100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт

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100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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href="#ud3f33bad-a8a9-5944-bb55-2247cdcbee25">Emma

       Shirley

       Don Quijote de la Mancha (Parte I)

       Don Quijote de la Mancha (II Parte)

       El Hombre que Sabía Demasiado

       La Máscara Robada

       Las Aventuras de Robinson Crusoe

       Historias de Fantasmas

       Los Hermanos Karamazov

       La Liga de los Pelirrojos

       El Tulipán Negro

       El Caballero de Harmental

       Napoleón

       La Interpretación de los Sueños

       Las Minas del Rey Salomón

       La Ilíada

       Poesía Completa

       Fundamentación de la metafísica de las costumbres

       El Hombre que Pudo Reinar

       El Color que Cayó del Cielo

       El Misántropo

       Ana la de Avonlea

       Ana la de Álamos Ventosos

       Cómo Se Filosofa a Martillazos

       La Celestina

       Edipo Rey

       La Feria de las Vanidades

       Katia

       Tom Sawyer en el Extranjero

       LA PRINCESA DE BABILONIA

       Sonata de Invierno

       Sonata de Primavera

       Los Amotinados de la Bounty

       De la Tierra a la Luna

       Los Primeros Hombres en la Luna

       Francia Combatiente

       Salomé

       El Secreto de la Vida

       El Príncipe Feliz

       Cuentos Completos

       Vindicación de los Derechos de la Mujer

       Una Habitación Propia

       Fin de Viaje

      El Gran Gatsby

      Por

      Francis Scott Fitzgerald

      1

      Cuando yo era más joven y más vulnerable, mi padre me dio un consejo en el que no he dejado de pensar desde entonces.

      «Antes de criticar a nadie», me dijo, «recuerda que no todo el mundo ha tenido las ventajas que has tenido tú».

      Eso fue todo, pero, dentro de nuestra reserva, siempre nos hemos entendido de un modo poco común, y comprendí que sus palabras significaban mucho más. En consecuencia, suelo reservarme mis juicios, costumbre que me ha permitido descubrir a personajes muy curiosos y también me ha convertido en víctima de no pocos pesados incorregibles. La mente anómala detecta y aprovecha enseguida esa cualidad cuando la percibe en una persona corriente, y se dio el caso de que en la universidad me acusaran injustamente de intrigante, por estar al tanto de los pesares secretos de algunos individuos inaccesibles y difíciles. La mayoría de las confidencias no las buscaba yo: muchas veces he fingido dormir, o estar sumido en mis preocupaciones, o he demostrado una frivolidad hostil al primer signo inconfundible de que una revelación íntima se insinuaba en el horizonte; porque las revelaciones íntimas de los jóvenes, o al menos los términos en que las hacen, por regla general son plagios y adolecen de omisiones obvias. No juzgar es motivo de esperanza infinita. Todavía creo que perdería algo si olvidara que, como sugería mi padre con cierto esnobismo, y como con cierto esnobismo repito ahora, el más elemental sentido de la decencia se reparte desigualmente al nacer.

      Y, después de presumir así de mi tolerancia, me veo obligado a admitir que tiene un límite. Me da lo mismo, superado cierto punto, que la conducta se funde sobre piedra o sobre terreno pantanoso. Cuando volví del Este el otoño pasado, era consciente de que deseaba un mundo en uniforme militar, en una especie de vigilancia moral permanente; no deseaba más excursiones desenfrenadas y con derecho a privilegiados atisbos del corazón humano. La única excepción fue Gatsby, el hombre que da título a este libro: Gatsby, que representaba todo aquello por lo que siento auténtico desprecio. Si la personalidad es una serie ininterrumpida de gestos logrados, entonces había en Gatsby algo magnífico, una exacerbada sensibilidad para las promesas de la vida, como si estuviera conectado a una de esas máquinas complejísimas que registran


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