100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт

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100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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allí, junto a un arroyo, me tumbé durante unas horas y descansé, hasta que sentí las punzadas del hambre y la sed. Esto me obligó a levantarme y abandonar mi sueño, y comí algunos frutos del bosque que encontré colgando de los árboles o tirados por el suelo. Sacié mi sed en el arroyo; y luego, volviéndome a tumbar, me embargó el sueño. Ya era de noche cuando me desperté; también sentí frío, y se puede decir que instintivamente casi me asusté al descubrirme completamente solo. Antes de abandonar vuestros aposentos, como tuve sensación de frío, me había cubierto con algunas ropas; pero eran insuficientes para protegerme de los rocíos de la noche. Era un pobre desgraciado, indefenso y miserable. Ni sabía ni podía comprender nada; pero sintiendo que el dolor invadía todo el cuerpo, me senté y lloré.

      Poco después, una hermosa luz fue cubriendo los cielos poco a poco y tuve una sensación de placer. Me levanté y observé una brillante esfera que se elevaba entre los árboles. La miré maravillado. Se movía lentamente; pero iluminaba mi camino, y de nuevo fui a buscar frutos. Todavía estaba aterido cuando, bajo uno de los árboles, encontré una enorme capa con la cual me cubrí, y me senté en la tierra. No había ideas claras en mi mente; todo me resultaba confuso. Sentía la luz, el hambre, la sed y la oscuridad; innumerables sonidos tintineaban en mis oídos, y por todas partes me llegaban distintos olores; lo único que podía distinguir era la luna brillante, y clavé mis ojos en ella con placer. Transcurrieron varios días y noches, y la esfera de la noche ya había menguado mucho cuando comencé a distinguir unas sensaciones de otras. Poco a poco empecé a discernir con facilidad el arroyo claro que me proporcionaba el agua y los árboles que me cubrían con su follaje. Me encantó descubrir por vez primera aquel sonido tan agradable que a menudo halagaba mis oídos, y que procedía de las gargantas de pequeños animales alados que a menudo la luz de mis ojos descubría. También comencé a ver con más precisión las formas que me rodeaban y a comprender las horas de la radiante luz que se derramaba sobre mí. A veces intentaba imitar las agradables canciones de los pájaros, pero me resultaba imposible. A veces deseaba expresar mis sensaciones a mi modo, pero el sonido desagradable e incomprensible que salió de mi garganta me aterró y me devolvió de nuevo al silencio.

      La luna había desaparecido de la noche y se volvió a mostrar de nuevo con una forma más pequeña mientras yo aún vivía en el bosque. Por aquel entonces mis sensaciones habían llegado a ser ya bastante claras y mi mente todos los días concebía nuevas ideas. Mis ojos empezaron a acostumbrarse a la luz y a percibir los objetos con sus formas precisas: ya distinguía a los insectos de las plantas y, poco a poco, unas plantas de otras. Descubrí que los gorriones apenas cantaban, salvo unas notas toscas, mientras que las de los mirlos eran dulces y encantadoras. Un día, cuando me hallaba aterido de frío, encontré un fuego que habían abandonado algunos mendigos vagabundos y me embargó un gran placer cuando sentí su calor. En mi alegría, alargué mi mano hacia las brasas vivas, pero rápidamente la aparté con un grito de dolor. Qué extraño, pensé, que la misma causa produjera al mismo tiempo efectos tan contrarios. Estudié con detenimiento la composición del fuego y, para mi alegría, descubrí que salía de la madera. Rápidamente recogí algunas ramas, pero estaban húmedas y no prendieron. Me quedé triste por esto y volví a sentarme para ver cómo funcionaba el fuego. La madera húmeda que había dejado cerca se fue secando y luego empezó a arder. Pensé en aquello; y tocando las distintas ramas, descubrí la causa y me ocupé de recoger una gran cantidad de madera que yo podría secar y así tendría mucha reserva para el fuego. Cuando vino la noche y con ella trajo el sueño, tuve mucho miedo de que mi fuego pudiera apagarse. Lo cubrí cuidadosamente con madera seca y hojas, y luego puse más ramas húmedas; y luego, extendiendo en el suelo mi capa, me tumbé y caí dormido. Por la mañana me desperté, y mi primera preocupación fue ver cómo estaba el fuego. Lo descubrí y una leve brisa lo avivó y lo prendió. También me fijé en eso y formé un abanico con ramas para avivar las brasas cuando estuvieran a punto de apagarse. Cuando vino la noche otra vez, vi con placer que el fuego daba luz además de calor; y el descubrimiento de este detalle me fue de mucha utilidad también a la hora de comer, porque vi que algunos restos de carne que los viajeros abandonaban habían sido asados y resultaban mucho más sabrosos que los frutos del bosque que yo recogía. Así pues, intenté preparar mi comida de la misma manera, poniéndola en las brasas vivas. Descubrí que los frutos se echaban a perder, pero las nueces mejoraban mucho. La comida, de todos modos, comenzó a escasear y a menudo pasaba todo el día buscando en vano algunas bellotas con las que calmar las punzadas del hambre. Cuando vi que ocurría esto, decidí abandonar el lugar en el que había vivido hasta entonces y buscar otro en el que pudiera satisfacer con más facilidad las pocas necesidades que tenía. Al emprender este viaje, lamenté muchísimo la pérdida de mi hoguera. La había conseguido por medios ajenos y no sabía cómo volverla a hacer. Pensé seriamente en este contratiempo durante varias horas, pero me vi obligado a renunciar a cualquier intento de hacer otra; y, envolviéndome en mi capa, atravesé el bosque y me dirigí hacia donde se pone el sol. Pasé tres días vagando por aquellos caminos y al final encontré el campo abierto. La noche anterior había caído una gran nevada, y los campos estaban blancos y sin hollar; todo parecía desolado, y de pronto comprobé que aquella sustancia blanca que cubría los campos me estaba congelando los pies. Eran alrededor de las siete de la mañana y yo solo suspiraba por conseguir un poco de comida y abrigo. Al final vi una pequeña cabaña que sin duda había sido construida para acoger a algún pastor. Aquello era nuevo para mí, y estudié la estructura de la cabaña con gran curiosidad. Encontré la puerta abierta, y entré. Había un anciano allí sentado, cerca de la chimenea sobre la cual estaba preparándose el desayuno. Se volvió al oír el ruido y, al verme, dio un fuerte alarido y, abandonando la cabaña, huyó corriendo por los campos con una velocidad de la que nadie lo hubiera creído capaz a juzgar por su frágil figura. Su huida me sorprendió un tanto, pero yo estaba encantado con la forma de aquella cabaña. Allí no podían penetrar ni la nieve ni la lluvia; el suelo estaba seco; y aquello me parecía un refugio tan excelente y maravilloso como les pareció el Pandemónium a los señores del infierno después de asfixiarse en el lago de fuego. Devoré con avidez los restos del desayuno del pastor, que consistían en pan, queso, leche y vino del Rin… pero esto último, de todos modos, no me gustó. Entonces me invadió el cansancio, me tumbé sobre un poco de paja, y me dormí.

      Ya era mediodía cuando me desperté; y, animado por el calor del sol, decidí reemprender mi viaje; y, colocando los restos del desayuno del campesino en un zurrón que encontré, continué avanzando por los campos durante varias horas, hasta que llegué a una aldea al atardecer. ¡Me pareció un verdadero milagro…! Las cabañas, las casitas y las granjas, tan ordenadas, y las casas de los hacendados, unas tras otras, suscitaron toda mi admiración. Las verduras en los huertos y la leche y el queso que vi colocados en las ventanas de algunas granjas me cautivaron. Entré en una de las mejores casas, pero apenas había puesto el pie en la puerta cuando los niños comenzaron a gritar y una de las mujeres se desmayó. Todo el pueblo se alarmó: algunos huyeron; otros me atacaron, hasta que gravemente magullado por las piedras y otras muchas clases de armas arrojadizas, pude escapar a campo abierto y, aterrorizado, me escondí en un pequeño cobertizo, completamente vacío y de aspecto miserable, comparado con los palacios que había visto en la aldea. Aquel cobertizo, sin embargo, estaba contiguo a una casa de granjeros que parecía muy cuidada y agradable, pero después de mi última experiencia, que tan cara me había costado, no me atreví a entrar en ella. El lugar de mi refugio se había construido con madera, pero el techo era tan bajo que solo con mucha dificultad podía permanecer sentado allí dentro. De todos modos, no había madera en el suelo, como en la casa, pero estaba seco; y aunque el viento se colaba por innumerables rendijas, me pareció una buena protección contra la nieve y la lluvia. Así pues, allí me metí y me tumbé, feliz de haber encontrado un refugio ante las inclemencias de la estación y, sobre todo, ante la barbarie del hombre.

      CAPÍTULO 2

      Tan pronto como despuntó la mañana, salí arrastrándome del refugio para ver la casa cercana y comprobar si podía permanecer en la guarida que había encontrado. Mi cobertizo estaba situado en la parte trasera de la casa y rodeado a ambos lados por una pocilga y una charca de agua limpia. También había una parte abierta, por la que yo me había arrastrado para entrar; pero entonces cubrí con piedras y leña todos los resquicios por los que pudieran descubrirme, y lo hice de tal modo que podía moverlo


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