El invencible. Stanislaw Lem

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El invencible - Stanislaw Lem


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      El Invencible

      Stanisław Lem

       Traducción del polaco a cargo de

      Abel Murcia y Katarzyna Mołoniewicz

019

       «El Invencible» es un hito en el género de la ciencia ficción. El único libro de Stanislaw Lem capaz de hacerle sombra a la mismísima «Solaris».

       «En la literatura de nuestro tiempo, los dos grandes maestros de la ironía y de la imaginación son StanisLaw Lem y Jorge Luis Borges.»

      Ursula K. Le Guin

       «El Invencible es una aventura emocionante; la batalla más apocalíptica que se haya escrito o filmado jamás.»

      La Nación

      La lluvia negra

      El Invencible, un crucero de segunda clase —la mayor de las naves de las que disponía la base en la constelación de Lira—, avanzaba a propulsión fotónica por el cuadrante más alejado de la galaxia. Los ochenta y tres miembros de la tripulación dormían en el hibernador de la cubierta principal. Como la travesía era relativamente corta, en lugar de la hibernación total se había optado por un sueño profundo en el que la temperatura del cuerpo no descendía por debajo de los diez grados. En el puente de mando solo trabajaban autómatas. En su campo de visión, en el retículo del visor, se encontraba el disco de un sol no mucho más cálido que una simple enana roja. Cuando su circunferencia ocupó la mitad de la superficie de la pantalla, la reacción de aniquilación fue detenida. Durante unos instantes, una calma chicha se apoderó de toda la nave. Los climatizadores y las máquinas de computación trabajaban en silencio. Cesó cualquier vibración, por ligerísima que fuera, de las que acompañaban poco antes a la emisión en la parte de popa del chorro de luz que a modo de espada de una infinita longitud atravesaba las tinieblas propulsando la nave. El Invencible, inerte, silencioso y aparentemente vacío, avanzaba a una velocidad estable, cercana a la de la luz.

      Más tarde, las luces empezaron a intercambiar pequeños guiños desde los cuadros de mando, bañados por el rosáceo resplandor del lejano sol que aparecía en la pantalla central. Las cintas ferromagnéticas se pusieron en marcha, los programas fueron reptando poco a poco hacia el interior de los diferentes aparatos, los conmutadores soltaron chispas y la electricidad corrió por los circuitos con un zumbido que nadie alcanzó a oír. Los motores eléctricos, venciendo la resistencia de lubricantes solidificados hacía ya mucho tiempo, arrancaron y pasaron de un sonido bajo a un agudo gemido. Las barras mates de cadmio asomaron desde los reactores auxiliares, las bombas magnéticas bombeaban sodio líquido en la serpentina del sistema de refrigeración, recorrió las planchas de las cubiertas de popa una vibración, y al mismo tiempo, se pudo escuchar un ligero crujido en el interior de las paredes, como si camparan a sus anchas manadas enteras de pequeños animales que golpeaban con sus garras el metal. Todo indicaba que los autorreparadores móviles ya habían empezado una ronda de varios kilómetros para comprobar el estado de todas las soldaduras de las vigas, la hermeticidad del casco, la integridad del ensamblaje metálico. La nave entera se iba llenando de ruidos y de movimiento, iba despertando, y únicamente la tripulación seguía durmiendo.

      Finalmente, otro de los autómatas, tras engullir su cinta de programación, envió unas señales al centro de control del hibernador. Un gas despertador se mezcló con el chorro de aire frío. Por entre las hileras de coyes sopló una corriente templada procedente de las rejillas de ventilación del suelo. La gente, sin embargo, parecía no querer despertar. Algunas personas movieron indolentes los brazos; el vacío de su sueño helado se había llenado de delirios y pesadillas. Finalmente, hubo una primera persona que abrió los ojos. La nave ya estaba preparada para eso. La oscuridad había sido difuminada por el blanco resplandor del día hacía varios minutos: en los largos pasillos de a bordo, en los huecos de los ascensores, en los camarotes, en el puente de mando, en los diferentes puestos de la tripulación, y en las cámaras de despresurización. Y mientras el hibernador se llenaba del rumor de los suspiros de la gente y de sus gemidos involuntarios, la nave, que parecía impaciente porque la tripulación volviera en sí, iniciaba la maniobra preliminar de frenado. En la pantalla central aparecieron las estelas del fuego de proa. La inercia de la propulsión sublumínica se vio rota por una sacudida, la enorme potencia aplicada a los reactores de proa intentaba contrarrestar las dieciocho mil toneladas de peso muerto de El Invencible, que ahora parecían haberse multiplicado por la gran velocidad de la nave. En las cabinas de cartografía, los mapas, herméticamente cerrados, se estremecieron intranquilos en sus rollos. Aquí y allá, los objetos que no estaban bien sujetos se movieron como si cobraran vida. Los utensilios de cocina resonaron al chocar, los respaldos de espuma de los sillones se arquearon hacia atrás, las correas y los cables de las paredes de las cubiertas empezaron a balancearse. Una estrepitosa mezcla de sonidos de cristal, chapa y plástico recorrió toda la nave, desde la proa hasta la popa. Desde el hibernador llegaba ya un rumor de voces; la gente abandonaba la nada en la que había permanecido durante siete meses y, tras un corto sueño, volvía a la realidad.

      La nave iba perdiendo velocidad. El planeta, todo él envuelto en una rojiza lana de las nubes, tapaba las estrellas. El espejo convexo del océano, con el sol reflejado en él, se movía cada vez más despacio. En el campo de visión apareció un continente de color parduzco, plagado de cráteres. La gente, desde sus puestos en cubierta, no vio nada. Muy por debajo de ellos, en las titánicas entrañas del propulsor, un rugido sofocado iba creciendo, la gigantesca masa contenía la respiración. Una nube de mercurio que entró en el radio de alcance de la propulsión explotó entre brillos plateados, se disgregó y desapareció. El rugido de los motores se intensificó por un instante. El disco rojizo se aplanó, así era como un planeta pasaba a ser tierra firme. Ya se podía ver cómo el viento perseguía las líneas curvas de las dunas, las estelas de lava, que se dispersaban como los rayos de una rueda desde el cráter más próximo, se iluminaron con la ignición abierta de las toberas del cohete, más intensa que la del propio sol.

      —Toda la potencia al eje. Impulso estático.

      Los indicadores pasaban perezosos al siguiente sector de la escala. La maniobra se desarrolló de forma impecable. La nave, como un volcán invertido que exhalaba fuego, estaba suspendida a ochenta metros de altura de la superficie variolosa repleta de crestas rocosas sumergidas en la arena.

      —Toda la potencia al eje. Reduzcan impulso estático.

      Se apreciaba ya el lugar en el que la exhalación vertical del reactor golpeaba el suelo. Se levantaba allí una tormenta de arena roja. De la popa emanaban relámpagos violeta, aparentemente silenciosos, porque el rugido de los gases, al ser más fuerte, absorbía los truenos que acompañaban a aquellos. La diferencia de potenciales se atenuó gradualmente, y las descargas desaparecieron.

      Una de las paredes de proa empezó a gemir, el comandante alertó con un gesto al ingeniero jefe. Una resonancia, había que quitarla… Pero nadie abrió la boca, las transmisiones aullaban, la nave descendía sin la menor vibración, como una montaña de acero que colgara de unos cables invisibles.

      —Potencia media al eje. Leve impulso estático.

      Las humeantes ráfagas de arena del desierto galopaban en todas direcciones formando anillos enroscados, como las encrespadas olas de un verdadero mar. El epicentro, impactado a corta distancia por la tupida llama de las toberas, ya no humeaba. La arena había desaparecido hasta evaporarse por completo, tras transformarse en un espejo de un rojo burbujeante, en un hirviente lago de sílice fundido, en una columna de ensordecedoras explosiones. Desnuda como un hueso, la antigua roca basáltica del planeta había empezado a ablandarse.

      —Reactores al ralentí. Impulso en frío.

      El azul del fuego atómico se apagó. De las toberas manaron oblicuos rayos de boranos y en un instante, el desierto, las paredes de los cráteres rocosos y las nubes que se encontraban encima de ellos se cubrieron de un verde espectral. La superficie de basalto sobre la que había de posarse


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