Fernando VI y la España discreta. José Luis Gómez Urdáñez
Читать онлайн книгу.había conocido durante las campañas del rey de Nápoles en Italia. Entre ellos estaban el general Mina, el duque de Montemar (1671-1747), ya viejo y retirado desde 1742 pero influyente, el marqués de Salas, ligado desde el principio a Carlos de Nápoles; la mujer de este, de la que estaba separado, la más íntima de Zenón. Pero, entre los primeros ensenadistas, ya sobresalían Agustín Pablo de Ordeñana (1711-1765), el que iba a ser de por vida el «brazo derecho» del ministro, y Alonso Pérez Delgado, el militar que fue su oficial mayor en la Secretaría de Marina desde 1747. Los dos caerían con él el 20 de julio de 1754.
El joven bilbaíno Ordeñana acompañó a Ensenada como secretario desde que este entró al servicio del infante Felipe en 1737. En 1746 era la principal hechura ensenadista en el Consejo de Hacienda, al que pertenecía desde que Ensenada fue nombrado ministro en 1743. Sin embargo, el trabajo de Ordeñana se desarrolló siempre entre bastidores y fue más diversificado que el de Pérez Delgado o el del resto de la red ensenadista, los Banfi, Orcasitas, Francia, Mogrovejo, a los que hay que añadir los muchos amigos que tuvo Ensenada entre los altos cargos del clero, en España y en Roma, especialmente los grandes nautas de la operación concordataria, el cardenal Valenti, secretario del papa, y el auditor Manuel Ventura Figueroa. La tesis doctoral de Cristina González Caizán, La red política del marqués de la Ensenada, publicada en 2004, da idea del alcance nacional e internacional del ensenadismo.
Carvajal tuvo su pequeña «cofradía», pero el ministro, como jefe de la diplomacia exterior, trataba personalmente poco a sus «amigos» y pronto fue oscureciéndose en temas que llevaba el «secretario de todo», como llamó el padre Isla a Ensenada. A algunos de los embajadores a su servicio, Carvajal no les vería durante los largos años de sus embajadas, a otros no les conocía cuando les destinó al servicio exterior, como fue el caso de Ricardo Wall, el «dragón». Contra lo que se suele decir, Wall no fue hechura ni amigo de Carvajal. El propio ministro confesaba que nombró a Wall porque dominaba la lengua inglesa, pues ni siquiera lo conocía personalmente. Ministro y embajador mantendrían una constante correspondencia durante siete años, bien que siempre oficial, pero solo se vieron durante un corto viaje que Wall hizo a España en 1752. Cuando Wall volvió a Madrid en 1754, era precisamente para suceder al ministro que había muerto el 8 de abril de ese año.
Entre las hechuras zenonicias destaca un personaje fascinante: Carlo Broschi, Farinelli. Llegado a España en 1737 a solicitud de Isabel de Farnesio, fue pronto el hombre de confianza de Bárbara de Braganza y, luego, un poderoso intermediario para acceder a los reyes. No eran los tiempos de validos, menos con ministros tan fuertes como Carvajal o Ensenada, pero el pueblo vio pronto que en la Corte «privaba» Farinelli. Sin embargo, el cantante fue mucho más discreto que lo que su situación parecía permitirle. Se mantuvo siempre al lado de los ministros, sin estorbar; especialmente fue amigo de Ensenada, que confesaba en 1750 «yo estimo particularmente a este sujeto», pero no pudo entrar —es evidente— en el círculo de Carvajal, en el que el Capón era constantemente menospreciado.
El rey y la reina encontraron siempre en el cantante un apoyo franco, un amigo íntimo discreto y servicial al que colmaron de regalos. Nunca lo consideraron un sirviente más. Ensenada no le incluyó en la nómina de músicos de palacio, en la que sí estaba por ejemplo Domenico Scarlatti (1685-1757), a pesar de que este genial músico napolitano no se había separado de Bárbara desde que era niña. Maestro de la infanta en Lisboa desde 1721, Scarlatti fue llamado al servicio de la princesa de Asturias tras su boda en 1729. Fue desde entonces hasta su muerte en Madrid el 23 de julio de 1757 el primer maestro de su cámara.
Pero Farinelli fue más que un músico. Todo lo relacionado con el teatro, la decoración de escenarios cortesanos, la reforma y embellecimiento de los Sitios Reales y, en fin, el buen gusto palaciego pasaba por el célebre Farinelli, un hombre que había recorrido las cortes de toda Europa y que trajo a Madrid el mejor gusto de cada una de ellas. Su labor como director de escena en fiestas y ceremonias se completó cuando hizo venir de Venecia a Giacomo Amigoni (1680-1752), el pintor abierto al gusto europeo que retrató a los reyes, a Farinelli, a Ensenada, y mejor congenió con las ideas estéticas de Bárbara.
A este boceto de primeros hombres del rey habría que añadir algunos nombres, especialmente los que componen los servicios de palacio, gente altanera, soberbia y, como dirá el marqués de la Ensenada ya pensando en la reforma de las Casas Reales, «personas nacidas y criadas en la ignorancia de la economía». Los cambios se harán esperar hasta 1749, pero con el anuncio de la «nueva planta» algunos dimitirán siguiendo la estela del marqués de San Juan, de Maceda o del caballerizo del rey, el duque de Albuquerque (1694-1757), que también reaccionó contra la reforma, hoy mejor conocida gracias a un excelente estudio de Gómez Centurión, y a otros que siguieron del amigo desgraciadamente fallecido en diciembre de 2011, tan imprescindibles como su gran libro Alhajas para soberanos, una obra capital para conocer el interior de la Corte y la familia borbónica. Probablemente, el marqués de Montealegre (1683-1757), mayordomo mayor de Bárbara, luego sumiller de corps de Fernando VI —sustituyendo al dimitido San Juan— y el marqués de Villafranca del Bierzo (1683-1753), colateral de los Alba, nombrado mayordomo mayor del rey desde diciembre de 1747, representan mejor el nuevo estilo que los ministros, ya seguros, quieren para la nueva Corte.
El amplio cortejo de geltilhombres del rey y de damas de la reina se completaba con la nutrida corte de pintores, escultores y músicos, sobre todo músicos, además del resto de la «familia» entre la que hay que contar necesariamente a los médicos —pronto llegaría el célebre Andrés Piquer (1711-1772)—, los sacerdotes y los militares al servicio personal de los reyes. Entre los hombres del rey habrá que contar también a los intelectuales, es decir a los que ponen su pluma al servicio de la monarquía. Feijoo fue protegido directamente por Fernando VI, otros como Mayans o el padre Flórez buscaron su apoyo directamente —con distinta fortuna, nada halagüeña para el sabio Mayans—, mientras los más encontraron la intermediación de los ministros y de Rávago.
El nuevo tono del reinado y su relación con los intelectuales lo da mejor que nadie el padre Flórez (1702-1773) en su España sagrada, cuyos dos primeros tomos se publicaron en 1747, sin duda con el aplauso de Carvajal y Ensenada. El historiador agustino se ponía del lado del pacífico y de sus ministros «españoles» en la dedicatoria de su obra: «las Artes y Letras pueden conquistar dentro de un Reino tanto como fuera las Armas, y acaso con más utilidad, más seguridad y menores dispendios». No podía ser más elocuente en su apoyo al rey. Con vehemencia y esperanza concluía: «Solo ahora podemos conseguir la Ilustración».
El rey pacífico. Primeros pasos, primeras impresiones
Simbolismo y despacho
En los retratos del nuevo rey, los pintores no solo plasmaron sus facciones, de por sí bastante agradables, sino además los símbolos del universo filosófico y político que se quería para la nueva monarquía. Cuando Amigoni pintó en la sala de la conversación del palacio de Aranjuez las Virtudes que deben adornar a la monarquía, eligió para las sobrepuertas la Fortaleza, la Concordia, la Mansedumbre, la Liberalidad, la Humildad y la Fidelidad. Ya no hay Marte señalando el trono ni alegorías de la casa madre Borbón cuyas armas aterraban a Europa como en tiempos de Louis Le Grand. El nuevo rey debía ser virtuoso y discreto a imagen de lo que España estaba destinada a ser en el nuevo concierto de las naciones. Solo la Fortaleza de Amigoni, con armadura, se encargaba de mostrar que no sería con humillación. «Que conozcan las potencias extranjeras que hay igual disposición en el Rey para empuñar la espada que para ceñir las sienes con oliva», escribía en 1746 Ensenada.
El riojano Antonio González Ruiz, pintor de cámara, retrató al rey en medio de un escenario repleto de símbolos, todos intencionados. El rey aparece vestido con armadura militar a la antigua usanza, pero se alza sobre un pedestal en el que hay arrinconadas viejas corazas y espadas rotas veladas por un angelote que duerme y otro, despierto, que muestra el plano de un edificio. Al lado están, tendiendo al rey sus atributos, alegorías del progreso de las ciencias y de la agricultura. No es lo que era el rey, sino lo que se quería del rey, para lo que hacía falta su benevolencia o si se quiere su conciencia, un atributo que de concepto religioso debía pasar, por obra de los ministros y de Rávago, a instrumento