Telefónica. Ilsa Barea-Kulcsar

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Telefónica - Ilsa Barea-Kulcsar


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armarios de encina y otros cayeron al suelo sin fuerza suficiente para perforar nada. La habitación era una de las innumerables salas de la administración que ahora no se utilizaban y estaban vacías. Así que era una granada carente de interés.

      El hombre de confianza del piso examinó los daños. Constató dos detalles no desprovistos de importancia que le permitieron suponer un cambio en el ángulo de tiro o la colocación de una nueva batería.

      —Es el lado izquierdo del marco de la ventana —dijo al ordenanza—, han cambiado la dirección. Pero cómo se les ocurre lanzar a estas horas una sola granada. Será mejor que dé parte al comandante.

      Hacía muy pocos días que Manuel García era responsable. Formaba parte de los encargados de la brigada de reparaciones. Pero desde el 6 de noviembre no habían tenido ningún servicio externo, al menos no habían prestado ninguno con regularidad. El poco material que quedaba en Madrid lo consumían las líneas militares y las nuevas centralitas de teléfono de las autoridades militares. El grupo de Manuel, compuesto por electricistas y mecánicos que tenían que encargarse de las reparaciones de la red telefónica de la capital, esperaba en vano el envío de material. Aunque por el momento todavía se podía sustituir ese servicio con trucos en la combinación de las líneas y con el conmutador. Pero no podía continuar así mucho tiempo. Además, Manuel no creía ser la persona adecuada para trabajar en la Telefónica, estaba acostumbrado al aire libre y al trabajo en grupo. Pero el Sindicato Libre, la UGT, le había destinado al octavo piso porque allí estaban la cancillería militar y la comandancia y no querían anarquistas. Buenos chicos, pensaba Manuel, pero nunca se sabe la que pueden montar.

      Ahora tenía la tarea de comprobar a personas y cosas en toda la planta. Luego iría a ver a Sánchez. El comandante Sánchez resultaba un poco difícil de entender. Reservado y distante, a pesar de ser un viejo sindicalista. Un hombre capaz y nada cobarde —como muchos otros, habría podido largarse a Valencia el 7 de noviembre y se había quedado en Madrid por voluntad propia— pero le faltaba la amabilidad habitual. Siempre estaba muy tenso. Manuel suponía que sería inevitable que Sánchez tuviera serios problemas con Pedro Solano, el del Consejo Obrero. Pedro consideraba que el comandante no era un elemento de fiar porque cuando trabajaba en la vida civil antes de la guerra había sido jefe de sección e ingeniero en una fábrica, había formado parte del círculo que servía a los capitalistas.

      Manuel tenía otra opinión. Pero no quería emitir ningún juicio definitivo hasta haberlo conocido mejor. Quizá también podría hablar con él de la situación internacional. Sánchez sabía más de eso que la mayoría y a Manuel le atormentaba la idea del fracaso de la solidaridad obrera y de la democracia. No puede ser, se repitió en voz alta y se puso a buscar entre los restos de metralla la espoleta que revelaría de forma inequívoca la procedencia del proyectil. La espoleta había volado a otra parte, quizá a la calle. Pero ahí había un fragmento con una marca de fábrica borrosa. Seguro que alemán, qué iba a ser si no. Pero el comandante lo sabría, era un viejo artillero.

      Manuel entró en el cuartito que simulaba el lujo de disponer de un dormitorio privado en la Telefónica y se pasó un peine por el rebelde pelo negro. En alguna capa de su pensamiento estaba redactando un informe para su comandante, pero en otra estaba calculando si el nuevo ángulo de tiro de la batería ponía en peligro su ventana. No, y tampoco a la comandancia. Pero nunca se sabía. Se miró al espejo, porque le daba mucha importancia al efecto que causaba su aspecto: cejas negras muy espesas, ojos alegres de un sorprendente color marrón claro, nariz potente y recta, boca ancha y fuerte, piel muy morena, mentón demasiado redondeado y carnoso. Su camisa azul oscuro le hacía parecer aún más moreno. Se gustaba y recordó vagamente los cumplidos de la rubia bajita —¡rubia oxigenada!—, que era tan divertida y se estaba convirtiendo en una especie de institución colectiva en la casa. Pensó realmente en la palabra «institución colectiva» y evitó la palabra puta, tan manoseada en estos casos; porque esa chica bajita y divertida enloquecía ante el miedo a no poder aprovechar su joven vida nunca más.

      Una chica agradable, pero no para Manolo. ¿Y si había un bombardeo esa noche? El final de la tarde había sido extraño, sin que pasara nada, pero todo el tiempo con inquietud y disparos. Esas cosas se notan en los huesos. Bueno, primero iría a ver a Sánchez y después a comer, pero ya no a la cantina, era muy tarde para eso.

      Cuando Manuel llegó a comandancia, el ordenanza lo retuvo. Ese ordenanza era un viejo obrero que no quería comportarse como un soldado, pero al mismo tiempo le embargaba el orgullo por la función de «su» oficina, de su superior, de su comandante y de su propia persona.

      Agarró a Manuel del brazo y le explicó con diligencia:

      —El camarada Agustín está ahora mismo en el sótano, el arquitecto quiere poner paredes de madera y hacer cuartos de baño para los refugiados de abajo. No sabemos cuándo van a poder ser evacuados. Pero quédate y espera, subirá enseguida.

      Manuel conocía al viejo Pepe y sabía cómo era. Él sabía todo y tenía que contar todo lo que sabía. Pero si se le obligaba a mantener silencio, se podía confiar en que lo cumpliría a rajatabla. Manuel le preguntó como si nada, en respuesta al guiño travieso del viejo:

      —¿Por qué crees que Sánchez va a subir enseguida? La inspección de abajo va a durar y entretanto podría irme a comer.

      —Sí, Manolo, pero mira: la mujer de Agustín, Pepa, está ahora ahí con los dos niños. Es como una ametralladora; no me extraña que huya de ella. La conozco bien. Durante un tiempo subía aquí todos los días y le organizaba una escena porque no le daba dinero suficiente para cojines o el sofá y cosas por el estilo y porque está liado con Paquita. Incluso me ha preguntado si se acuesta con ella aquí, en la Telefónica; pero hasta ahora no lo ha hecho, una tontería por su parte, y se lo he dicho a Pepa. Pepa era una chica guapa, maja, pero ahora tiene la cara avinagrada. Es raro, las mujeres gastonas suelen tener otra cara, uno podría pensar que Pepa es tacaña si no supiera cómo es. Y es más tonta que una mata de habas. Así que puedes estar seguro de que Agustín subirá enseguida, no quiere saber nada de mujeres. Hace un momento ha echado a Paquita. Pero ella volverá, es tenaz y sabe que uno como Agustín no es fácil de encontrar. ¿Sabes que Miaja lo trata de tú?

      —El general tutea a casi todo el mundo si le caen bien. Y tú también eres una ametralladora, Pepe, no haces más que ¡ra-ta-tá! Si estuvieras conmigo no serías ordenanza, ya te lo digo, no me gusta que lleven la cuenta de mis líos de cama.

      —Diantres, Manolo, eres un grosero, vete a tomar por saco. Chico, ya sabes que no hablo de Agustín con todos, solo con los que lo respetan. Y si no lo respetas te rompo los dientes. Y además un hombre es un hombre, no es ninguna vergüenza, y…

      —Y a mí me preocupan otras cosas, no solo tu Agustín. Déjame entrar en el despacho, le quiero dejar una nota. Si sigo escuchándote... Por cierto, lo de romperme los dientes no es tan fácil, míralos, ¡muerden! Vamos, que si sigo escuchándote se me olvida el informe.

      En principio eso iba contra las normas, pero Manuel era el responsable de la planta, así que podía entrar en la habitación aunque el jefe estuviera ausente. No se sentó en la butaca de madera, en parte también porque los sillones de cuero eran mucho más cómodos. Es así como lo han amueblado los americanos, saben lo que es el lujo, pensó Manuel. Nosotros lo haremos de otro modo y también será bonito. Para ello construiremos una escalera más ancha y no solo lavabos y duchas, sino también un baño para los empleados, en cada piso si es posible.

      Sonó el teléfono, Pepe asomó la cabeza y dijo:

      —Contesta tú, Manolo, conoces mejor a la gente. —Manuel se estiró la camisa de estilo militar y cogió el auricular. Al principio no se enteró bien, pero no quería que se notara su torpeza. Sin embargo, luego entendió con suficiente claridad—: Se acercan cuatro junkers y seis cazas. ¡Hay que dar la alerta!

      Y ahora volvía a suceder. Llamó a la centralita de la casa y pronunció la contraseña que tenía que conocer por ser uno de los responsables. Y al hacerlo puso en marcha toda la maquinaria de las alarmas en el enorme edificio sin preguntar al comandante. Pero se trataba de una emergencia. Apagar todas las luces. Solo


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