Telefónica. Ilsa Barea-Kulcsar

Читать онлайн книгу.

Telefónica - Ilsa Barea-Kulcsar


Скачать книгу
estás sola? Y sin embargo tendría que sentir que Georg piensa en mí, que tengo a una persona. Intenta imaginarse a su marido y pensar en él con ternura. Pero era un pensamiento voluntario. De pronto le pareció que él pertenecía a aquella otra vida ajena a la de Madrid. Se dijo: «Cariño, querido muchacho, no te enfades conmigo, te quiero mucho, piensa en mí…», pero eso no le dio calor, era un esfuerzo demasiado consciente, como si hubiese querido envolverse en el afecto tan familiar de su marido a modo de manto protector. Se asustó de la frialdad de su distanciamiento y de repente dijo en voz alta sin darse cuenta: ¡No, así no, no!

      El censor levantó la vista sorprendido. La extranjera estaba sentada en la cama, hundida en su abrigo grueso y feo. No le veía la cara, lo prefería; no tenía nada que ver con ella y ella debía irse a su casa cuanto antes. Pensó una frase en francés que no fuera difícil de pronunciar y por fin dijo:

      —Madame, ¿le da miedo volver sola al hotel?

      Anita se sobresaltó como una colegiala y respondió:

      —Yo... No tengo miedo, solo estoy descansando antes de ir a la reunión con el comandante Sánchez.

      Ahí estaba. Pero en ese mismo momento se sintió ridícula, y eso le devolvió la alegría y la tranquilidad interior. Se quedó sentada despreocupadamente unos minutos y se centró en la reunión con el español. Estaba bien que tuviera todavía esa tarea por delante, el hombre no estaba mal, al menos estarían al mismo nivel. No como con los periodistas, que en realidad estaban todos de parte de los enemigos por temor a perder la imparcialidad.

      Bueno, ahora quería primero arreglarse un poco y parecer humana. Empolvarse la nariz, lavarse las manos. Qué ridículo resulta buscar el lavabo en un país extranjero. Le preguntó al censor, pero no le entendió muy bien. No importaba, de todos modos iría al piso octavo.

      Anita se deslizó rápidamente por el estrecho pasillo, pasó de largo junto a un ordenanza apenas reconocible que estaba roncando, encontró la pequeña puerta lateral y de pronto se encontró a oscuras en la escalera. Tuvo que volver a abrir la puerta para poder orientarse y no adentrarse en una nada negra. Luego fue subiendo a tientas guiándose por la pared con la cartera apretada bajo el brazo. Arriba se abrió una puerta, unos pasos descendieron por la escalera e inesperadamente un rayo de luz atravesó la oscuridad como una lanza. Se quedó pegada a la pared y dejó pasar a un hombre del que solo pudo ver una linterna, una mano, una manga. Por un instante la luz le dio directamente en los ojos. Se sintió completamente indefensa.

      Aquí hay que tener una linterna. Esta escalera no me gusta. Un revólver… No, qué tontería, nada de romanticismos heroicos.

      La Telefónica estaba vacía y en silencio. Los ruidos de máquinas no rompían el silencio, sino que más bien lo acompañaban y lo hacían más opresivo. El ventilador zumbaba, uno no se podía hurtar al sonido. Un ascensor se puso en movimiento, resonaba por los elevados huecos. Anita se dio la vuelta y bajó por las escaleras a tientas, sin ver, para volver al quinto piso. Se sintió aliviada cuando entró en el vestíbulo en penumbra. Esta era su planta y aquí había gente: una mujer mayor sentada en un taburete en un rincón, vestido negro, cabello blanco, cansancio paciente, sonrisa adormilada, como la señora del guardarropa de un teatro. Entonces, ¿dónde estaban los aseos? ¿Cómo se decía aseo en español? ¿O retrete?

      Cuando estaba allí titubeando, llegaron unas telefonistas por el pasillo con sus batas negras y los auriculares todavía en la cabeza. Pasaron charlando junto a Anita, escudriñándola sin disimulo. Cambio de turno: iban a lavarse. Anita las siguió. Entonces descubrió que la señora mayor en realidad era algo así como una señora de la limpieza de los aseos (qué complicaciones más tontas suponían esos detalles importantes cuando se estaba en un país extranjero con una lengua extranjera) y se encontró en un lavabo alicatado en blanco.

      Ya en el aseo fue sacando despacio, para calmar los nervios, la toalla, el peine y la polvera, todo bajo un fuego cruzado de miradas insolentes y poco amables. Todas las mujeres le estaban pasando revista a la extranjera. Las telefonistas se habían quitado las batas negras y habían cogido sus neceseres de las taquillas de metal que estaban en el cuarto de al lado. Aunque ahora todas se iban a dormir, se maquillaban. Observaban a Anita desde el espejo.

      Anita intentó sinceramente encontrar entre ellas a una simpática y amable, pero no lo consiguió. Era consciente de que no agradaba a estas españolas, de que les parecía un animal extraño. Lo que no sabía era que les resultaba completamente carente de atractivo. Y no tenía idea de la preocupación con que la miraban las más jóvenes para averiguar si al final esta extranjera iba a poseer unas armas desconocidas y peligrosas; porque los hombres a veces persiguen a cosas raras.

      Por su parte, a Anita le hubiese gustado explicar a esas españolas, con cuyos ojos se encontraba en el espejo, que ni tenía ni quería ninguna oportunidad con sus hombres, con los que les gustaban a ellas. Leyó clarísimamente el rechazo en sus miradas. Era un frente cerrado contra ella.

      Buscó en vano una pequeña camarada entre todas esas caras de gesto duro. No tuvo una sensación más cálida o humana con ninguna de ellas. Le parecían todas similares. Casi todas tenían rasgos regulares, algunas hasta bonitos. Todas llevaban el mismo peinado: muchos ricitos tiesos en la nuca, una raya lisa, las orejas al descubierto, una espléndida forma de cabeza. Todas tenían unos bellos ojos grandes de gacela. Todas tenían el pelo castaño oscuro y pegado como con cola. Había dos mujeres algo mayores con la cara amarga y de enfado, pero este mismo rasgo de dureza ya se veía en las jóvenes. Una chica jovencísima era muy guapa, pero se había pintado una boca ridícula con forma de corazón y uno se olvidaba de su cara en cuanto dejaba de verla.

      «Dios, ¿no estaré siendo injusta porque hay mujeres más guapas que yo?», se dijo Anita. Yo no soy así. Pero esas de ahí no me gustan, eso es todo; no tienen matices, tienen la voz ruda y cuerpos estirados con movimientos de seducción aprendidos. Anita se entregó a un rechazo primitivo, mezclado con la decepción por la desconocida antipatía que despertaba aquí.

      Entonces entró una que era algo distinta; se movía muy bien, aunque consciente de ello, como un pavo real, tenía la cara pálida y demasiado maquillada, con rasgos toscos, muchos gestos, ojos grandes, inquietos y exigentes y una boca insatisfecha y carnosa. No carece de interés ni es tonta, pero es un mal bicho, opinó Anita.

      Paquita rozó con una mirada lenta a la extranjera, luego echó un vistazo rápido a sus tranquilos ojos grises (no deja de hacer la competencia, a pesar de la primera impresión, pensó Paquita) y empezó con su ritual de maquillaje y depilación de cejas. Colocarse el pelo, los rizos y los tirabuzones exactamente en su sitio con el peine mojado le llevó unos minutos. Aunque en el fondo sabía que hoy había perdido la batalla diaria con Agustín, podría encontrárselo en el pasillo por casualidad. O si había alerta. Siempre tenía que tener cuidado. Eso la cansaba y la enfadaba.

      ¿Esa extranjera era la nueva de la censura? Entonces seguro que tendría que tratar con Agustín. Pero era demasiado poca mujer para él… probablemente. Tenía los labios pálidos, llevaba el pelo peinado hacia atrás sin ningún cuidado, igual que las estúpidas niñas de las organizaciones juveniles revolucionarias, que piensan que eso es comunista, y como las viejas solteronas con intereses intelectuales. Y ahora la extranjera se estaba pasando una vez más el peine seco por el pelo espeso que se quebraba (¡Qué seco tenía que estar, qué mujer más torpe!), se empolvó la nariz, se limpió las uñas (¡Sin pintar!)… Y eso fue todo. Abrigo de soldado y cartera de oficina —pero sí que parecía lista y enérgica—. Bueno, ya se irá, aquí va a hacer el ridículo, pensó Paquita. Pasó junto a Anita mirándola de reojo y se dirigió al dormitorio de las chicas del turno de noche. Allí dijo:

      —¿Habéis visto cómo anda la extranjera? Como si no tuviera caderas. Y encima es vieja, gorda y torpe. Vaya…

      Cuando Anita entró en la antesala de comandancia en el octavo piso —había subido en ascensor para evitar la escalera—, el ordenanza le dijo algo incomprensible de lo que solo pilló al vuelo la palabra «comandante». Intentó explicar su asunto en español:

      —Sí, el comandante dice yo venir ahora.


Скачать книгу