El círculo de los blasfemos. Alberto Prunetti
Читать онлайн книгу.Tras aquel veredicto, en mi cabeza la palabra «sentencia» se sobrepone al rostro duro de Lee Van Cleef en una de las películas de Sergio Leone. Y al sonido de la armónica de Charles Bronson reclamando justicia en Hasta que llegó su hora. Tú también has escuchado el sonido de esa armónica. Era tu primer día en nuestra casa. Tu madre estaba agotada, se fue a descansar. Cargué la estufa de leña con troncos de encina bien secos. Estábamos al calor del hogar tú y yo, y la armónica. En la escena del duelo final te sostuve en mi cuello mientras dormías, y te mecía siguiendo con un pie las notas desgarradoras del trágico epílogo.
En la tierra agrietada del desierto, en esas historias de cowboys humillados y ultrajados, vuelvo a ver la figura de tu abuelo. Renato Prunetti trabajó durante toda una vida llena de problemas y de dolencias, en labores de mantenimiento, aislamiento, soldadura y carpintería de hierro en las refinerías y en las acerías de media Italia. Sus pulmones enfermaron por las fibras grises del amianto, por el gas de la máquina de soldar, por el polvo sutil y los metales pesados de refinerías y acerías. Pero ningún patrón ha tenido que rendir cuentas por ello.
Los sabios debaten sobre el sexo de los ángeles en lo concerniente al derecho y la justicia. En cambio, las pretensiones de tu abuelo eran pocas. Nuestros viejos no querían ciertos lujos. No les interesaba un carajo la idea de imitar a los ricos, de ser los loros de la pequeña burguesía. Querían una vida digna para todos. Pan, salud, trabajo, derechos y justicia en los días laborables. El fútbol, el huerto, el vino, la petanca y la bicicleta en los festivos. Esa era la vida obrera. Se sentían héroes working class, cowboys del metal con la llave inglesa y la funda azul en lugar de sombrero y espuelas. Y una carretilla elevadora con motor diésel que a veces iba al trote y a veces al galope. Enderezaban los hierros y los entuertos con unos cuantos hábiles golpes de martillo, convencidos de su lealtad hacia los demás.
Cuarenta años después, con el juego de carambolas entre derecho y justicia, aprendí que el derecho de los más fuertes es erróneo y que la justicia sabe ser injusta. Ya sabíamos que el pan del trabajo estaba envenenado y que la salud de nuestros viejos se la guardaron en sus bolsillos los patrones, como garantía pignoraticia por las nóminas con las que nos criamos y estudiamos.
Con esa sed de justicia traicionada atravesé como un desperado el desierto que desde el Supremo me llevaba de vuelta a casa. Por el camino, machacaba mis tímpanos el sonido, metálico y punzante, de una armónica. Una armónica que repite su estribillo hasta que la cuenta queda saldada. Naciste con hambre de justicia.
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