Las islas griegas. Manuel Casanova

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Las islas griegas - Manuel Casanova


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su alma. Perdone si me inclino hacia el melodrama, pero los juicios a posteriori tienden un poco al tremendismo. Yo entonces lo veía de otra manera, pensaba que mis disquisiciones intelectuales suavizaban en cierto modo el crudo intercambio sexual, crudeza que, con toda probabilidad, era yo el único en percibir, el único que necesitaba maquillar su conciencia. ¿Pero no es modificar la realidad algo que hacemos de continuo para resistir la insoportable agresión de lo ajeno? Ella era sólo una muchacha inculta, generosa y ardiente, destinada a ser una más en una lista olvidable.

      Fue un frío día de marzo cuando hicimos por primera vez el amor. Recuerdo la llegada subrepticia a la estación, el viaje en vagones separados, el encuentro en el andén al final del trayecto y el recorrido a pie hasta el albergue, las manos unidas y el corazón desbocado, más por el miedo que por el deseo. Para ella fue la primera vez, creo, y yo me esforcé en hacerla feliz. Todo fue precipitado e inseguro, pero guardo un recuerdo agradable de aquella ocasión.

      Cuando uno es joven y posee a una mujer, cree adquirir un mayor grado de solvencia en la vida y construye un mundo irreal en torno a este hecho. Imagina que después de todo no se trata de un ordinario acto de fornicación y termina descubriendo en su amante ignoradas virtudes, hermosuras ocultas. Experimenta la benéfica sensación de ser el macho elegido y se repite a sí mismo una y otra vez que esa hembra se ha entregado a él y no a cualquier otro macho de la tribu. No está mal que sea así. Mi actitud con Josefina a partir de entonces fue más cariñosa y en algún momento pensé en romper las barreras sociales y darle otra dignidad a nuestra historia. Como es natural, el tiempo y la costumbre son los peores enemigos del sexo, y si el sexo se debilita, los mundos imaginarios se derrumban. En mi caso no hubo tiempo para que ocurriese nada de esto, porque un hecho imprevisto vino a romper todos los esquemas: Josefina se quedó embarazada. Me comunicó la noticia con los ojos bajos y la voz tranquila.

      —Diego, estoy en estado.

      —¿Estás segura? —pregunté tras un instante de aturdimiento.

      —Sí.

      —¿Qué vamos a hacer?

      —Lo que tú decidas, Diego.

      Lo que tú decidas, Diego. Sumisión absoluta, ¿comprende? Pero entonces, igual que ahora, sólo había dos caminos posibles: conservar o destruir. La primera opción era impensable: escándalo, familia, trabajo, carencia de recursos, etcétera. Y algo más: yo no estaba enamorado de Josefina y, por consiguiente, no debía casarme con ella. Falsa concatenación de causa y efecto, desde luego, pero eran otros tiempos. ¿Cómo era posible que aquello me hubiera ocurrido a mí? Me obsesionaba la idea de que yo podía haber evitado la catástrofe y por encima de cualquier consideración me atormentaba la sensación de haber hecho un solemne ridículo. Por segunda vez en poco tiempo veía hundirse el mundo a mi alrededor y yo odiaba vivir a remolque de los acontecimientos. Así había ocurrido con el suicidio de mi padre y ocurría ahora con el embarazo de Josefina. Yo tenía entonces 26 años.

      No tenía verdaderos amigos —no como los de la universidad, tan inexplicablemente lejanos ya—, pero sí compañeros de trabajo con los que me relacionaba. Hablé primero con Garcés, quien según rumores había tenido en más de una ocasión problemas semejantes al mío. Estaba casado y era un personaje que me inspiraba sentimientos contradictorios. Simpático, charlatán, fatuo y soez, alardeaba a todas horas de sus hazañas eróticas. Pero era también un buen profesional con un gran sentido práctico de la vida. Al conocer mi problema, sonrió con malicia y me golpeó con afecto la espalda: “¡Vaya golfo que estás hecho, Dieguito! Ya me suponía yo que te la estabas tirando.” Fue directamente al grano. Me aseguró que existían soluciones para todo, que él sabía de lo qué hablaba. Me daría una dirección en la capital “donde sin duda le van a resolver el problema a esa pobre chica.” Creo que era lo que yo quería oír, pero sus palabras acentuaron mi sentimiento de culpa. En segundo lugar me confesé con Matías. Tenía unos años más que yo y mantenía conmigo una molesta actitud paternalista. Era un hombre sin ambiciones, un poco triste, pero con él se podía hablar de otros asuntos que no fueran trabajo, fútbol o sexo. Su análisis del problema fue desde luego más delicado que el de Garcés, pero su recomendación fue la misma. Convencido por fin de que el aborto era la única alternativa, le comuniqué mi decisión a Josefina y ella la aceptó sin reproches. Nunca supe si deseaba aquel hijo. En nuestros diálogos se hablaba del problema, del asunto, de la situación y eran diálogos tristes y escasos. Josefina, en fin, abortó el día previsto, diríamos que felizmente. No hubo complicaciones. Tuve que pedir algún dinero prestado a los compañeros y Garcés se ofreció a llevarnos hasta la capital en su coche. Josefina era una muchacha fuerte y soportó con serenidad el trance; no derramó una lágrima ni tampoco sonrió cuando todo hubo terminado.

      Estaba ya mediado julio y el verano habría de separarnos. Pasé el mes de agosto, como otros años, en el pueblo de mi madre, una aldea pequeña al pie de la montaña. Durante horas caminé solo por los pinares o bajé al río intentando reflexionar sobre lo sucedido. Había en mi mente una amalgama confusa de sentimientos encontrados, pero si he de ser sincero el sentimiento predominante era la gratificante sensación de haber escapado de un infierno. Durante esos días tomé la decisión de poner tierra de por medio. Había unos cursos de técnicas de venta que se realizaban en la capital. Nunca me había interesado asistir, aunque podían suponer un paso adelante en la profesión. Nada más regresar cursé la solicitud y al poco me comunicaron que había sido aceptado y debía incorporarme en octubre. Para mi madre era la soledad, pero me animó en el proyecto; para mí significaba la libertad. Con Josefina quise demostrar un mínimo de honestidad y no esgrimí el viaje como pretexto para cortar nuestras relaciones. No fue fácil. La mansedumbre que había mostrado durante la interrupción de su embarazo se tornó en rebeldía ante el abandono. Hubo lágrimas, recriminaciones, frases nunca dichas y una actitud de fuerza inesperada en Josefina. Comprendí con asombro que ella estaba verdaderamente enamorada.

      La decisión de cambiar de ambiente me estimuló. Volvía a la ciudad donde habían transcurrido los mejores años de mi vida. Pienso que en la mente de cada persona hay un espacio virgen que espera ser llenado por las percepciones de la juventud. Es un período corto en el tiempo, pero extenso en la memoria y asombra pensar cuántas vivencias, cuántas sensaciones, cuántas expectativas de vida somos capaces de incorporar. Sólo entonces rozamos la felicidad y cualquier intento ulterior de revivir ese tiempo a través de las palabras, de las músicas, de los lugares guardados en el recuerdo, está condenado al fracaso. No estaban distantes para mí esos años y sin embargo encontré otra ciudad, otro ambiente, otra atmósfera. Los lugares de encuentro no eran los mismos y me fue difícil encontrar algún conocido.

      Una mañana del mes de octubre estaba sentado en el Café Real reflexionando con Emilio el camarero sobre el paso del tiempo. El local, antaño rebosante de estudiantes a aquella hora, estaba semivacío, extrañamente silencioso, y flotaba en el ambiente una indefinible sensación de deterioro. También el rostro de Emilio mostraba signos de vejez y tuve la sensación que de nuevo se me escapaba la vida. Pero no estaba dispuesto a rendir un tributo tan alto a la nostalgia: los recuerdos eran inolvidables, pero tenía que concentrarme en el futuro. Conseguí destacar en el curso de ventas y al finalizar me propusieron cubrir una vacante en la misma ciudad. Era la oportunidad soñada, conseguiría más dinero, más autonomía, más prestigio y también me distanciaría de un modo definitivo de Josefina y de todo aquel entorno enfermizo del pueblo. No lo dudé. De nuevo mi madre me forzó a aceptar, pero, a pesar de mi insistencia, prefirió quedarse en el pueblo y no abandonar su casa.

      Lo primero que hice fue organizar mi vida. Alquilé un pequeño apartamento amueblado en la parte nueva de la ciudad y compré de segunda mano un viejo piano que conservaba una excelente sonoridad. No adquirí el piano con el ánimo de reanudar mi carrera musical, era ya demasiado tarde para eso, pero nada me impedía tocar para mi propio deleite y sentía una necesidad obsesiva de recuperar el tiempo perdido. Asistía con regularidad a los escasos conciertos que se celebraban en la ciudad y compraba de manera compulsiva discos, partituras y libros relacionados con la música. Tenía ansiedad por completar cuanto antes mi formación musical y pasaba días enteros tocando el piano y leyendo aquellos libros.

      La mayoría de mis antiguos amigos habían finalizado sus estudios


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