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a tu corazón, que según tú mismo se desborda. Estamos solos, el sitio es retirado, y soy el más joven y más fuerte de los dos. En fin, ya me entiendes; no me obligues a hacerte violencia, y habla por buenas.

      SÓCRATES. —Pero, amigo mío, sería muy ridículo oponer a una obra maestra de tan insigne orador la improvisación de un ignorante.

      FEDRO. —¿Sabes una cosa?, que te dejes de nuevos desdenes, porque si no recurriré a una sola palabra que te obligará a hablar.

      SÓCRATES. —Te suplico que no recurras.

      FEDRO. —No, no. Escucha. Esta palabra mágica es un juramento. Juro, pero ¿por qué dios?, si quieres, por este plátano, y me comprometo por juramento a que si en su presencia no hablas en este acto, jamás te leeré, ni te recitaré, ningún otro discurso de quienquiera que sea.

      SÓCRATES. —¡Oh!, ¡qué ducho!, ¡cómo ha sabido comprometerme a que le obedezca, valiéndose del flaco que yo tengo, de mi cariño a los discursos!

      FEDRO. —Y bien, ¿tienes todavía algún mal pretexto que alegar?

      SÓCRATES. —¡Oh dios!, no; después de tal juramento, ¿cómo podría imponerme una privación semejante?

      FEDRO. —Habla, pues.

      SÓCRATES. —¿Sabes lo que voy a hacer antes?

      FEDRO. —Veámoslo.

      SÓCRATES. —Voy a cubrirme la cabeza[11] para concluir lo más pronto posible, porque el mirar tu semblante me llena de turbación y de confusión.

      FEDRO. —Lo que importa es que hables, y en lo demás haz lo que te acomode.

      SÓCRATES. —Venid, musas [ligias], nombre que debéis a la dulzura de vuestros cantos,[12] o a la pasión de los ligienses (ligur)[13] por vuestras divinas melodías; yo os invoco, sostened mi debilidad en este discurso, que me arranca mi buen amigo, sin duda para añadir un nuevo título, después de otros muchos, a la gloria de su querido Lisias. «Había un joven, o más bien un adolescente, en la flor de su juvenil belleza, que contaba con gran número de adoradores. Uno de ellos, más astuto, pero no menos enamorado que los demás, había conseguido persuadirle de que no le tenía amor. Un día que solicitaba sus favores, intentó probarle que era preciso acceder a su indiferencia, primero que a la pasión de los demás. He aquí su discurso:

      »En todas las cosas, querido mío, para tomar una sabia resolución es preciso comenzar por averiguar sobre qué se va a tratar, porque de no ser así se incurriría en mil errores. La mayor parte de los hombres ignoran la esencia de las cosas, y en su ignorancia, de la que apenas se aperciben, desprecian desde el principio plantear la cuestión. Así es que, avanzando en la discusión, les sucede necesariamente no entenderse, ni con los demás, ni consigo mismos. Evitemos este defecto, que echamos en cara a los demás; y puesto que se trata de saber si debe uno entregarse al amante o al que no lo es, comencemos por fijar la definición del amor, su naturaleza y sus efectos, y refiriéndonos sin cesar a estos principios y estrechando a ellos la discusión, examinemos si es útil o dañoso.

      »Que el amor es un deseo, es una verdad evidente; así como es evidente que el deseo de las cosas bellas no es siempre el amor. ¿Bajo qué signo distinguiremos al que ama y al que no ama? Cada uno de nosotros debe reconocer que hay dos principios que le gobiernan, que le dirigen, y cuyo impulso, cualquiera que sea, determina sus movimientos: el uno es el deseo instintivo del placer, y el otro el gusto reflexivo del bien. Tan pronto estos dos principios están en armonía, tan pronto se combaten, y la victoria pertenece indistintamente, ya a uno, ya a otro. Cuando el gusto del bien, que la razón nos inspira, se apodera del alma entera, se llama sabiduría; cuando el deseo irreflexivo que nos arrastra hacia el placer llega a dominar, recibe el nombre de intemperancia. Pero la intemperancia muda de nombre, según los diferentes objetos sobre que se ejercita y de las formas diversas que viste, y el hombre dominado por la pasión, según la forma particular bajo la que se manifiesta en él, recibe un nombre que no es bueno ni honroso llevar. Así, cuando el ansia de manjares supera a la vez al gusto del bien, inspirado por la razón y a los demás deseos, se llama glotonería, y los entregados a esta pasión se les da el epíteto de glotones. Cuando es el deseo de la bebida el que ejerce esta tiranía, ya se sabe el título injurioso que se da al que a él se abandona. En fin, lo mismo sucede con todos los deseos de esta clase, y nadie ignora los nombres degradantes que suelen aplicarse a los que son víctimas de su tiranía. Ya es fácil adivinar la persona a la que voy a parar después de este preámbulo; sin embargo, creo que debo explicarme con toda claridad. Cuando el deseo irracional, sofocando en nuestra alma este gusto del bien, se entrega por entero al placer que promete la belleza, y cuando se lanza con todo el enjambre de deseos de la misma clase solo a la belleza corporal, su poder se hace irresistible, y sacando su nombre de esta fuerza omnipotente, se le llama amor».

      Y bien, mi querido Fedro, ¿no te parece, como a mí, que estoy inspirado por alguna divinidad?

      FEDRO. —En efecto, Sócrates, las palabras corren con una afluencia inusitada.

      SÓCRATES. —Silencio, y escúchame, porque en verdad este lugar tiene algo de divino, y si en el curso de mi exposición las ninfas de estas riberas me inspirasen algunos rasgos entusiastas, no te sorprendas. Ya me considero poco distante del tono del ditirambo.

      FEDRO. —Nada más cierto.

      SÓCRATES. —Tú eres la causa. Pero escucha el resto de mi discurso, porque la inspiración podría abandonarme. En todo caso, esto corresponde al Dios que me posee, y nosotros continuemos hablando de nuestro joven.

      «Pues bien, amigo mío, ya hemos determinado el objeto que nos ocupa, y hemos definido su naturaleza. Pasemos adelante, y sin perder de vista nuestros principios, examinemos las ventajas o los inconvenientes de las deferencias que se pueden tener, sea para con un amante, sea para con un amigo libre de amor. El que está poseído por un deseo y dominado por el deleite, debe necesariamente buscar en el objeto de su amor el mayor placer posible. Un espíritu enfermo encuentra su placer en abandonarse por completo a sus caprichos, mientras que todo lo que le contraría o le provoca le es insoportable. El hombre enamorado verá con impaciencia a uno que le sea superior o igual para con el objeto de su amor, y trabajará sin tregua en rebajarlo y humillarlo hasta verlo debajo. El ignorante es inferior al sabio, el cobarde al valiente, el que no sabe hablar al orador brillante y fácil, el de espíritu tardo al de genio vivo y desenvuelto. Estos defectos, y aun otros más vergonzosos, regocijarán al amante si los encuentra en el objeto de su amor, y en el caso contrario, procurará hacerlos nacer en su alma, o sufrirá mucho en la prosecución de sus placeres efímeros. Pero, sobre todo, será celoso; prohibirá al que ama todas las relaciones que puedan hacerle más perfecto, más hombre; le causará un gran perjuicio, y en fin, le hará un mal irreparable, alejándole de lo que podría ilustrar su alma; quiero decir, de la divina filosofía; el amante querrá necesariamente desviar de este estudio al que ama, por temor de hacerse para él un objeto de desprecio. Por último, se esforzará en todo y por todo en mantenerle en la ignorancia, para obligarle a no tener más ojos que los del mismo amante, y le será tanto más agradable cuanto más daño se haga a sí mismo. Por consiguiente, bajo la relación moral, no hay guía más malo, ni compañero más funesto, que un hombre enamorado.

      »Veamos ahora lo que los cuidados de un amante, cuya pasión precisa a sacrificar lo bello y lo honesto a lo agradable, harán del cuerpo que posee. Se le verá rebuscar un joven delicado y sin vigor, educado a la sombra y no a la claridad del sol, extraño a los varoniles trabajos y a los ejercicios gimnásticos, acostumbrado a una vida muelle de delicias, supliendo con perfumes y artificios la belleza que ha perdido, y en fin, no teniendo nada en su persona y en sus costumbres que no corresponda a este retrato. Todo esto es evidente, y es inútil insistir más en ello. Observaremos solamente, resumiendo, antes de pasar a otras consideraciones, que en la guerra y en las demás ocasiones peligrosas, este joven afeminado solo podrá inspirar audacia a sus enemigos y temor a sus amigos y a sus amantes. Pero, repito, dejemos estas reflexiones, cuya verdad es manifiesta.

      »También debemos examinar, en qué el trato y la influencia de un amante pueden ser útiles o dañosos, no al alma y al cuerpo, sino a los


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