100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт

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100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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quedaban atrás.

      —¿Os habéis fijado? —preguntó Tom.

      —¿En qué?

      Me miró con intensidad, dándose cuenta de que Jordan y yo lo sabíamos todo.

      —Creéis que soy imbécil, ¿no? —sugirió—. A lo mejor lo soy, pero tengo… A veces tengo un instinto especial que me dice lo que debo hacer. Puede que no lo creáis, pero la ciencia…

      Calló. La situación de emergencia inmediata se le impuso, apartándolo del borde del abismo teórico.

      —He hecho una pequeña investigación sobre el tipo ese —continuó—. Y, si hubiera sabido, habría profundizado más.

      —¿Quieres decir que has ido a una médium? —preguntó Jordan de broma.

      —¿Cómo? —nos miraba confundido mientras reíamos—. ¿Una médium?

      —A preguntarle por Gatsby.

      —¡Gatsby! No, no he ido. He dicho que he hecho una pequeña investigación sobre su pasado.

      —Y has descubierto que estudió en Oxford —dijo Jordan, colaborando.

      —¡Oxford! —exclamó, incrédulo—. ¡Qué estupidez! ¡Y lleva un traje rosa!

      —Pero ha estudiado en Oxford.

      —En Oxford, Nuevo México —Tom lanzó un bufido de desprecio—, o en algún sitio por el estilo.

      —Dime, Tom. Si eres tan esnob, ¿por qué lo has invitado a comer? —preguntó Jordan de mal humor.

      —Lo ha invitado Daisy: lo conoció antes de casarnos. ¡Dios sabe dónde!

      Ahora los tres estábamos irritables porque pasaban los efectos de la cerveza y, dándonos cuenta, viajamos un rato en silencio. Cuando aparecieron al fondo de la carretera los ojos descoloridos del doctor T. J. Eckleburg, recordé el aviso de Gatsby sobre la gasolina.

      —Tenemos suficiente para llegar a la ciudad —dijo Tom.

      —Pero hay ahí mismo una estación de servicio —objetó Jordan—. No quiero quedarme parada en este horno.

      Tom, impaciente, usó los dos frenos a la vez y nos deslizamos hasta un rincón árido y polvoriento bajo el letrero donde se leía Wilson. Al cabo de unos segundos el propietario surgió del interior del garaje y lanzó una mirada vacía al coche.

      —¡Gasolina! —gritó Tom, brutal—. ¿Para qué cree que hemos parado? ¿Para admirar el paisaje?

      —Estoy enfermo —dijo Wilson sin moverse—. Llevo enfermo todo el día.

      —¿Qué le pasa?

      —Estoy agotado.

      —Bueno, ¿me sirvo yo? —preguntó Tom—. Por teléfono parecía estar perfectamente.

      Wilson dejó con esfuerzo la sombra y el apoyo de la puerta y, respirando con dificultad, quitó el tapón del depósito. A la luz del sol tenía la cara verde.

      —No era mi intención molestarlo durante el almuerzo —dijo—. Pero necesito dinero rápido y quería saber qué piensa hacer con su coche viejo.

      —¿Le gusta éste? —preguntó Tom—. Lo compré la semana pasada.

      —Es estupendo, amarillo —dijo Wilson, mientras se afanaba con la manivela del surtidor.

      —¿Quiere comprarlo?

      —Es demasiado —Wilson sonrió débilmente—. No, pero al otro podría sacarle algún dinero.

      —¿Y para qué necesita dinero con tanta urgencia?

      —Llevo aquí demasiado tiempo. Quiero irme. Mi mujer y yo queremos irnos al Oeste.

      —Su mujer quiere irse —exclamó Tom, muy sorprendido.

      —Lleva hablando de eso diez años —se apoyó un instante en el surtidor, protegiéndose los ojos del sol—. Y ahora se va a ir quiera o no quiera. Me la pienso llevar.

      El cupé nos pasó a toda velocidad con un torbellino de polvo y el centelleo de una mano que saludó.

      —¿Cuánto le debo? —preguntó Tom con voz desagradable.

      —He notado algo raro estos últimos días —señaló Wilson—. Por eso me quiero ir. Y por eso lo he molestado con lo del coche.

      —¿Cuánto le debo?

      —Un dólar veinte.

      El calor despiadado empezaba a aturdirme y me sentí mal unos segundos hasta que comprendí que Wilson no sospechaba de Tom. Había descubierto que Myrtle llevaba algún tipo de vida al margen del matrimonio, en otro mundo, y el golpe lo había puesto físicamente enfermo. Miré a Wilson y luego a Tom, que había hecho un descubrimiento paralelo una hora antes, y se me ocurrió que no existe diferencia entre los hombres, ni de inteligencia ni de raza, tan profunda como la diferencia entre los enfermos y los sanos. Wilson estaba tan enfermo que parecía culpable, imperdonablemente culpable, como si acabara de dejar embarazada a una pobre chica.

      —Le venderé el coche —dijo Tom—. Se lo mandaré mañana por la tarde.

      Aquel sitio tenía siempre algo inquietante, incluso a la luz clara de la tarde, y volví la cabeza como si me hubieran avisado de que algo acechaba a mi espalda. Sobre los montones de ceniza los ojos gigantescos del doctor T. J. Eckleburg seguían vigilantes, pero, al cabo de un momento, me di cuenta de que otros ojos nos miraban con especial intensidad a menos de seis metros de distancia.

      En una de las ventanas de la planta superior del garaje las cortinas se habían movido, entreabriéndose, y Myrtle Wilson miraba hacia el coche. Estaba tan absorta que no era consciente de que la observaban, y una emoción tras otra aparecían en su cara como objetos en una foto que se va revelando despacio. Su expresión era curiosamente familiar: era una expresión que yo había visto muchas veces en caras de mujeres, pero que en la cara de Myrtle parecía gratuita e inexplicable hasta que descubrí que sus ojos, de par en par por el terror de los celos, no se clavaban en Tom, sino en Jordan Baker, a la que había tomado por su mujer.

      No hay confusión parecida a la confusión de una mente simple y, mientras nos alejábamos, Tom sentía los latigazos del pánico. Su mujer y su amante, hasta hacía una hora seguras y sin mancha, escapaban precipitadamente de su control. El instinto lo llevaba a pisar el acelerador con el doble propósito de adelantar a Daisy y dejar atrás a Wilson, y corrimos hacia Astoria a ochenta kilómetros por hora hasta que, entre los pilares como patas de araña del tren elevado, vimos el cupé azul que circulaba sin prisa.

      —Los cines grandes de la calle Cincuenta están refrigerados —sugirió Jordan—. Me encanta Nueva York en las tardes de verano cuando no hay nadie. Tienen algo muy sensual, como de fruta madura, como si fueran a caernos en las manos todo tipo de frutas exóticas.

      La palabra «sensual» tuvo el efecto de inquietar aún más a Tom, pero antes de que pudiera inventar una protesta el cupé se detuvo, y Daisy nos indicó que paráramos a su lado.

      —¿Adónde vamos? —gritó.

      —¿Nos metemos en un cine?

      —Hace demasiado calor —se quejó Daisy—. Meteos vosotros. Nosotros daremos una vuelta y luego os veremos —con un esfuerzo su ingenio levantó ligeramente el vuelo—. Nos encontraremos en cualquier esquina. Yo seré el hombre que esté fumando dos cigarrillos.

      —Aquí no podemos hablarlo —dijo Tom con impaciencia, y en ese momento, detrás de nosotros, un camión pitó irritado—. Seguidme hasta la zona sur de Central Park, frente al Plaza.

      Varias veces Tom se volvió a mirar su coche, y cuando el tráfico los obligaba a rezagarse disminuía la velocidad hasta que volvía a verlos. Creo que temía que tomaran una calle lateral y salieran de su vida para siempre.

      Pero no lo hicieron. Y todos acabamos dando


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