100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт

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100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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humana. Pero aquel libro presentaba nuevas y formidables situaciones. Leí historias de hombres que se dedicaban a gobernar los asuntos públicos o a masacrar a sus semejantes. Sentí que crecía en mí una gran pasión por la virtud y un aborrecimiento por el vicio, al menos en la medida en que yo comprendía el significado de aquellos términos, relativos únicamente al placer y al dolor, pues en ese sentido los aplicaba. Movido por aquellos sentimientos, desde luego acabé admirando a los legisladores pacíficos, como Numa, Solón y Licurgo, más que a Rómulo y Teseo. La vida familiar de mis protectores consiguió que aquellas impresiones quedaran firmemente arraigadas en mi mente; si mi primer encuentro con la humanidad hubiera sido junto a un joven soldado que ardiera en deseos de gloria y sacrificio, podría haber quedado imbuido por diferentes sentimientos.

      Pero el Paraíso perdido despertó emociones distintas y bastante más profundas. Lo leí, como había leído los otros libros que habían caído en mis manos, como una historia verdadera. Sacudió en mí todos los sentimientos de asombro y veneración que era capaz de despertar la descripción de un Dios omnipotente combatiendo contra sus criaturas. A menudo comparaba distintas situaciones conmigo mismo, porque su similitud me sobrecogía. Como Adán, yo fui creado aparentemente tal y como era, pero no estaba unido por lazo alguno a ningún otro ser vivo; y su situación era diferente de la mía en otros muchos aspectos. Él había nacido de las manos de Dios como una criatura perfecta, feliz, próspera, y protegida por el amor incondicional de su creador. Se le permitía hablar y adquirir conocimientos de los seres de naturaleza superior; pero yo era un desgraciado, y me encontraba indefenso y solo. Muchas veces pensaba que en realidad pertenecía a la estirpe de Satán; porque a menudo, como él, cuando veía la dicha de mis protectores, la amarga bilis de la envidia me invadía por dentro.

      Otra circunstancia reforzó y confirmó aquellos sentimientos. Poco después de que llegara al cobertizo, descubrí algunos papeles en el bolsillo de las ropas que había cogido de vuestro estudio. Al principio no les había prestado atención; pero ahora que ya era capaz de descifrar los signos en los que estaban escritos, comencé a estudiarlos con interés. Era vuestro diario de los cuatro meses que precedieron a mi creación. Vos describíais minuciosamente en aquellos papeles cada paso que dabais en el proceso de vuestro trabajo; esa historia estaba mezclada con algunos apuntes de cuestiones familiares. Sin duda recordáis esos papeles. Aquí están. En ellos se relata todo lo concerniente a mi origen maldito; todos los detalles de aquella serie de repulsivas circunstancias que lo hicieron posible están ahí, a la vista. La minuciosísima descripción de mi odiosa y asquerosa persona se ofrece en un lenguaje que describe vuestros propios horrores y ha convertido los míos en una cicatriz imborrable. Enfermaba a medida que lo leía. «¡Odioso el día en el que se me dio la vida!», grité desesperado. «¡Maldito Creador! ¿Por qué disteis forma a un monstruo tan espantoso que incluso vos mismo me disteis la espalda asqueado? Dios, en su piedad, hizo al hombre hermoso y atractivo. Yo soy más odioso a la vista que las amargas manzanas del infierno al gusto. Satán tenía compañeros, otros demonios que lo admiraban y lo animaban; pero yo estoy solo y todo el mundo me detesta.»

      Esas eran mis reflexiones en mis horas de abatimiento y soledad; pero cuando contemplaba las virtudes de los granjeros, su amable y bondadoso carácter, me convencía de que cuando conocieran mi admiración por sus virtudes, tendrían piedad de mí y pasarían por alto la deformidad de mi persona. ¿Serían capaces de cerrarle la puerta a un ser que, aun siendo monstruoso, imploraba su compasión y amistad? Decidí al menos no desesperar, sino prepararme en todos los sentidos para afrontar un encuentro que decidiría mi destino. Pospuse aquella tentativa algunos meses más, porque la importancia de salir con bien de aquella situación me inspiraba un horrible temor a fracasar. Además, descubrí que mi comprensión mejoraba tanto con las experiencias de cada día que no deseaba afrontar aquella empresa hasta que no transcurrieran algunos meses más y adquiriera más conocimientos.

      Mientras tanto, varios cambios tuvieron lugar en la casa. La presencia de Safie irradiaba felicidad entre los moradores, y yo también descubrí que allí reinaba una mayor abundancia. Felix y Agatha empleaban más tiempo divirtiéndose y conversando y algunos criados les ayudaban en sus labores. No parecían ricos, pero estaban contentos y felices. Estaban tranquilos y en paz, mientras yo me sentía cada día más miserable. El hecho de aumentar mis conocimientos solo conseguía mostrarme más claramente que era un monstruo proscrito. Yo abrigaba una esperanza, es cierto, pero se desvanecía cuando veía mi imagen reflejada en el agua o incluso cuando observaba mi sombra a la luz de la luna. Intenté apartar aquellos temores y fortalecerme para la prueba que tenía previsto llevar a cabo en el plazo de breves meses; y algunas veces permitía que mis pensamientos, sin el freno de la razón, vagaran por los jardines del Paraíso, y me atrevía a imaginar seres amables y encantadores que comprendían mis sentimientos y consolaban mi tristeza. Sus rostros angelicales me ofrecían sonrisas de compasión. Pero todo era un sueño. No había ninguna Eva que mitigara mis penas ni compartiera mis pensamientos. Estaba solo. Recordé las súplicas de Adán a su creador, pero… ¿dónde estaba el mío? Me había abandonado, y con toda la amargura de mi corazón, lo maldije.

      Así transcurrió el otoño. Vi, con sorpresa y temor, que las hojas amarilleaban y caían, y la naturaleza de nuevo adquiría el aspecto mortecino y desolado que tenía cuando por vez primera vi los bosques y la adorable luna. No me importaban los rigores del tiempo. Por mi constitución, estoy más preparado para sufrir el frío que el calor. Pero mis únicas alegrías consistían en ver las flores y los pájaros, y todas las galas del verano; cuando se me privó de todo aquello, volví la mirada a los granjeros. Su felicidad no había disminuido por el adiós del verano. Se querían y se comprendían, y sus alegrías, que dependían de las de los otros, no se interrumpían por los acontecimientos que ocasionalmente ocurrían a su alrededor. Cuanto más los observaba, mayor era mi deseo de suplicarles protección y comprensión. Mi corazón anhelaba que aquellas encantadoras personas me conocieran y me quisieran, y que sus dulces miradas se dirigieran a mí con compasión. No me atrevía a pensar que pudieran volverme la espalda con desprecio u horror. A los pobres que se detenían y llamaban a su puerta nunca se les despedía. Es verdad que yo iba a pedir tesoros más preciosos que un poco de pan o un lugar para descansar. Iba a pedir comprensión y cariño, y no creía que pudiera ser absolutamente indigno de ello.

      CAPÍTULO 7

      El invierno adelantaba y, desde que desperté a la vida, ya se había cumplido todo un ciclo de estaciones. En aquel entonces mi atención estaba únicamente centrada en mi plan para presentarme en casa de mis protectores. Le di mil vueltas a innumerables planes, pero lo que finalmente decidí fue entrar en su hogar cuando el anciano ciego estuviera solo. Yo era lo suficientemente inteligente para saber que la fealdad anormal de mi persona había sido el principal motivo de horror para aquellos que me habían visto antes. Mi voz, aunque desagradable, no tenía nada de terrible. Así pues, pensé que si podía ganarme la benevolencia del anciano De Lacey, en ausencia de sus hijos, podría tal vez de ese modo conseguir que mis jóvenes protectores me aceptaran.

      Un día, cuando el sol brillaba sobre las hojas rojas que alfombraban la tierra y esparcía alegría aunque negaba el calor, Safie, Agatha y Felix salieron a dar un largo paseo por el campo, y el anciano, por su propio gusto, se quedó solo en la casa. Cuando sus hijos se marcharon, él cogió su guitarra y tocó varias canciones tristes y dulces, más dulces y tristes que todas las que le había oído tocar hasta entonces. Al principio su rostro parecía iluminado de placer, pero, a medida que cantaba, fue adquiriendo un gesto meditabundo y apesadumbrado; luego apartó el instrumento y se quedó absorto en sus pensamientos.

      Mi corazón latía muy deprisa. Era la hora y el momento definitivo, en el que se decidirían mis esperanzas. Los criados se habían ido a una fiesta que se celebraba en la vecindad. Todo estaba en silencio, en el interior y alrededor de la casa. Era una ocasión excelente; sin embargo, cuando iba a ejecutar mi plan, me fallaron las piernas y me derrumbé en tierra. Me levanté de nuevo y, reuniendo todo el valor del que fui capaz, aparté los maderos que había colocado delante de mi cobertizo para ocultarme. El aire fresco me reanimó, y con renovada determinación me aproximé a la puerta de la casa. Llamé.

      —¿Quién es? —preguntó el anciano—. Adelante…

      Entré.

      —Perdone


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