100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт

Читать онлайн книгу.

100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


Скачать книгу
vestido es a cuadros azules y blancos —aclaró Dorothy, alisándose algunas arrugas.

      —Eres bondadosa en ese detalle —dijo Boq—. El azul es el color de los Munchkins, y el blanco el de las brujas. Por eso sabemos que eres una bruja buena.

      Dorothy no supo qué decir, pues todos parecían creerla una bruja, y ella sabía perfectamente bien que era sólo una niña común a la que un ciclón había arrebatado para depositarla allí por pura casualidad.

      Cuando ella se cansó de observar a los bailarines, Boq la condujo a la casa, donde le destinó un bonito cuarto con una cama. Las sábanas eran de tela celeste, y Dorothy durmió entre ellas hasta la mañana, con Toto acurrucado a sus pies.

      Comió entonces un abundante desayuno y se entretuvo observando a un diminuto niñito Munchkins que jugaba con Toto, le tiraba de la cola y reía a más y mejor. Toto era algo muy curioso para toda aquella gente, que jamás habían visto un perro hasta entonces.

      —¿Queda muy lejos la Ciudad Esmeralda? —preguntó la niña.

      —No lo sé; nunca he estado allá —repuso Boq con gravedad—. No conviene que la gente se acerque a Oz, a menos que tenga algún asunto serio que tratar con él. Pero la Ciudad Esmeralda está muy lejos y el viaje te llevará muchos días, y aunque esta región es fértil y agradable, tendrás que pasar por lugares feos y peligrosos antes de llegar al final de tu viaje.

      Esto preocupó un tanto a Dorothy, pero comprendió que sólo el Gran Oz podría ayudarla a volver a Kansas, de modo que tomó la valiente resolución de no volverse atrás.

      Se despidió de sus amigos y de nuevo partió por el camino de ladrillos amarillos. Cuando hubo andado varios kilómetros pensó que debía detenerse a descansar, de modo que trepó a lo alto de la cerca que corría a la vera del camino y allí se sentó. Más allá de la valla se extendía un gran sembrado de maíz, y no muy lejos de donde se hallaba ella vio a un espantapájaros colocado sobre un poste a fin de mantener alejadas a las aves que querían comerse el grano maduro.

      Apoyando la barbilla en la mano, la niña miró con interés al espantapájaros, observando que su cabeza era un saco pequeño relleno de paja, con ojos, nariz y boca pintados para representar la cara. Un viejo sombrero cónico, sin duda de algún Munchkin, descansaba sobre su cabeza, y el resto de su figura lo constituía un traje azul claro, viejo y descolorido, al que también habían rellenado de paja. Por pies tenía un par de viejas botas con adornos celestes, tal como las que usaban todos los hombres de la región, y todo el muñeco se elevaba por sobre el sembrado gracias al palo que le atravesaba la espalda.

      Mientras Dorothy miraba con gran interés la extraña cara pintada del espantapájaros, se sorprendió al ver que uno de los ojos le hacía un lento guiño. Al principio creyó haberse equivocado, pues ningún espantapájaros de Kansas puede hacer guiñadas, pero a poco el muñeco la saludó amistosamente con un movimiento de cabeza. La niña descendió entonces de la cerca y fue hacia él, mientras que Toto daba vueltas alrededor del poste ladrando sin cesar.

      —Buenos días —dijo el Espantapájaros con voz algo ronca.

      —¿Hablaste? —preguntó la niña, muy extrañada.

      —Claro. ¿Cómo estás?

      —Muy bien, gracias —repuso cortésmente Dorothy—. ¿Y cómo estás tú?

      —No muy bien —sonrió el Espantapájaros—; es muy aburrido estar colgado aquí noche y día para espantar a los pájaros.

      —¿No puedes bajar?

      —No, porque tengo el poste metido en la espalda. Si me hicieras el favor de sacar esta madera, te lo agradeceré muchísimo.

      Dorothy levantó los brazos y retiró el muñeco del poste, pues, como estaba relleno de paja, no pesaba casi nada.

      —Muchísimas gracias —le agradeció el Espantapájaros cuando ella lo hubo colocado sobre el suelo—. Me siento como un hombre nuevo.

      La niña estaba intrigada; le parecía muy raro oír hablar a un muñeco de paja y verlo moverse y caminar a su lado.

      —¿Quién eres? —preguntó el Espantapájaros una vez que se hubo desperezado a gusto—. ¿Y hacia dónde vas?

      —Me llamo Dorothy y voy a la Ciudad Esmeralda para pedir al Gran Oz que me mande de regreso a Kansas.

      —¿Dónde está la Ciudad Esmeralda? —inquirió él—. ¿Y quién es Oz?

      —¿Cómo? ¿No lo sabes?

      —De veras que no. No sé nada. Como ves, estoy relleno de paja, de modo que no tengo sesos —manifestó él en tono apenado.

      —¡Oh! Lo siento por ti.

      —¿Te parece que si voy contigo a la Ciudad Esmeralda, ese Oz me dará un cerebro? —preguntó él.

      —No lo sé, pero puedes venir conmigo si quieres. Si Oz no te da un cerebro, no estarás peor de lo que estás ahora.

      —Eso es verdad —asintió el muñeco, y en tono confidencial continuó—: Te diré, no me molesta tener el cuerpo relleno de paja, porque así no me hago daño con nada. Si alguien me pisa los pies o me clava un alfiler en el pecho, no tiene importancia porque no lo siento; pero no quiero que la gente me tome por tonto, y si mi cabeza sigue rellena de paja en lugar de tener sesos, como los tienes tú, ¿cómo voy a saber nunca nada?

      —Te comprendo perfectamente —asintió la niña, que realmente lo compadecía—. Si me acompañas, pediré a Oz que haga lo que pueda por ti.

      —Gracias.

      Ambos marcharon hacia el camino, Dorothy le ayudó a saltar la cerca y juntos echaron a andar por la carretera amarilla en dirección a la Ciudad Esmeralda.

      Al principio, a Toto no le agradó el nuevo acompañante. Dio vueltas alrededor del muñeco sin dejar de husmearlo como si sospechara que entre la paja había varios nidos de ratones, y a menudo gruñía de manera muy poco amistosa.

      —No le hagas caso a Toto —dijo Dorothy a su nuevo amigo—. Nunca muerde.

      —No tengo miedo —fue la respuesta—. A la paja no le puede hacer daño. Ahora permite que te lleve la cesta; no me molestará, pues nunca me canso. —Y mientras continuaban la marcha agregó—: Te confiaré un secreto: hay una sola cosa a la que temo en el mundo.

      —¿Y qué puede ser? —preguntó Dorothy—. ¿Es el granjero Munchkin que te hizo?

      —No —reposo el Espantapájaros—. Sólo le temo al fuego.

      CAPÍTULO 4

      EL CAMINO DEL BOSQUE

      Luego de andar varias horas llegaron a una parte del camino que se hallaba en mal estado y les resultó tan difícil caminar que el Espantapájaros tropezaba a menudo contra los ladrillos que eran allí desiguales y estaban algo flojos. En ciertos sectores se los veía rotos y en otros faltaban totalmente, dejando en su lugar agujeros que Toto salvaba de un salto y a los que Dorothy esquivaba ágilmente. En cuanto al Espantapájaros, como no tenía cerebro, seguía marchando en línea recta, de modo que se metía en los agujeros y caía de bruces sobre los duros ladrillos. Empero, eso no le hacía daño, y Dorothy lo levantaba y lo ponía de nuevo en pie, mientras que él se reía de su propia torpeza.

      Las granjas de aquellos lugares no estaban tan cuidadas como las del lugar del que habían partido. Había menos casas y menos árboles frutales, y cuanto más avanzaban tanto más lúgubre y solitaria se tornaba la región.

      Al mediodía se sentaron a la vera del camino, cerca de un arroyuelo, y Dorothy abrió su cesta para sacar un poco de pan, ofreciendo un pedazo a su compañero, quien no lo aceptó.

      —Nunca tengo hambre, y es una suerte que así sea, pues mi boca es sólo una raya pintada —expresó—. Si abriera en ella un agujero para poder comer, se me saldría la paja de que estoy relleno y eso


Скачать книгу