América ocupada. Rodolfo F. Acuña

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América ocupada - Rodolfo F. Acuña


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dominaba el panorama texano. No solo había individuos propugnando la independencia, sino que las compañías angloamericanas que se dedicaban a la compraventa de terrenos tenían agentes, tanto en Washington como en Texas, intrigando en municipios y cabildos a favor de un cambio. Entre estas compañías ocupaba un lugar prominente la Galveston Bay and Texas Land Company of New York, con la cual se había coludido Anthony Butler, el embajador estadounidense en México.13

      El 13 de julio de 1835, Austin quedó en libertad como resultado de una amnistía general. Camino a Texas escribió una carta a un primo, donde sustentaba que Texas debía ser norteamericanizado a pesar de que era todavía un territorio mexicano, y que algún día debía convertirse en territorio estadounidense. En la misma carta instaba a que se establecieran en Texas grandes cantidades de angloamericanos, “cada uno con su fusil”, los cuales él creía debían inmigrar “con o sin pasaportes, de cualquier modo”. Decía también: “Aunque durante catorce años he tenido muchas dificultades por ello, nada podrá intimidarme o hacerme cejar en mi empeño de norteamericanizar Texas”.14

      Fehrenbach defendió la carta de Austin y amonestó a los historiadores mexicanos que han condenado al líder texano: “El llamado a inmigrar a Texas masiva e ilegalmente, y con armas, no respondía tanto a un plan de Austin para anexar Texas a Estados Unidos, como a una búsqueda de la mayor ayuda posible en la fuente más lógica, del mismo modo que lo hicieron los israelitas cuando, acosados por los árabes, apelaron a los judíos en todas partes del mundo”.15

      La asamblea de anglo-texanos aprobó resoluciones dirigidas al gobierno de México y al estado de Coahuila. Fundamentalmente, lo que pedían era mayor autonomía para Texas. Fehrenbach, al igual que otros historiadores estadounidenses, erróneamente ha pintado un cuadro de un gobierno mexicano tiránico que no acogió las “justas demandas de los pobladores”:

      Todas las resoluciones comenzaban con enfáticas expresiones de lealtad a la Confederación y la Constitución mexicanas. Estas expresiones eran totalmente sinceras. Lo que solicitaban los texanos era pluralidad cultural bajo la soberanía mexicana; esa pluralidad no solo era ajena a la naturaleza hispánica, sino que, además, debido a la fobia antiestadounidense que permeaba a la mayoría de los mexicanos, no podía ser evaluada en sus méritos. De hecho, las asambleas mismas, tan naturales en la experiencia y la tradición de los angloparlantes, estaban totalmente al margen de la ley mexicana. En México no surgía del pueblo ninguna iniciativa que no fuera el motín o la insurrección. Guando asumían el poder, tanto los liberales como los conservadores gobernaban por decreto. En este contexto, la asamblea solo podía parecer a los oficiales mexicanos de Texas y de México, como una gigantesca conspiración contra las bases de la nación.16

      Fehrenbach y otros historiadores angloamericanos no lograron darse cuenta de que en México existía la pluralidad cultural, a tal grado que hasta a los angloamericanos se les permitía mantener su cultura. Lo cierto es que a quienes era ajena la pluralidad cultural, era a los angloamericanos. Los acontecimientos posteriores a la asamblea corroboraron la preocupación de los mexicanos en cuanto a la independencia de los angloamericanos en Texas.

      LA REVUELTA DE TEXAS

      Sería simplista atribuirles toda la responsabilidad por el conflicto a Austin y a todos los pobladores angloamericanos. De hecho, Austin era mejor que la mayoría: fue de los partidarios de la paz que al principio se oponían a una confrontación con los mexicanos. En última instancia, sin embargo, esta facción se unió a los “halcones”. Eugene C. Barker, un historiador texano, sostiene que la causa inmediata de la guerra fue “el derrocamiento de la república nominal y la instauración en su lugar de una oligarquía centralizada que presuntamente suponía un mayor control de Texas por parte de México.17 Sin embargo, Barker reconoce que “patriotas sinceros, tales como Benjamín Lundy, William Ellery Channing y John Quincy Adams, consideraban que la revuelta texana era un asunto desgraciado promovido por esclavistas sórdidos y especuladores en tierras. Sus argumentos parecen plausibles, aun desde el punto de vista crítico del historiador modern”.18 Sin embargo, Barker niega que el problema de la esclavitud haya representado papel alguno en la revuelta, y afirma que el asunto de las tierras no aceleró, sino que retardó la confrontación.

      Barker compara la revuelta de Texas con la revolución norteamericana: “En ambas la causa general fue la misma: un intento repentino de aumentar la autoridad imperial a costa del privilegio local”.19 En efecto, en ambos casos los gobiernos centrales intentaban hacer cumplir leyes existentes que entraban en conflicto con las actividades ilegales de algunos hombres prominentes y bien organizados. Barker pretende justificar las acciones de los anglo-texanos señalando que “hacia fines del verano de 1835, los texanos estaban en peligro de convertirse en súbditos extranjeros de un pueblo al que deliberadamente consideraban moral, intelectual y políticamente inferior. El racismo, no hay duda, subyació y matizó las relaciones texano-mexicanas desde que se estableció la primera colonia angloamericana en 1821”.20 Por lo tanto, según Barker, el conflicto era inevitable y, por consiguiente, justificado.

      Es difícil poner de acuerdo a los apologistas texanos. Estos reconocen que el racismo desempeñó una función principal entre las causas de la revuelta; que a los contrabandistas les contrariaba que México hiciera cumplir sus leyes de importación; que a los texanos les perturbaban las leyes de emancipación; y que la mayoría de los nuevos pobladores procedentes de Estados Unidos agitaban en favor de la independencia. Pero a pesar de reconocer todo esto, los historiadores como Barker rehúsan culpar a sus compatriotas. En lugar de hacerlo, Barker escribe: “Si no hubiese existido un ambiente de desconfianza racial entre México y los pobladores, quizás no hubiera habido crisis. Quizá México no hubiese considerado necesario insistir tan drásticamente en una sumisión inequívoca, o quizá los pobladores no hubiesen creído tan firmemente, que la sumisión ponía en peligro su libertad”.21 Lo que hace Barker es, sencillamente, justificar el racismo angloamericano y repartir la responsabilidad especulando sobre lo que pudo haber pasado.

      Sea lo que fuere, las antipatías de los texanos se convirtieron pronto en una abierta rebelión. Austin incitó a la insurrección el 19 de septiembre de 1835, proclamando que “la guerra es nuestro único recurso. No nos queda otro remedio”.22 Es simbólicamente significativo que volviera a cambiarse el nombre de Esteban a Stephen.

      Demasiados historiadores han presentado los esfuerzos mexicanos de sofocar la rebelión como una invasión, y la subsiguiente victoria texana como el triunfo de un pequeño grupo de patriotas sobre los “hunos” del sur. El doctor Félix D. Almaraz, miembro del Departamento de Historia de la Universidad de Texas, recinto de Austin, subraya este hecho: “Demasiado a menudo los especialistas texanos han interpretado la guerra como la derrota de un pueblo inferior por parte de una clase superior de pioneros angloamericanos”.23

      Lo cierto es que los angloamericanos tenían ventajas muy reales. Como ya se ha dicho, eran considerablemente numerosos; estaban “defendiendo” un terreno que conocían bien; y a pesar de que la mayoría de los aproximadamente 5000 mexicanos del territorio no se les unieron, los angloamericanos propiamente dichos estaban muy unidos entre sí. En contraste, la nación mexicana estaba dividida y sus centros de poder estaban a miles de kilómetros de Texas. Desde el interior de México, Santa Anna encabezó un ejército de cerca de 6000 conscriptos, muchos de los cuales habían sido obligados a ingresar al ejército y luego tuvieron que caminar cientos de kilómetros sobre tierras áridas y desérticas. Además, muchos de ellos eran mayas que no hablaban español. En febrero de 1836, la mayoría llegó a San Antonio; estaban enfermos y en malas condiciones para combatir. A pesar de que el ejército mexicano era superior en número al contingente angloamericano, este estaba mejor armado y tenía la ventaja de ser el lado defensor. (Hasta la Primera Guerra Mundial, esto era una ventaja indudable.) Y por su parte Santa Anna, al contrario, estaba muy lejos de sus fuentes de abastecimiento y de la sede de su poder.

      Los 187 hombres que defendían San Antonio rehusaron rendirse a las fuerzas de Santa Anna y se refugiaron en un antiguo convento, el Álamo. Durante diez días de batalla los texanos causaron muchas bajas a las fuerzas mexicanas, pero la simple superioridad numérica de los mexicanos terminó por derrotarlos. Se ha escrito mucho sobre la crueldad de los


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