El pueblo judío en la historia. Juan Pedro Cavero Coll

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El pueblo judío en la historia - Juan Pedro Cavero Coll


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cristianos y musulmanes, David fue, por su esfuerzo para consolidar el reino, uno de los hombres más destacados de la historia de Israel. Elegido al principio sólo monarca de Judá, consiguió finalmente ser ungido rey de Israel:

      «Vinieron, pues, todos los ancianos de Israel donde el rey, a Hebrón. El rey David hizo un pacto con ellos en Hebrón, en presencia de Yahvé, y ungieron a David como rey de Israel. David tenía treinta años cuando comenzó a reinar, y reinó cuarenta años. Reinó en Hebrón sobre Judá siete años y seis meses. Reinó en Jerusalén sobre todo Israel y sobre Judá treinta y tres años.»

      De todos modos, David rigió en dos territorios:

      «La transferencia del reino de las tribus septentrionales a David significa la creación de una unión personal, de ningún modo el establecimiento de un Estado totalmente unitario. Judá e Israel mantienen su personalidad política, conservando también su conciencia individual. No han hecho otra cosa sino someterse al poder supremo de David. De momento tampoco había más que esperar. Todavía predominaba la estructura tribal, todavía se encontraba en sus comienzos la monarquía como nueva forma de organización y gobierno.»

      David y su ejército obtuvieron triunfos bélicos que permitieron a los israelitas extenderse hacia el norte y el este de Canaán. Los filisteos, tras intentar romper la unidad de las tribus bajo un solo monarca, tuvieron que contentarse con la zona oriental del territorio. Pero David, continuando su política expansiva, conquistó Jerusalén. Allí fijó la capital del reino y, con el fin de convertirla además en centro del culto a Yahvé para todas las tribus, ordenó instalar en ella el Arca de la Alianza. El Libro Segundo de Samuel narra el traslado del símbolo por excelencia de la presencia divina.

      Se reforzaba así la unidad. Las victorias militares de las huestes dirigidas por David posibilitaron la ampliación de los enclaves controlados por los israelitas que, probablemente, ocuparon bajo su reinado ciudades cananeas como Meguiddo y Tanak. De hecho, en vida de su sucesor Salomón, rey pacífico, ambas poblaciones aparecen en la Biblia integradas en Israel. La debilidad que entonces sufrían los imperios principales ―excepto los fenicios, dedicados a sus actividades comerciales― facilitó la derrota de pequeños reinos enclavados en Moab, Soba, Edom y Amón, que fueron sometidos a vasallaje. La gloria alcanzada durante el reinado de David nunca se olvidó.

      «Sería exagerado querer aproximar el reino de David a los Imperios de Babilonia, Asiria, o de los hititas, o de Egipto; en comparación con ellos no aparece sino como un importante principado. Sin embargo entre los pueblos cuantitativamente menores fue ciertamente un gran reino; como también fue sin duda el más extenso y el más fuerte que Israel tuvo a lo largo de toda su historia, superior ciertamente por su potencia intrínseca al subsiguiente de Salomón, cuya celebrada magnificencia no fue más que la exhibición externa de lo que David había creado en el interior.»

      El reinado de Salomón (970-931 a.C.), hijo de David, fue apreciado por las generaciones posteriores y considerado una etapa de apogeo y un modelo a imitar. La buena situación heredada y el cumplimiento de las instrucciones paternas ―incluyendo medidas disciplinarias como la ejecución― permitieron a Salomón afianzarse en el trono sin grandes dificultades. Salomón aparece también como predilecto de Dios, de quien recibió el don de sabiduría y muchas riquezas.

      Los años de Salomón fueron una época de paz, en la que diplomacia y alianzas con naciones vecinas sustituyeron a la guerra. Como el reino israelita no era una gran potencia económica y cultural, asumió mucho de su alrededor: quizá en este sentido pueden entenderse esas «inferioridades» de que habla el historiador francés Fernand Braudel en su libro Memorias del Mediterráneo. Con todo, es bueno copiar lo bueno de otros; sin embargo, mantuvo su originalidad la especial relación entre Yahvé e Israel.

      Gracias a la prosperidad económica, la actividad constructora alcanzó su cima con Salomón. Aunque representaron una pesada carga financiera para el país, dividido entonces en doce distritos, se levantaron dos grandes edificios: el palacio real y el grandioso templo de Jerusalén, nueva morada de Yahvé y orgullo nacional. Del Santo de los Santos, espacio ubicado en su interior, dice la Biblia en referencia a Salomón:

      «Revistió los muros interiores del templo con planchas de cedro desde el suelo hasta las vigas del techo; revistió de madera el interior y el suelo con planchas de ciprés. Recubrió los veinte codos del fondo con planchas de cedro desde el suelo hasta las vigas, formando así en el interior el santuario, el Santo de los Santos.

      «El templo, es decir, la nave delante del santuario medía cuarenta codos. El cedro del interior presentaba bajorrelieves de calabazas y capullos abiertos; todo era de cedro, no se veía la piedra. Dispuso el santuario al fondo del templo, colocando allí el arca de la alianza de Yahvé. El santuario medía veinte codos de largo, veinte de ancho y veinte de alto. Lo revistió de oro fino y alzó, delante del santuario, un altar de cedro, recubierto de oro. Revistió de oro la totalidad del templo, de arriba abajo.»

      A Salomón le sucedió su hijo Roboán, poco habilidoso con las diez tribus del norte, que en Siquén le exigieron reducir los trabajos e impuestos de su padre. La negativa de Roboán, dócil a los consejos más rigurosos que recibió, fue la excusa que produjo la división del reino en dos, al rechazar esas tribus del norte la dinastía de David. El incidente no fue resultado de un fenómeno ocasional, ni la consecuencia de una simple protesta puntual. Diferencias geográficas y culturales contribuyeron a la fragmentación. Israel, más grande pero más inestable, fue también denominado reino del norte por contraste con Judá, situado al sur. En poco tiempo esa división política aumentó las diferencias religiosas.

      Jeroboán, rebelde que había desempeñado funciones de jefe de los cargadores de la casa de José, fue nombrado hacia el 930 a.C. primer monarca del reino del norte, el Israel independiente. Roboán quedó rigiendo en el sur, sobre la tribu de Judá ―que desde tiempos de David parece haber absorbido a los escasos descendientes de Simeón, hijo de Jacob― y la mayor parte del territorio de la tribu de Benjamín. La fijación de fronteras y otras rivalidades provocaron luchas constantes entre Israel y Judá. En uno y otro reino los profetas se encargaron de recordar la necesidad de permanecer fieles a la alianza con Yahvé, así como el cumplimiento futuro de las promesas divinas. Pero la profunda herida de la división de ambos reinos no fue ya subsanada.

      Tras escoger temporalmente las ciudades de Siquem y Penuel, Jeroboán fijó en Tirsá la capital de Israel. Pero el cambio de mayor trascendencia fue religioso: no sólo prohibió la peregrinación a Jerusalén que sus súbditos hacían para celebrar determinadas fiestas, sino que dio la espalda al culto a Yahvé. En su lugar hizo de dos becerros de oro nuevos dioses, custodiándolos en los santuarios reales de Betel y Dan, al norte y sur de sus dominios.

      La inestabilidad política interna del reino del norte fue casi constante y hubo largos años de sometimiento a las monarquías colindantes. Omrí, fundador de una dinastía que se mantuvo varias décadas en el poder (885-841 a.C.), mandó construir la ciudad de Samaria y allí trasladó la capital. A la casa omrida le sucedió la dinastía de Yehú (841-748 a.C.) cuyos reyes se enfrentaron a los arameos, a quienes vencieron tras derrotas que recortaron ampliamente el territorio. Su triunfo sobre Judá permitió además la posesión temporal de Jerusalén. Jeroboán II (784-744 a.C.) fue el monarca más prestigioso del reino norte de Israel: aprovechando la difícil situación interna de los sirios y el desinterés que por la zona los asirios mostraban entonces, sus tropas reconquistaron las tierras que se habían perdido. Pero al final de su largo gobierno Israel comenzó a debilitarse y así continuó con sus sucesores.

      La complicada situación del reino israelita del norte quedó patente cuando el monarca asirio Tiglatpileser III (745-727 a.C.) atacó Siria, Transjordania y Galilea, de donde marchó con 3.000 prisioneros tras hacer tributario al nuevo territorio dependiente. En su intento por desprenderse del dominio asirio, Israel pidió incluso la ayuda de Egipto. A pesar de ello el rey asirio Salmanasar V (726-722 a.C.) extendió la presión a Samaria. Siguió la estrategia su sucesor Sargón II que, finalmente, conquistó Samaria y apresó a cerca de 30.000 personas (721 a.C.). Desde entonces, Samaria se convirtió en centro de la nueva provincia asiria.

      Para evitar sublevaciones se decidió dispersar por otras zonas del Imperio asirio


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