100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт
Читать онлайн книгу.ellos estaban apenados por la pérdida del pobre Espantapájaros.
Marcharon lo más rápido que pudieron, deteniéndose Dorothy sólo para recoger una bonita flor, y al cabo de un tiempo exclamó el Leñador:
—¡Miren!
Al mirar hacia el río vieron al Espantapájaros, muy solitario y triste, colgado de su vara en medio del agua.
—¿Qué podemos hacer para salvarlo? —preguntó Dorothy. El León y el Leñador menearon la cabeza sin saber qué responder. Después se sentaron en la orilla y miraron con pena al Espantapájaros hasta que pasó volando una cigüeña, la que se detuvo al verlos y se posó a descansar al borde del agua.
—¿Quiénes son ustedes y adónde van? —preguntó el ave.
—Yo soy Dorothy —contestó la niña—, y éstos son mis amigos, el Leñador de Hojalata y el León Cobarde. Todos vamos hacia la Ciudad Esmeralda.
—Este no es el camino —manifestó la cigüeña, mientras curvaba el largo cuello para mirar con interés al extraño grupo.
—Ya lo sé —asintió Dorothy—, pero hemos perdido al Espantapájaros y no sabemos cómo rescatarlo.
—¿Dónde está?
—Allá en el río.
—Si no fuera tan grande y pesado, yo podría ir a buscarlo —dijo la cigüeña.
—No pesa casi nada, pues está relleno de paja. Si nos lo traes aquí te estaremos muy agradecidos.
—Bueno, lo intentaré —dijo la cigüeña—. Pero si me resulta demasiado pesado, tendré que dejarlo caer de nuevo al agua.
Así diciendo, levantó vuelo sobre el agua hasta llegar donde se hallaba el Espantapájaros colgado de su vara. Una vez allí, asió al hombre de paja por los brazos y lo llevó de vuelta a tierra, donde Dorothy y sus amigos lo esperaban.
Cuando el Espantapájaros se encontró de nuevo entre ellos, sintióse tan feliz que los abrazó a todos, aun al León y a Toto, Y mientras reanudaban su marcha empezó a cantar con gran alegría.
—Pensé que iba a quedarme para siempre en el río —dijo—, pero me salvó esa cigüeña tan bondadosa. Si llego a obtener mi cerebro volveré a buscarla para pagarle este gran favor.
—No tiene importancia —manifestó la cigüeña, que volaba cerca de ellos—. Me agrada ayudar a quien lo necesita. Pero ahora tengo que irme porque me aguardan mis pichones en el nido. Espero que encuentren la Ciudad Esmeralda y que Oz les ayude.
—Gracias —respondió Dorothy cuando el ave se elevaba más en el aire y partía rauda por los cielos.
Siguieron su marcha entretenidos con el canto de los pájaros y el bello espectáculo de las flores ahora tan abundantes que formaban una tupida alfombra sobre el terreno. Eran pimpollos grandes, amarillos, blancos, azules y purpúreos, y entre ellos crecían profusos montones de amapolas tan rojas que su brillo enceguecía casi a Dorothy.
—¿No son hermosas? —dijo la niña, aspirando la fragancia embriagadora de aquellas flores.
—Supongo que sí —contestó el Espantapájaros—. Cuando tenga cerebro es probable que me gusten más.
—Si yo tuviera corazón sabría apreciarlas —dijo por su parte el Leñador.
—A mí siempre me gustaron las flores —terció el León—, sobre todo porque parecen tan frágiles e indefensas. Pero en el bosque no las hay tan coloridas como éstas.
Cada vez eran más abundantes las amapolas y más escasas las otras flores, y a poco se hallaron en medio de una pradera completamente cubierta de amapolas. Ahora bien, todos saben que cuando hay una gran cantidad de estas flores, el aroma es tan fuerte que cualquiera que lo aspire se queda dormido, y si el durmiente no es trasladado lejos de ese perfume, lo más fácil es que siga durmiendo para siempre. Dorothy ignoraba esto; además, no podía alejarse de las brillantes flores rojas que había por doquier, de modo que no tardó en sentir caer sus párpados y tuvo la urgente necesidad de sentarse a descansar y dormir.
Mas el Leñador no quiso permitírselo.
—Tenemos que darnos prisa y volver al camino amarillo antes de que oscurezca —recomendó, y el Espantapájaros estuvo de acuerdo con él.
Siguieron caminando hasta que Dorothy ya no pudo permanecer de pie. Se le cerraron los ojos sin que pudiera impedirlo, olvidó todo lo que la rodeaba y cayó dormida entre las amapolas.
—¿Qué hacemos ahora? —exclamó el Leñador.
—Si la dejamos aquí se morirá —dijo el León—. El olor de las flores nos está matando a todos. Yo mismo apenas si puedo mantener los ojos abiertos, y el perro ya se ha dormido.
Era verdad; Toto había caído junto a su amita. Pero como el Espantapájaros y el Leñador no eran de carne y hueso, no se sentían molestos por el aroma de las flores.
—Echa a correr —dijo el Espantapájaros al León—. Sal de entre estas flores lo más pronto que puedas. Nosotros nos llevaremos a la niña, pero si te duermes tú, no habrá forma de cargarte, pues eres muy pesado.
Así, pues, el León hizo un esfuerzo por despertar totalmente y echó a correr a todo lo que daban sus patas, perdiéndose de vista en pocos segundos.
—Hagamos una silla con las manos para llevarla —propuso entonces el Espantapájaros.
Sin perder tiempo, recogieron a Toto y lo pusieron sobre el regazo de Dorothy. Luego formaron una silla con sus manos y entre ambos se llevaron a la niña. Marcharon y marcharon sin que pareciera que la gran alfombra de aquellas peligrosas flores terminara nunca. Siguieron la curva del río y al fin encontraron a su amigo el León que yacía dormido entre las amapolas. Las flores habían resultado demasiado potentes para la enorme bestia, la que terminó por rendirse y caer a poca distancia de donde terminaba aquel jardín fatal.
—Nada podemos hacer por él —dijo el Leñador con mucha pena—. Pesa demasiado para levantarlo. Tendremos que dejarlo que duerma aquí para siempre, y quizá sueñe que al fin ha encontrado el valor que tanto ansiaba.
—Lo siento mucho —suspiró el Espantapájaros—. A pesar de ser tan cobarde, era un buen camarada. Pero sigamos adelante.
Llevaron a la dormida Dorothy hasta un bonito sitio junto al río, lo bastante lejos del campo de amapolas como para evitar que siguiera aspirando el fatal perfume. Allí la tendieron con suavidad sobre la hierba y esperaron que la fresca brisa la despertara.
CAPÍTULO 9
LA REINA DE LOS RATONES
—No creo que estemos muy lejos del camino amarillo —comentó el Espantapájaros mientras se hallaba de pie al lado de la niña—. Hemos caminado casi la misma distancia que nos arrastró el río.
El Leñador estaba por responder cuando oyó un gruñido y, volviendo la cabeza, vio a una bestia extraña que avanzaba a saltos hacia ellos. Se trataba de un gran gato montés, y al Leñador le pareció que debía estar persiguiendo a una presa, pues tenía las orejas echadas hacia atrás y su fea boca mostraba una doble hilera de horribles dientes, mientras que sus ojos rojizos relucían como bolitas de fuego. Cuando el animal se acercó más, el hombre de hojalata vio que huía de él un pequeño ratón gris, y aunque carecía de corazón comprendió que estaba mal que el gato montés quisiera matar a un animalito tan inofensivo como aquél.
Por este motivo levantó su hacha y, al pasar el gato por su lado, le asestó un rápido tajo que le cercenó limpiamente la cabeza.
A verse libre de su enemigo, el ratón se detuvo de pronto, giró sobre sí mismo y marchó hacia el Leñador, diciéndole con voz aflautada:
—¡Gracias! ¡Muchas gracias por salvarme la vida!
—Por favor, ni lo menciones siquiera —repuso el Leñador—. La verdad es