Hasta que la muerte (del amor) nos separe. Cristina Ruiz Fernández

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Hasta que la muerte (del amor) nos separe - Cristina Ruiz Fernández


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canónicas, normativas eclesiásticas, casuística de nulidades y todo eso…

      —No, de verdad. Claro que toca algunos de esos temas de manera breve y clara, pero tiene un estilo ágil, ameno y pegado a la realidad y, además de contar historias humanas «de primera mano», ofrece pistas para favorecer ese cambio de mirada que está promoviendo Francisco: hacer posible, cada cual desde el lugar en que está, esa Iglesia que acoge y abraza.

      —Vale, pues lo leeremos cuando llegue y lo comentamos. (Suspira) ¡Quién me iba a decir a mí en el noviciado que iba a leer estas cosas y no solo vidas de santos! Y para colmo que me iban a empujar a descubrir otras «santidades» escondidas en estas historias de gente separada y divorciada...

      —Bueno, ¡tampoco vayamos a olvidarnos de todos esos a los que «les sale bien» el matrimonio! A ver qué os parece mi propia traducción del comienzo de la Amoris laetitia: «La alegría del amor que se vive en las familias es también la alegría de las monjas, monjes, religiosos, religiosas, frailes, canonesas y canónigos regulares, ermitaños, cenobitas, anacoretas y otras especies raras de nuestra Iglesia».

      —Aceptada por unanimidad.

      DOLORES ALEIXANDRE RSCJ

      Introducción

      «¡Sí, Dios nos quiere felices!»

      ROGER DE TAIZÉ

      Poner en manos de una recién casada el tema del divorcio. Toda una osadía, sin duda. Cuando este libro vea la luz habré celebrado hace muy poco mi primer aniversario de boda y, sin embargo, aquí estoy: hablando de lo que pasa cuando el amor se acaba.

      Podrán decir que soy una inexperta, que me queda mucho por vivir y mucho por aprender. Y será cierto. Pero lo que también es cierto es que escribiendo este libro escribo algo que es en cierto modo la historia de mi vida. Mis padres se divorciaron cuando yo tenía 10 años y –aunque ninguno de los dos volvió a tener una relación de pareja– pude atisbar la gran complejidad de lo que estaba pasando. Entre los recuerdos de aquella época está la tristeza enorme de mi padre, el sufrimiento de mi madre y el dolor que la separación causó.

      Un divorcio paradójico entre dos personas que siempre se quisieron muchísimo, incluso cuando llegó el momento de separarse. Pero la vida es compleja y tiene caminos difíciles de imaginar. Situaciones impredecibles –o predecibles pero indeseables– que cambian aquellos planes que fueron concebidos para durar toda la vida.

      Guardo vívida en la mente la imagen de mi madre, meses –tal vez incluso años– después del divorcio, yendo a confesarse a la iglesia del Cristo de Medinaceli. Recuerdo cómo salió de aquel confesionario. Renovada, aliviada, llena de emoción por las palabras de ese sacerdote desconocido que la confortaron. Le hicieron reconciliarse con la Iglesia, tal vez, pero sobre todo consigo misma y con la vida. Nunca supe textualmente qué le dijo aquel sacerdote, ni qué le contó ella a él, pero lo que sí percibí de forma clara y ha perdurado en el tiempo, fue esa vivencia intensa de la reconciliación. Y mi madre volvió a comulgar.

      Claro, ahora ya como adulta sé que mi madre podía haber comulgado desde el primer momento: nunca tuvo una nueva pareja después de mi padre. Pero aún así, ella sentía esa necesidad de perdón y de reparación para poder acercarse al pan y al vino.

      Pasaron los años y falleció mi padre. Nunca es fácil afrontar la muerte de un progenitor, menos cuando se es aún joven. La memoria de su amor perdura, pero también el recuerdo de aquella separación… y el miedo a repetir la historia.

      Así, cuando lo que pasan no son años, sino décadas, me veo a mí misma yendo hacia el altar. Amando profundamente al hombre que me acompaña y convencida de adquirir con él un compromiso que sea para toda la vida. Pero me aflora un miedo muy real. Miedo refrendado por las estadísticas que dicen que casi dos de cada tres parejas que se casan en España acaban divorciándose1.

      La vida da muchas vueltas. Las personas cambian, las situaciones cambian. Siendo ambos hijos de padres separados (casualidad, tal vez), la posibilidad se vuelve más cercana y el miedo a replicar modelos de nuestros padres es bastante real. ¿Quién puede decirnos que seguiremos en el mismo camino dentro de diez o veinte años? ¿Quién puede afirmarlo con certeza? Nadie. La respuesta es: nadie.

      Cuando una pareja da el paso hacia el altar –me referiré en este libro fundamentalmente al matrimonio canónico–, nadie desea que ese matrimonio se rompa en un futuro, pero tampoco puede nadie garantizar al cien por cien que las cosas irán bien.

      Podemos apostar con todas nuestras fuerzas a que será para siempre. Podemos implicarnos y formarnos con un curso de preparación al matrimonio completo, realista y vivencial. Podemos generar herramientas que nos ayuden a cuidar y hacer más rica nuestra relación: espacios para el diálogo sincero, acuerdos, conversaciones sin tapujos, lugares de intimidad y de oración. Podemos buscar ayuda en caso de que surjan problemas: amigos, familiares, mediadores, terapeutas de pareja, sacerdotes, acompañantes… Podemos volver a intentarlo, recordar las fuentes de nuestro amor, lo bueno y lo bello de cada uno, aquello que nos hizo enamorarnos el uno del otro. Podemos perdonar, podemos darnos otra oportunidad, darle otra oportunidad, darme otra oportunidad.

      Podemos hacer todo eso y, probablemente, funcionará. Pero también existe la posibilidad de que no funcione, de que la cosa ya no tenga arreglo. Y eso es una realidad en la vida de los seres humanos. Me gustó especialmente la intervención de una de las parejas de laicos que participaron en el Sínodo Extraordinario de

      Obispos sobre la Familia, celebrado en 2014. «Family is messy», dijeron ante los padres sinodales Ron y Mavis Pirola. Una expresión que podría traducirse como «la familia es liosa» o «la familia es complicada». Sin duda lo es, porque está formada por personas. Y las personas siempre somos complejas. Cambiamos permanentemente, sentimos y expresamos esos sentimientos con mayor o menor eficiencia. Nos equivocamos todos los días. Soñamos, anhelamos… y esos sueños también evolucionan. Sufrimos física y mentalmente. Nos descubrimos poco a poco en esa tarea de autoconocimiento que dura toda la vida.

      Entendido así, la evolución de las relaciones de pareja, las separaciones y las rupturas, entran en la lógica humana y se derivan de lo más profundo de nuestra identidad. Los seres humanos somos complejos y la familia es complicada. Por eso es difícil dar respuestas universales a algo tan diverso y plural como el divorcio. Cada historia, cada miembro de cada pareja es un caso distinto al que merece la pena acercarse con empatía y misericordia.

      Y es en ese contexto en el que se quieren situar estas páginas. Este libro no pretende ser un tratado teológico sobre el matrimonio y su indisolubilidad instituida por Cristo. Tampoco pretende teorizar sobre derecho canónico ni dar argumentaciones complejas basadas en enormes bibliografías. No soy teóloga, ni abogada, ni catedrática de derecho canónico. Sería demasiado presuntuoso por mi parte querer situar esta publicación en esos términos.

      Por supuesto que, inevitablemente, a lo largo del libro habrá referencias teológicas y bibliográficas a documentos doctrinales. Textos que son necesarios para comprender cuál es la situación actual del matrimonio canónico y por qué ofrece tantas dificultades actualizar el magisterio de la Iglesia en relación con el divorcio.

      Pero, sobre todo, el planteamiento de estas páginas es aterrizar todas estas cuestiones en la vida real de las personas.

      Desde una mirada esperanzada he querido recoger experiencias de hombres y mujeres que han sufrido una ruptura y para quienes la fe es un aspecto importante en sus vidas. He querido reflejar también experiencias pastorales que ya están en marcha para acoger a estas personas en la Iglesia y darles una respuesta real que se ajuste a sus necesidades.

      Para esto he contado con la voz y el testimonio de personas que lo han vivido en carne propia. He tenido la suerte de poder entrevistar a Belén, José Luis, Ana, Sonia, Paloma, Fernando, Anselmo, Emilio y Julián, procedentes tanto de la Parroquia de Nuestra Señora de Guadalupe como del Grupo de Sepas del Centro Arrupe de Valencia. Ellos y ellas han sido quienes le han puesto rostro a las cifras y quienes me han hecho ver realidades y perspectivas


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