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trata al alma valiéndose de ciertas palabras mágicas. Estas palabras mágicas son los bellos discursos. Gracias a estos bellos discursos, la sabiduría toma raíz en las almas, y, una vez arraigada y viva, nada más fácil que procurar la salud a la cabeza y a todo el cuerpo». Enseñándome el remedio y las palabras, «Acuérdate, me dijo, de no dejarte sorprender para no curar a nadie la cabeza con este remedio, si desde luego él no te ha entregado el alma para que la cures con estas palabras; porque hoy día, añadía, es un error de la mayor parte de los hombres el creer que se puede ser médico de una parte sin serlo de otra». Me recomendó mucho que no cediera a las instancias de ningún hombre, por rico, por noble, por hermoso que fuese, y que no obrase jamás de otra manera. Yo lo he jurado, estoy obligado a obedecer, y obedeceré infaliblemente. Con respecto a ti, siguiendo las recomendaciones del extranjero, si quieres entregarme desde luego el alma para que yo la hechice con las palabras mágicas del tracio, curaré tu cabeza con el remedio. Si no, yo no puedo hacer nada por ti, mi querido Cármides».

      Apenas Critias me oyó hablar de esta manera, cuando exclamó:

      —¡Qué fortuna es para este joven, Sócrates, tener el mal de cabeza, si al curarse ve la necesidad de perfeccionar igualmente su espíritu! Te diré, sin embargo, que Cármides me parece superior a los jóvenes de su edad, no solo por la belleza de las formas, sino también por esa cosa misma por la que tú has llegado a saber las palabras mágicas; porque tú quieres hablar de la sabiduría, ¿no es verdad?

      —Precisamente.

      —Has de saber —replicó— que a los ojos de todos es incontestablemente el más sabio entre sus compañeros, y que en todo lo demás no es inferior a ninguno de la edad que él tiene.

      —Ciertamente —dije entonces—, es justo, ¡oh Cármides!, que sobresalgas entre los demás por todas estas cualidades; porque no creo que ninguno de nosotros, remontando hasta nuestros abuelos, pueda presentar con probabilidad dos familias capaces de producir por su alianza un renuevo más precioso ni más noble que aquellas de las que tú desciendes. Anacreonte, Solón y los demás poetas han celebrado a porfía la familia de tu padre que se liga a Critias, hijo de Drópidas, diciendo lo mucho que ha sobresalido por su belleza y su virtud y por todas las demás ventajas que constituyen la felicidad. Por la de tu madre sucede lo mismo. Jamás se conoció en el continente un hombre, ni más hermoso, ni mejor que tu tío Pirilampo, embajador que fue ya cerca del gran rey, ya cerca de otros príncipes del continente. Esta familia no cede en nada a la precedente. Con tales antepasados tú no puedes menos de ser el primero de todos. Por esta parte de belleza que se ofrece a la vista, querido hijo de Glaucón, no has degenerado de tus abuelos; y si en cuanto a sabiduría y a otras cualidades análogas estás dotado en los términos manifestados por Critias, entonces, mi querido Cármides, declaro que tu madre ha echado al mundo un dichoso mortal. Entendámonos, pues. Si estás ya en posesión de la sabiduría, como lo pretende mi querido Critias; si eres suficientemente sabio, nada tienes que ver con las palabras mágicas de Zámolxis o de Ábaris, el hiperbóreo,[5] y debo en este instante enseñarte el remedio para el mal de cabeza; pero si por el contrario piensas tener aún algo que aprender, es preciso que yo te hechice antes de hacerte conocer el remedio. A ti toca decirme si participas de la opinión de Critias, si crees tu sabiduría completa o aún incompleta.

      Cármides se ruborizó al pronto, y pareció más hermoso, porque la modestia cuadraba bien a su edad juvenil después dijo con cierta dignidad, que no le era fácil responder en el acto sí o no a semejante pregunta.

      —Porque, —añadió—, si niego que soy sabio, me acuso a mí mismo, lo que no es razonable; y además doy un mentís a Critias y a muchos otros que me creen sabio, a lo que parece. En el caso contrario, hago yo mismo mi elogio, lo que no es menos inconveniente. Yo no sé qué responder.

      Entonces yo le dije:

      —Hablas bien, Cármides, y he aquí en consecuencia cuál es mi dictamen. Es que examinaremos juntos, si tú posees o no la cualidad en cuestión; de esta manera evitaremos, tú el decir palabras que te costarían demasiado, y yo el curarte sin haber examinado antes si tienes necesidad del remedio. Si esto te place, emprenderé contigo este examen. Si no, dejémoslo en este estado.

      CÁRMIDES. —Eso me agrada cuanto es posible, y te suplico, que veas cuál es la mejor manera de proceder a esta indagación.

      SÓCRATES. —He aquí el mejor método, en mi opinión, para proceder al examen. Evidentemente, si posees la sabiduría, eres capaz de formar juicio sobre ella, porque residiendo en ti, si de hecho reside, es una necesidad que se haga sentir interiormente, y haciéndose sentir, no puedes menos de formarte una opinión sobre la naturaleza y caracteres de la sabiduría; ¿no lo crees así?

      CÁRMIDES. —Así lo creo.

      SÓCRATES. —Y lo que piensas, sabiendo el griego, ¿puedes expresarlo tal como está en tu espíritu?

      CÁRMIDES. —Quizá.

      SÓCRATES. —Para que sepamos si la sabiduría reside en ti o no, dinos: ¿qué es la sabiduría en tu opinión?

      Al pronto Cármides dudó, y estuvo indeciso si responder o no. Sin embargo, concluyó por decir, que la sabiduría le parecía consistir en hacer todas las cosas con moderación y medida; en andar, hablar, obrar en todo de esta manera; en una palabra, añadió, la sabiduría es, a mi juicio, una cierta medida.

      SÓCRATES. —¿Eso es cierto? Se dice comúnmente, querido Cármides, que los que proceden con medida son sabios; ¿pero hay razón para decirlo? Examinémoslo. Dime, la sabiduría, ¿se la cuenta entre las cosas bellas?

      CÁRMIDES. —Sí.

      SÓCRATES. —¿Y qué es más bello para un maestro de escuela, escribir ligero o con medida?

      CÁRMIDES. —Escribir ligero.

      SÓCRATES. —¿Leer ligero o con lentitud?

      CÁRMIDES. —Ligero.

      SÓCRATES. —Y tocar la lira con soltura y luchar con agilidad ¿no es más bello que hacer todas estas cosas con mesura y lentitud?

      CÁRMIDES. —Sí.

      SÓCRATES. —¿Y qué? En el pugilato y en los combates de todos géneros, ¿no sucede lo mismo?

      CÁRMIDES. —Absolutamente.

      SÓCRATES. —El salto, la carrera y todos los ejercicios del cuerpo, ¿no son bellos cuando se ejecutan con agilidad y ligereza, y feos cuando se ejecutan con pesadez, embarazo y mesura?

      CÁRMIDES. —Así parece.

      SÓCRATES. —Resulta, pues, que, por lo menos en lo relativo al cuerpo, no es la mesura, sino la velocidad y agilidad, las que son bellas; ¿no es así?

      CÁRMIDES. —Sin duda.

      SÓCRATES. —¿Pero la sabiduría es bella?

      CÁRMIDES. —Sí.

      SÓCRATES. —Luego, por lo menos, en lo que concierne al cuerpo, no es la mesura o medida, sino la velocidad la que constituye la sabiduría, puesto que la sabiduría es una cosa bella.

      CÁRMIDES. —Eso es muy probable.

      SÓCRATES. —¿Pero qué? ¿Cuál es más bello, la facilidad o la dificultad en aprender?

      CÁRMIDES. —La facilidad.

      SÓCRATES. —¿Pero la facilidad en aprender consiste en aprender pronto, y la dificultad en aprender con mesura y lentitud?

      CÁRMIDES. —Sí.

      SÓCRATES. —¿Y no es más bello, y en alto grado, instruir a uno con prontitud, que con mesura y lentitud?

      CÁRMIDES. —Sí.

      SÓCRATES. —En la reminiscencia y en el recuerdo, la mesura y la lentitud ¿son más bellas, o bien lo son la fuerza y la rapidez?

      CÁRMIDES. —Son la fuerza y la rapidez.

      SÓCRATES. —¿Una comprensión fácil no consiste en un


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