajar a su Hijo del madero. Sin embargo, el siervo Jesús sufre hasta el extremo para testimoniar el rostro amoroso de Dios, y, por tanto, débil; por eso es víctima del poder del mal, como demuestra la cruz. Este Dios está incapacitado para salvar a su Hijo desde su omnipotencia. Así es Dios quien sufre la muerte de su Hijo por ser todo y sólo amor.

      Contemplando la escena de la crucifixión, ya se sabe que Dios padece la cruz de su Hijo como sufre el dolor de todos los crucificados de la historia. La comunidad cristiana primitiva lo comprende muy bien cuando, después del último grito y la muerte del crucificado, pone en boca del centurión –en boca de una persona alejada del Dios y del templo judíos– esta confesión de fe libre de la exigencia de los signos de poder de las autoridades judías: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15,39). Es la condición de ser de Jesús (cf Mc 1,1; Mt 4,3), que se proclama en su resurrección, y que se hace a partir de la muerte por amor de la inocencia y debilidad del justo, del siervo.

      La cruz de Jesús prueba la forma como Dios se relaciona con sus criaturas. Dios no se impone a la libertad del hombre, ni sustituye sus responsabilidades, sino que se acerca y se hace presente con bondad y libertad al mundo. La identidad y contenido de este amor, que configura las relaciones de Dios con los hombres, los cristianos de las primeras generaciones los comprenden a través de una seria reflexión de la vida de Jesús celebrada en el culto. La expresión «la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros» (Jn 1,14) lleva consigo que Dios es un amor solidario con la historia humana, y que al vivir en las condiciones de cualquier ser puede descubrir quién es quién en la historia desde la riqueza ontológica de amor que le caracteriza y que es indestructible; es decir, este amor sabe quién derriba y quién edifica la humanidad por esa palabra o gesto de amor que es toda la historia de Jesús. Por eso, Dios rehízo desde su propio amor eterno la vida de Jesús, aprobando todo lo que este realizó; y dejó pudrirse en el olvido las actitudes y acciones que lo ajusticiaron.

      Esta solidaridad del amor de Dios, que es misericordia entrañable (cf Flp 2,1), proviene de una libre decisión de su voluntad. Es gratuita; por tanto no es compensación a su entrega y menos supone un dominio real sobre la persona amada o la criatura. Ello hace que se potencie y florezca la riqueza de cada cual y en sí mismo. Dios ama, no por la posible respuesta humana, sino por la propia dinámica de su ser, y tantas veces y todas las veces que sea necesario, a pesar de que no espere contestación alguna. Por consiguiente, esta forma de amar de Dios se concibe como un don que se incrusta en las experiencias de amor y libertad humanas y que configura el sentido de vida cristiano: «...porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,5; cf 8,15; Gál 4,6).

      4.3. El poder del amor

      En tercer lugar, hay que afirmar que la historia humana no es sólo cruz. En ella se da también el poder del amor de Dios. La potencia y fuerza del amor de Dios se hacen presentes por la fe en el Evangelio: «No me avergüenzo del Evangelio, que es fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree» (Rom 1,16); por la fe en Él: «[Abrahán] no cedió a la duda con incredulidad, más bien, fortalecido en su fe, alabó a Dios, totalmente convencido de que Él es poderoso para cumplir lo prometido» (Rom 4,21).

      La influencia poderosa del amor de Dios hace que el creyente pase de la muerte a la vida, al menos como inicio de una existencia nueva que alumbra como será al final de los días y que remite al «hágase» del principio de los tiempos: «Es decir, lo hizo padre nuestro [a Abrahán] el Dios en quien creyó, el Dios que da la vida a los muertos y llama a la existencia a las cosas que no existen» (Rom 4,21).

      La vida nueva alumbrada en la historia humana descubre la potencia amorosa de Dios en la resurrección de su Hijo, y en ella la de todo ser cuando llegue el final de la historia humana y el inicio de la vida eterna transformada por la venida en poder y gloria de Jesucristo: «Y Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros mediante su poder» (1Cor 6,14). Entonces «cuando todo le quede sometido, también el Hijo se someterá al que le sometió todo, y así Dios será todo para todos» (1Cor 15,28).

      5. Creador del cielo y de la tierra

      Si Dios es todopoderoso lo es en razón de ser el Creador de todo cuanto existe, que en el lenguaje bíblico se expresa con «el cielo y la tierra» (cf Gén 1,1; DH 30), o en el símbolo Niceno-Constantinopolitano con la frase de «todo lo visible y lo invisible» (DH 150; cf CCE 279). Veamos qué es lo que ha creado el Señor según alcanza la ciencia actual del hombre.

      5.1. Datos actuales de la ciencia

      La ciencia enseña que el Universo tiene 13.700 millones de años aproximadamente. Si se imagina que es un círculo y la Tierra su centro, observado desde ella en todas las trayectorias posibles, abarca un espacio de 93.000 millones de años luz. El Universo se expande en la actualidad y comporta un espacio-tiempo geométricamente plano en apariencia, o con la forma de una cabalgadura. Sus constituyentes primarios son un 73% de energía oscura, 23% de materia oscura fría y un 4% de átomos.

      El Universo se compone de galaxias y aglomeraciones de galaxias. La Vía Láctea es una de ellas, que comprende 200.000 millones de estrellas. El Sol, que dista del centro de la Vía Láctea 27.700 años luz, es la estrella que alumbra la Tierra. La Vía Láctea se ve como una estela blanquecina de forma elíptica, que posee brazos espirales. En el brazo de Orión está el sistema solar y en él la Tierra. Si la Vía Láctea tuviera forma de círculo, su diámetro mediría 100.000 años luz y giraría sobre su eje a una velocidad lineal superior a los 216 km. Las estrellas se agrupan en constelaciones cuando se pueden identificar. Se han descubierto 88 constelaciones, entre las cuales están la Osa Mayor, Flecha, etc. La Tierra dista del Sol 150 millones de km. aproximadamente y se formó hace unos 4.540 millones de años. Hasta hoy es el único planeta del Universo en que existe la vida tal y como la conocemos.

      El hombre tiene una antigüedad de casi 200.000 años y procede de Etiopía. Es el hombre entendido como animal inteligente, y que, con el tiempo, desarrolla la capacidad de introspección, o de especulación, o de elaborar conceptos y sistemas lingüísticos e ideológicos, y con tal vigor que crea culturas, ideologías y creencias, que dan sentido a toda su existencia y a la existencia del Universo.

      El hombre, pues, forma parte del Universo y depende de sus procesos evolutivos, procesos que lo configuran como tal. Los datos que aporta la ciencia sobre las dimensiones del Universo producen la sensación de que el hombre es una minucia sin importancia. No es el centro ni la cumbre de la realidad, y se toma cada vez más conciencia de la evidencia de que es una criatura, contingente y finita, falible y mortal, dependiente y necesitada, partícula de un todo, que está objetivamente bien lejos de su pretensión secular de erigirse en el ser absoluto de cuanto existe. Si esto es cierto según el espacio y el tiempo, no lo es según la complejidad y la conciencia: «El mayor grado de complejidad no se ha alcanzado en las dimensiones atómicas o galácticas, sino en la franja de tamaño intermedio. El cerebro humano tiene cien billones de sinapsis, o contactos de las células nerviosas; el número de posibles conexiones entre ellas es mayor que el número de átomos que hay en el Universo. Un solo ser humano posee un grado de organización –¡y una riqueza de experiencia!– superior al de mil galaxias sin vida» (Barbour 98).

      La potencia intelectual del hombre es equivalente a la actual, pero para desarrollarla necesitó miles de años. Por más que haya avanzado la ciencia, todavía no se puede explicar con seguridad la cadena que une el nacimiento y las diferentes etapas de la vida. Lo cierto es que la evolución muestra que los seres vivos formamos parte de un orden que se inscribe en la historia de la Tierra.

      Establecido el género «homo», este se constituye por medio de diversos niveles que comprenden la dimensión somática y psíquica. La última etapa del género «homo» presenta dos especies humanas inteligentes que coexistieron por un tiempo. La primera, «hombre de Neandertal», proviene del «homo heidelbergensis» en el que evoluciona el «hombre erectus/ergaster». El «hombre de Neandertal» no es el antepasado del «homo sapiens»,


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