Historia de Estados Unidos. Carmen de la Guardia

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Historia de Estados Unidos - Carmen de la Guardia


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Ya no eran las compañías comerciales las promotoras de la colonización. De la antigua colonia holandesa, Nueva Holanda, que había conquistado la colonia sueca de Delaware, surgieron cuatro colonias: Nueva York, Nueva Jersey, Pennsylvania y Delaware.

      Como ya hemos señalado, Nueva Holanda estaba rígidamente gobernada por la Compañía Holandesa de las Indias Orientales y por ello sus habitantes no pusieron mucha resistencia cuando 1664 la colonia fue conquistada por el hermano de Carlos II de Inglaterra, el duque de York. La región entera fue cedida por Carlos a su hermano. Los ingleses transformaron el pequeño poblado de Nueva Ámsterdam en Nueva York en honor del duque homónimo. También se denominó de esta forma toda la antigua colonia de Nueva Holanda. Poco después, el duque propietario cedió las tierras comprendidas entre los ríos Hudson y Delaware a sir George Carteret y a lord John Berkeley llamando a este territorio Nueva Jersey.

      En 1681, el cuáquero William Penn recibía de los Estuardo una enorme franja de tierra en el litoral atlántico de América del Norte que bautizó, en memoria de su padre, Pensilvania. Fue un refugio para una de las ramas más radicales e igualitarias del puritanismo que fueron los cuáqueros. Con la afirmación de la existencia de una luz interior en todos los hombres que sólo había que encontrar a través de la oración, los cuáqueros defendieron la igualdad de todos. Perseguidos no sólo en Inglaterra sino también en sus colonias llegaron masivamente a los bosques de Penn. En 1682, el duque de York también le concedió a William Penn otra parte del antiguo territorio sueco y después holandés: Delaware.

      También durante el reinado de Carlos II se establecieron los ingleses en las Carolinas. Este inmenso territorio al sur de Virginia se les concedió a ocho lores propietarios que lo colonizaron con población que provenía de otras colonias, sobre todo, de Barbados y de Virginia. Conforme la colonia avanzaba hacia el Sur los enfrentamientos con los españoles fueron continuos.

      La última de las colonias inglesas en Norteamérica fue la de Georgia. La colonia fue entregada por Jorge II, en 1732, a veintiún fideicomisarios. Uno de ellos, el general y filántropo James Oglethorpe se trasladó al nuevo territorio inglés en América. Como militar erigió una serie de fortalezas para contener presumibles ataques españoles desde San Agustín. Como reformador social intentó colonizar Georgia como un lugar de redención de presos ingleses que no hubieran cometido delitos de sangre y también intentó convertirla en un nuevo hogar para indigentes. Quería evitar las grandes propiedades así como la existencia de trabajo esclavo. Tampoco aceptaba bebidas alcohólicas. Hacia mediados del siglo XVIII, nada quedaba de sus planes filantrópicos. Georgia se había convertido en una colonia cuya unidad de producción era la gran propiedad, dedicada al monocultivo y trabajada por esclavos.

      Las colonias norteamericanas en el siglo XVIII: las guerras imperiales

      La presencia política de Suecia y de Holanda había desaparecido, como ya hemos señalado, de América del Norte en el siglo XVII. Francia impulsaba, sobre todo, la colonización del actual Canadá aunque mantenía a un pequeño grupo de colonos en Luisiana. Sin embargo la Monarquía Católica conservaba los límites septentrionales de su imperio en los actuales Estados Unidos. Pero ya se apreciaba que ni la Florida, ni la parte norte del virreinato de Nueva España tenían la vitalidad demográfica, económica y cultural de las trece colonias inglesas.

      Efectivamente, a mediados del siglo XVIII las Trece Colonias inglesas se habían transformado en territorios prósperos. Las colonias de Nueva Inglaterra: New Hampshire, Connecticut, Massachusetts y Rhode Island, estaban densamente pobladas y tenían una economía diversa. Agricultura, pesca, construcción naval y un comercio, no siempre legal, con la América española eran las actividades de sus habitantes. Ciudades como Boston, Newport y Salem eran muestra de esa actividad comercial.

      Las colonias del Sur: Virginia, Maryland, las Carolinas y Georgia, tenían una estructura social más desequilibrada. Grandes propietarios de tierras, pequeños labradores y una gran masa de población esclava eran sus rasgos distintivos. El cultivo de un único producto en las plantaciones sureñas les causaba una gran dependencia económica de su metrópoli. Virginia, Maryland y Carolina del Norte exportaban tabaco; Carolina del Sur y Georgia comerciaban con arroz e índigo.

      Las colonias intermedias: Nueva York, Nueva Jersey, Delaware y Pensilvania eran más heterogéneas. Su población, originaria de distintos puntos de Europa, les otorgaba una fisonomía más rica. Su actividad económica era también más diversa que la de las colonias de Nueva Inglaterra y que las del sur. Su agricultura era próspera. Producían grandes excedentes de grano, cereales y carne salada que exportaban. También el comercio de pieles, sobre todo, en la colonia de Nueva York, y la industria forestal, eran prósperas. Ciudades como Filadelfia, con más de 40.000 habitantes en 1770, y Nueva York demostraban la vitalidad de las colonias intermedias.

      Pero si las colonias inglesas en América del Norte tenían diferencias también compartían ciertas similitudes. Al ser colonias inglesas su ritmo de crecimiento demográfico era parecido y además sus instituciones de gobierno y sus valores culturales eran similares. También mantuvieron durante toda la historia colonial los mismos enemigos: las poblaciones indígenas y las otras potencias coloniales.

      Las Trece Colonias inglesas tenían un ritmo de crecimiento demográfico y económico muy superior al de los límites del Imperio español en América del Norte. Al estallar la guerra de Independencia, en 1775, habitaban el territorio alrededor de dos millones y medio de colonos. Mientras que en los márgenes septentrionales del Imperio español, si excluimos a la población indígena no asimilada, sólo vivían unos 100.000 colonos.

      El crecimiento natural de la población, entre los pobladores de origen europeo, fue en aumento tanto en las colonias inglesas como en las españolas pero sin embargo los movimientos migratorios europeos fueron muy distintos en los dos imperios. Tanto Inglaterra como España frenaron el flujo de inmigrantes hacia América procedentes de la metrópoli a lo largo del siglo XVII, pero Inglaterra aceptó y, en cierta medida, promovió la llegada de extranjeros a sus colonias americanas.

      El ritmo de emigración desde Inglaterra hacia América había sido muy fuerte en la primera mitad del siglo XVII. Alrededor de 150.000 ingleses se habían trasladado a la costa oriental norteamericana. Pero después de la guerra civil y la peste que asoló las islas Británicas y tras el auge del mercantilismo, que consideraba a la población como un recurso indispensable para la riqueza nacional, los tratadistas ingleses defendieron que era perjudicial el flujo migratorio. Si exceptuamos a los ingleses castigados con la deportación, unos 30.000 a lo largo del siglo XVIII, la emigración desde Inglaterra y Gales hacia las Américas disminuyó mucho. Decididos, sin embargo, a promover el crecimiento de las colonias americanas, las autoridades coloniales inglesas aceptaron a inmigrantes que no procediesen de Inglaterra o de Gales. Y eso fue una de las grandes diferencias entre las colonias inglesas y la América española y francesa. Ya en 1680 William Penn había reclutado a inmigrantes procedentes de Francia, la mayoría hugonotes perseguidos tras la abolición del Edicto de Nantes en 1685. También Penn aceptó como pobladores a menonitas, amish y moravos procedentes de Holanda, de Alemania, y de los cantones alemanes de Suiza, para ocupar su inmensa colonia de Pensilvania. Otras colonias enviaron agentes a Europa para reclutar campesinos. La mayoría, unos 250.000, fueron irlandeses-escoceses, descendientes de los escoceses presbiterianos que se habían instalado en el Ulster durante el siglo XVII. Además, casi todas las colonias inglesas otorgaron facilidades a los extranjeros para formar parte de la comunidad en igualdad de condiciones que los primeros colonos. Los extranjeros que fueran protestantes y jurasen fidelidad a la Corona británica eran considerados súbditos, con las mismas libertades y privilegios, de los colonos norteamericanos. En 1740, el Parlamento británico aprobó una ley general de naturalización para sus colonias en América. Sin embargo pervivieron dificultades en la mayoría de las colonias inglesas para aquellos inmigrantes católicos o judíos.

      Otros pobladores también llegaron masivamente durante el siglo XVIII a las colonias inglesas. Los esclavos, forzados desde África, eran cada vez más utilizados como mano de obra en las plantaciones. El descenso de su “precio”, ocasionado por el fin del monopolio de la Compañía Real Africana en 1697, y la extensión de la economía de plantación en las colonias del Sur fueron las razones para que la población esclava pasase de 200.000 individuos,


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