Gente que cuenta. Anatxu Zabalbeascoa

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Gente que cuenta - Anatxu Zabalbeascoa


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que me dijo lo del don me espetó un día si no tenía nada mejor que preguntar:

      —Pero a ti qué te cuentan. ¿Cómo puede ser que las hayan violado a todas?

      —Esa es la pregunta: ¿cómo puede ser?

      La poeta colombiana Piedad Bonnett no lloró al hablar de su hijo que se suicidó. Y descubrí que Andrée Putman tenía alzhéimer en medio de la entrevista que le hice en Milán. Su hija lo confirmó al terminar.

      Solo un tipo me puso la mano en la pierna durante una entrevista. Se la quité diciendo que primero el trabajo y luego la juerga. No hubo juerga. Otro se acercó tanto que pensé que buscaba algo parecido. Pero no: quería saber la marca de mi chaqueta. Era arquitecto. Algunas personas terminan la entrevista preguntándote a ti. Otras, invitándote a comer. Algunas, muy pocas, te vuelven a llamar. Y alguna más te propone que escribas un libro sobre ella. Ha habido entrevistas de una hora y otras, lo más habitual, de casi dos. No es fácil que alguien quiera dedicarte tanto tiempo, por eso los perfiles más completos no salen nunca de campañas ni giras de promoción. Rafael Moneo aceptó la entrevista con una condición: que no hubiera prisa, «aunque se necesiten cinco horas», dijo. Y con Richard Rogers pasé todo el día en Londres. Incluso me pidió que lo acompañara al hospital y lo esperara para seguir hablando. Lo mismo sucedió con Patricia Urquiola en Milán. Puedes comer, beber, sentarte o pasear. Pero no debes nunca olvidarte de comprobar la cinta. Con Paul Auster me pasó justo eso: me dejé la grabadora en casa de mi amiga Elena y tuve que coger un taxi en busca de una tienda de electrodomésticos en Brooklyn. La torpeza me costó más de lo que La Vanguardia me pagó por la pieza. Segunda vez que hablo de dinero, un tema tan esencial como pesado para una free lance por años y experiencia que tenga.

      La mayoría de las personas entrevistadas te envían un mensaje o te llaman. No es buena señal que queden muy contentos. Pero cuando entienden tu trabajo y demuestran que lo respetan aceptando preguntas incómodas, se produce uno de los instantes más emocionantes de esta profesión: uno se acerca a otro ser humano como en los momentos importantes de la vida. Muy pocos entrevistados han dado mucho la lata. Alguno más con el retrato que con las preguntas. Alguna que otra ha dudado. Les he pedido siempre fe y casi todos la han tenido. Pocos han querido cambiar respuestas, borrar preguntas incluso. Solo una llamó repetidamente a varios jefes después de que le dijera que ella debía respetar mis preguntas teniendo la libertad de no contestarlas. Sus libros me siguen pareciendo excepcionales.

      Una de las consecuencias lógicas de documentarse antes de preguntar —ver todas las películas, leer todos los libros, escuchar todas las canciones, rebuscar entre las entrevistas más antiguas— es que aprendes a evitar las preguntas que ya están hechas y tratas de hacer la siguiente. Cuando se puede. Pero lo mejor de preparar a fondo las entrevistas es que vences prejuicios. Tras leer sus libros, llegué a entrevistar a Jacobo Siruela convencida de que era un sabio. Y dejé al conde de Siruela envidiando su ligereza. O mejor dicho, nos dejó él. La fotógrafa, el cámara y yo nos quedamos en su casa del campo salmantino y él partió. Se fue a comer. Sandra Hochman quiso que me quedara a dormir en su piso de la 86 de Nueva York. Le prometí que volvería al día siguiente. Y lo hice.

      Algunos entrevistados ofrecen agua. Casi todos, no todos, café o té. Y alguno ha invitado a gin-tonic. Solo uno me dejó la cuenta por pagar. Era el arquitecto más rico de los que he entrevistado jamás. Mary Karr había cocinado scones. Y cuando terminamos, le llevó los que habían sobrado al vigilante del edificio. También en Manhattan, el oncólogo Siddhartha Mukherjee, que ganó el Pulitzer escribiendo la historia del cáncer, no se dio cuenta de que estaba completamente empapada por la lluvia, literalmente goteando, hasta que terminé la entrevista. Estaba preocupado porque tenía que bajar constantemente a poner monedas en el parquímetro. Cuando al terminar me preguntó si me podía ofrecer algo, le pedí una toalla.

      En estos años, he pensado más en el lector que en los entrevistados. He sacrificado una buena pregunta si la respuesta no aportaba. He vencido mi temor a incomodar. También a empatizar. Cuando escuchas a alguien como Miren Arzalluz contar que se pone la ropa de su padre muerto, automáticamente recuerdas la del tuyo, treinta años en el armario. O piensas en los camisones de tu madre con los que duermes. Entonces, por concentrada que estés, se te va la cabeza un segundo, pero vuelves a la vida justamente reconectando la escucha. He encontrado a personas capaces de entender que una pregunta incómoda es una oportunidad para explicarse. Eso es lo que busco como entrevistadora: entender una vida, el hilo de plata del que hablaba Agnes Martin, que invita a tirar de él y termina por explicar la historia.

      Si empecé las entrevistas forzando las preguntas en un taxi, sé que hoy no lo haría. He aprendido que la paciencia da mejores frutos que la urgencia. Quería decirlo por si alguien puede ahorrarse los nervios, los miedos, las prisas y disfrutar del aprendizaje que es hacer hablar a otro.

      Anatxu

      París, junio de 2021

Entrevistas

      

      Mary Karr

      «Mientras eres amable, los hombres te protegen. El minuto en que dejas de serlo, empieza la batalla».

      Su novela El club de los mentirosos marcó un antes y un después en el género de las memorias en Estados Unidos. Tan cruda y dura como desternillante y conmovedora, recrea su infancia con una madre artista frustrada y alcoholizada, y ella y su hermana Lecia escondiendo las llaves del coche para que no se estrelle, mientras su padre se evade bebiendo con sus amigos, los mentirosos. Se ha traducido al castellano su tercera memoria, que da cuenta de su propio alcoholismo, su cura, su transformación en escritora y su encuentro con una fe que es más fe en el ser humano que en ningún dios. Iluminada es, para Karr, su texto más maduro. Y es un viaje a través de la maternidad, la culpa, la literatura, la caridad y el humor.

      En su pequeño, blanco y luminoso apartamento, en el Upper East Side de Nueva York, hay un rincón con cojines: el reclinatorio donde reza a diario. Karr es diminuta: se diría que poco más de cuarenta kilos de fuerza, gracia y desvergüenza que, con sesenta y cuatro años, mantienen la cara de la niña despierta que fue. El escritor Samuel Jackson dijo que nuestra cara habla por nosotros. Pero ella protesta: «Tengo mucho mejor aspecto del que merezco». También dice que está sola y que es más feliz que nunca. No elude ningún tema: ni sus adicciones ni su noviazgo con David Foster Wallace. Ha hecho scones, no como quien prepara el té de las cinco, más bien como quien se los come a mordiscos en el parque: los unta directamente en la mantequilla.

      ¿Qué le dio el valor de rebuscar en una infancia tan difícil?

      Necesitaba el dinero. Acababa de divorciarme. Tenía un niño de cinco años y no tenía coche.

      Su primer libro marcó un antes y un después en el género de las memorias por esa franqueza. ¿Solo se aporta desde la sinceridad?

      Lo que conmueve no tiene por qué ser verdad. Muchas mentiras venden libros. Pero al mentir, cierras la puerta de la verdad. Puedes pensar que mientes en un detalle insignificante. Pero esa elección afecta al todo porque tu mente siempre busca la historia más bonita.

      ¿Tuvo que luchar para no embellecer su infancia?

      Uy, no. Si uno crece en una familia de alcohólicos, sabe que mienten todo el rato. En plan «Ne stoy brrascha» (imita). ¿Sabes? Eso, de niña, me volvía loca. Luego, cuando salí al mundo, estaba tan deprimida, herida y atrapada que empecé terapia con diecinueve años.

      En Iluminada explica cómo un profesor la ayudó.

      Ese profesor no me dijo que necesitaba ayuda, me la buscó. Él y su mujer se inventaban trabajos tontos para poder pagarme y que yo pudiera ir pagando la terapia. Así empecé a cambiar mi vida. Me costó, pero esa terapeuta me dijo que tenía que ir a ver a mi madre y preguntarle por qué había intentado matarme con un cuchillo. Hasta entonces creía a mi madre a pies juntillas cuando decía que si no tuviera hijos, sería más feliz. Claro que no lo hubiera sido.

      La maternidad puede ser una opresión.

      Por


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