Francisco de Asís. Carlos Amigo Vallejo

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Francisco de Asís - Carlos Amigo Vallejo


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a los hombres la salvación en Cristo; llenar todas las manos de justicia y de misericordia. Pero solamente hay un modo de comunicar el Evangelio y de entusiasmar a los hombres con el mensaje: que el evangelizador viva el gozo de sentirse lleno de Jesucristo. No hay otra forma de comunicar el Evangelio que no sea la de llevar al otro la propia experiencia de la fe10.

      Comenzar siempre, perseverar, vivir constantemente, «en penitencia». El Señor le había llevado a la casa de los leprosos para que con ellos tuviera misericordia y, lo que hasta entonces era de gran repugnancia, se convirtió en dulzuras. Era el Espíritu del Señor quien iba guiando a Francisco y transformando, antes en el interior que en el comportamiento externo, a una identificación con el mismo Jesucristo. La lepra era el pecado, aceptar la misericordia, el comienzo y camino para la conversión. Los excluidos de la sociedad se habían metido en el amor de Francisco. El encuentro con los leprosos será la escuela en la que todos los días aprendería a reconocer el don de la piedad con los necesitados.

      Esta era la verdadera conversión: Francisco había nacido de nuevo. No se trataba de pasar de una situación a otra distinta, sino de comenzar una vida de penitencia, desnudo de todas las cosas humanas y revestido del amor de Cristo. No abandonaría a las gentes necesitadas. Saldría a todos los caminos para anunciar el Evangelio con sencillez y humildad. Como el mismo Francisco recuerda, le resultaba amargo ver a los leprosos. El pecado le impedía vencer la repugnancia física para reconocer en ellos a unos hermanos a los que era preciso amar. Si la gracia de la conversión le llevó a practicar la misericordia, Francisco alcanzó misericordia. Servir a los leprosos, llegando incluso a besarlos, no solo fue un gesto de filantropía, una conversión –por decirlo así– «social», sino una auténtica experiencia religiosa, nacida de la iniciativa de la gracia y del amor de Dios: «El Señor –dice– me llevó hasta ellos» (Test 2). Fue entonces cuando la amargura se transformó en «dulzura de alma y de cuerpo»11.

       El altísimo Señor Dios

      Constante aspiración del hombre piadoso es la de poder ver el rostro de Dios, porque esa contemplación del Altísimo conduce al verdadero conocimiento de uno mismo y allí, en la intimidad, hallar el sentido de todas las cosas. Hay que llegar a Dios a través de un camino en el que la percepción libre de la verdad vaya gustando, en cada momento, la presencia del ser al que se busca porque se le ama.

      Francisco, ¿cómo es Dios? Y, más que una definición, el hermano de Asís enseña un camino: Dios es con quien hablo y el que me comprende; la única riqueza de mi pobreza; la sencillez y la paz; quien me llevó a hacer penitencia; es alegría; es el Hermano que me dio hermanos; el Señor a quien contemplo y sirvo en la Iglesia; es el Padre de mi Señor Jesucristo: «En san Francisco todo parte de Dios y vuelve a Dios. Sus alabanzas al Dios altísimo manifiestan un alma en diálogo constante con la Trinidad. Su relación con Cristo encuentra en la Eucaristía su lugar más significativo. Incluso el amor al prójimo se desarrolla a partir de la experiencia y del amor a Dios. Cuando, en el Testamento, recuerda cómo su acercamiento a los leprosos fue el inicio de su conversión, subraya que a ese abrazo de misericordia fue llevado por Dios mismo (cf Test 2)»12.

      No había sido nada fácil el discernimiento acerca de la forma de vida que Dios quería para él y para los hermanos penitentes. Muchas eran las noches en vigilia en las que el bienaventurado Francisco preguntaba al Señor acerca de lo que debía seguir y hacer, consciente de los riesgos que llevaba consigo esta aventura del Espíritu, pero siempre y poniéndose continuamente en las manos de aquel que le llamaba a ser pobre entre los pobres.

      «Los pensamientos de Dios no son los pensamientos de los hombres», había leído Francisco. Así que solamente había un camino: escuchar al altísimo Señor. No se trataba de razonar y ver ventajas y riesgos de los pasos que se iban a dar, sino de actuar en coherencia con la fe que se le había dado. Era el buen Dios el que le llamaba para que siguiera las huellas que el Señor Jesucristo había dejado a su paso por la tierra. Así le quería el Padre: como a su hijo Jesucristo. Y de este modo lo expresaba en pocas y sencillas palabras, como escribe en la Regla. Para realizar con sinceridad esta búsqueda y discernimiento, Francisco había comprendido que solamente podía llegar hasta Dios si Dios le llevaba de la mano, pero teniendo en cuenta que ello era para servir a todos los hombres, que eran objeto del amor redentor de Jesucristo.

      Y hablar continuamente con Dios, porque solamente en Él, que es la fuente de la luz, se podía encontrar aquella lámpara que guiara en el camino a los nuevos hermanos. Se consultaría también a personas de buen espíritu, como la virgen Clara, que vivía en contemplación permanente del misterio de Dios. Ver y sopesar los acontecimientos, las circunstancias históricas en las que vivían los hombres, pero interpretarlo y juzgarlo a la luz de la palabra de Dios. Este era el mejor de todos los criterios: lo que Dios Padre quería para sus hijos. Y todo ello debía hacerse sin angustia ni miedo, pues el trato con Dios no tiene amargura (Sab 8,16). Que la paz proviene del Espíritu de Dios, que produce tranquilidad interior, sin que ello suponga indiferencia y querer huir de toda preocupación y responsabilidad. Francisco tenía en su mano el mejor de todos los instrumentos para discernir y someterse a la voluntad de Dios: la fe. Aceptar que el Altísimo se haya manifestado en Jesucristo. Él era el camino, la verdad y la vida. Él era la luz y la meta a conseguir: hacer en todo la voluntad del Padre.

      ¡Mi Dios y mi todo! Dios, siempre Dios. Lo más admirado y querido. Lo más grande y el que está más cerca. El misterio más insondable y la sabiduría que llena de luz la creación entera. En las alabanzas al Dios altísimo, Francisco manifestaba todo lo que sentía sobre la grandeza y la compañía del Señor. El gozo de saberse junto a Él, de estar seguro de que caminaba por el sendero que Dios le había trazado. No tenía que buscar más: Dios había encontrado a Francisco y el Pobre de Asís lloraba de alegría al pensar en la bondad del Dios Padre.

      Esa proximidad de Dios colmaba de gozo su espíritu. Ya podía estar en permanente conversación con el Señor. Era una experiencia trinitaria, pues Dios Padre había enviado a su Hijo y en la gracia del Espíritu Santo había santificado a la Iglesia. El Dios uno y trino es el Dios de Francisco de Asís. En el pensamiento, las actitudes, la palabra y la vida de Francisco, Dios es luz inaccesible, omnipotente, causa y razón de toda la belleza, humildad y paciencia. Misericordioso, salvador, rey y señor de todo. Con Él se habla en la oración. Es confianza y esperanza, señor, juez, padre, amigo. Creador, redentor, consolador. Francisco estaba convencido de que había sido llamado para ayudar a que los hombres se encontraran con Dios.

      ¿Quién le aseguraba que todo aquello era verdadero, bueno y comprensible para el hombre? La respuesta estaba en el Altísimo, el Omnipotente, el todo Bien. Lejos de cualquier materialismo panteísta, había que hallar en Dios todas las cosas. No cabe el indiferentismo. Para ver al invisible presente hacen falta unos ojos nuevos, los que deja limpios el paño de la misericordia. En la medida en que Francisco se acercaba a los enfermos y a los pobres, veía a Dios y se encontraba consigo mismo. Dios actúa siempre como Dios. Ha estado grande con nosotros. Y vivimos contentos. Pecado de blasfemia sería el negar la bondad de Dios. Esta es la grandeza y la causa de la alegría: Dios es la suprema bondad. No cabe el relativismo. Dios siempre va delante y es el primero. Para escuchar a Dios hay que dejarlo hablar. Es la grandeza del misterio. Cuando se hacen las tinieblas, la luz sigue brillando. El Padre habita en una luz inaccesible, y Dios es espíritu, y a Dios nadie lo ha visto jamás. Por eso no puede ser visto sino en el Espíritu (Adm 1,5-6). Esta es la forma de conocimiento de Francisco. A Dios hay que contemplarlo con ojos espirituales, como María.

      La existencia de Dios llena por completo la vida y las aspiraciones de Francisco:

      Ninguna otra cosa deseemos, ninguna otra queramos, ninguna otra nos plazca y deleite, sino nuestro Creador y Redentor y Salvador, el solo verdadero Dios, que es pleno bien, todo bien, total bien, verdadero y sumo bien, que es el solo bueno, piadoso, manso, suave y dulce, que es el solo santo, justo, verdadero, santo y recto, que es el solo benigno, inocente, puro, de quien y por quien y en quien es todo el perdón, toda la gracia, toda la gloria de todos los penitentes y de todos los justos, de todos los bienaventurados que gozan juntos en los cielos. Por consiguiente, que nada impida, que nada separe, que nada se interponga. En todas partes, en todo lugar, a toda hora y en todo tiempo,


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