Episodios Nacionales: Bodas reales. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: Bodas reales - Benito Pérez Galdós


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en esto al grupo dos vecinos, uno de ellos zapatero y miliciano nacional, el otro matarife, muy señalado por su patriotismo, y dieron del suceso versión distinta de la de Sacris. Olózaga llevó a la firma de la Reina el decreto de disolución, y Su Majestad obsequió al Ministro con su cartucho de dulces, después de lo cual firmó sin dificultad. Lo que había era que los despóticos, viendo que Olózaga venía con las intenciones de un jarameño, le armaron esta fea zancadilla en Palacio, figurando que la Reina no firmó de su voluntad, con lo que quitaban de en medio a todo el elemento libre.

      En formidable disputa empeñáronse el zapatero y Sacris, esgrimiendo este toda su dialéctica retrógrada y eclesiástica, el otro volviendo por los sagrados fueros de la Libertad y la Milicia, y a punto estaban ya de agarrarse, no ya de lenguas, sino de uñas, cuando Doña Leandra abandonó el grupo de contendientes (que a cada instante se engrosaba con vecinos de ambos sexos), y tiró hacia su casa, donde esperaba que Bruno le daría informes de toda exactitud, y que la familia determinaría por unanimidad ponerse en salvo. Llegó, en efecto, al hogar el buen Carrasco, poco después de su esposa, y a esta y a sus hijas, que ya en la vecindad habían oído alguna vaga indicación del suceso, lo refirió y comentó con sentido, sin dar a entender que ofreciera peligro la residencia en Madrid. Doña Leandra afectó un terrible miedo; las chicas, no menos asustadas, agregaron que convenía mudarse pronto, antes hoy que mañana, porque no había más peligrosa vecindad que los barrios bajos en tiempo de revueltas. Calló la madre tragando saliva, y D. Bruno siguió diciendo que lo de Olózaga era castigo de Dios, porque tanto él como López y Caballero, las primeras figuras entre los libres, se habían mancomunado con la gente tiránica para derribar al Regente, y ya pagaban su culpa, viéndose perseguidos y deshonrados de mala manera por los que se fingieron sus amigos con el único fin de quitarle a la Nación hasta los últimos ápices de libertad.

      Por el momento, no podía el Sr. de Carrasco decir más, y al café se largaba, donde fácilmente se enteraría del curso de aquel negocio. Todos los cafés ardían en disputas. Se oían los juicios mas razonables y las aseveraciones más absurdas y locas. La discreción y la demencia chisporroteaban juntas, y el humo de las vacías palabras asfixiaba a las muchedumbres que en lugar cerrado y en la calle, en cuerpos de guardia, en corredores palatinos, en ámbitos del Congreso, y en sacristías, camarines, plazuelas y portales, agitaban sus lenguas y secaban sus gargantas comentando el dramático asunto y desentrañando sus obscuros móviles.

      «Señores, señores —decía D. José del Milagro en su gallinero del café, esforzando horriblemente la voz, y dando golpes en la mesa para dominar el tumulto y abrir un hueco de silencio en que depositar su opinión. – Señores… óiganme, por favor… En nombre de la patria, de la familia, del individuo, ¡ah!, les ruego que me oigan, porque si no me oyen reviento, como hay Dios… La única solución, la única solución que veo… lo digo con la mano puesta sobre mi conciencia… la única solución es que le traigamos otra vez… Sí: en este horrible desconcierto, todos los ojos se volverán al fin al héroe desterrado, al ciudadano invicto que hemos perdido porque no le merecemos, al triunfador, al regenerador, al pacificador…».

      – Silencio, orden —gritaron varias bocas, – que Milagro está diciendo cosas muy buenas… ¡Silencio!

      – Sí, amigos míos, compañeros míos, hermanos míos —prosiguió D. José imitando el estilo de López-: yo sostengo, yo aseguro, yo declaro que en la gravísima situación de la Patria, en el terrible conflicto de la Libertad, en este deplorable caos a que nos han traído los errores de unos y otros, no veo, no vislumbro, no puedo imaginar otro remedio ni otra salvación que la salvación y el remedio que he tenido el honor de exponer… Y la misma Reina, nuestra amadísima Soberana, que alguien quiere convertir en piedra de escándalo y en elemento, señores, en elemento de discordia y enredos… nuestra excelsa Soberana, hija de cien Reyes, será la primera que alargue sus bracitos amorosos hacia Londres, diciendo: «Espartero, ven a salvarme, que sólo en ti y en la Virgen del Pilar veo lealtad y amor verdadero; ven a librarme de esta pillería que me rodea y quiere engañarme, unos para llevarme a la demagogia, otros para vestirme de la piel del despotismo… No, no mil veces, Espartero mío: yo no quiero ser despótica ni parecerlo. Liberal nací, y liberalmente me crié, ¡ah!, entre el estruendo de los himnos populares y del horrísono fuego de cañón con que los campeones del adelanto destruían los odiados alcázares del retroceso, representado por mi señor tío. Yo quiero ser popular y que el pueblo me adore, como yo le adoro a él». Esto dirá nuestra divina Isabel, y el Pacificador oirá su voz suplicante, como la de los buenos que aún quedan aquí, y le veremos venir, tirándole de un brazo los progresistas y de otro los moderados de juicio, y empujándole los decentes de todos los partidos. Creedlo, señores y amigos: si la acusación se formula en las Cortes, si el gran barullo se arma entre olozaguistas y palaciegos, entre milicia y tropa, entre fraques y uniformes, llegará día en que la necesidad de conservar la vida inspire a todos la idea de volver los ojos al hombre de Septiembre en Madrid, al hombre de Diciembre en Luchana, al hombre de Junio en Peñacerrada, al hombre de Mayo en Guardamino; al hombre, en fin, de todos los meses del año en la patria historia… Deseemos, pues, que la confusión aumente, que vengan injurias de unos a otros, bofetadas y palos, y tras los palos, tiros, y tras los tiros, el pronunciamiento decisivo del sentido común contra las tonterías y los crímenes… He dicho».

      Aunque no fueron pocos los que tomaron a risa la perorata del sesudo Milagro, escarneciéndola con aplauso burlesco, no dejó de producir su efecto en la mayoría del concurso, y algunos hubo que suspensos y meditabundos la oyeron. ¡Sería chistoso que acertara D. José y saliera para Londres una comisión de tirios y troyanos en busca del Duque para traerle a poner paz en este charco de ranas locas! Abundó Carrasco en las ideas de su amigo, añadiendo que él iría con mucho gusto a Londres para la traída del hombre de todo el año, y por de pronto lanzaría la idea para que fuese cuajando en los cerebros.

      El llevar al Congreso la acusación y darle forma parlamentaria fue la más escandalosa pifia de los señores moderados o palatinos: en vez de ahogar el escándalo en su origen, echando tierra sobre el error cometido, fuera obra de quien fuese, empeñáronse en desplegar ante el país toda la malicia y desparpajo de nuestros políticos, entregando la persona de la Reina a la voracidad de las disputas y al manoseo de las opiniones. ¡Bonito principio de reinado; bonito estreno de la Majestad, que representada en una candorosa niña, debió ser resguardada de toda impureza y puesta en un fanal, a donde no llegara el hálito de las ambiciones! Por esto ha podido decir Isabel II que desde su tierna edad le enseñaron el código de las equivocaciones. Pudo añadir también que en cuanto le quitaron los andadores, dejándola correr por las asperezas del Gobierno con sus pasos propios, oyó sin cesar palabras rencorosas de unos españoles contra los otros, y sin quererlo aprendió de memoria el estribillo de que estos súbditos eran buenos, y malos los de más allá. Manos de bandidos la empujaban por estos caminos, dedos negros le señalaban otros no menos obscuros, y con pérfidas lecciones fomentaban en ella todos los defectos de su raza, dejándole el cuidado de conservar por sí misma algunas de sus virtudes. Si algo bueno tuvo no se lo debió a nadie: lo malo no es tan suyo como parece, porque poca defensa contra el mal tiene una pobre niña, gobernante de pueblos, criatura mimada y sin estudios, a quien le ponen de maestros los siete pecados capitales… y no le pusieron más de siete porque no los había.

      IX

      La gran función parlamentaria, la espantosa lidia de Olózaga, soberbia res de sentido, fue de las más interesantes del régimen: desde que hubo tribuna entre nosotros, no se había visto escandalera semejante; la emoción dramática superó a cuanto dan de sí las más ingeniosas obras del romanticismo. La intriga era soberana, el enredo superior, el diálogo vivo, a veces fulminante; las peripecias, variadas y sorprendentes; a cada paso surgían escenas de pasmoso efecto. Una de las que más hondamente afectaron al público, apenas alzado el telón, fue ver entrar en escena, con su cartera debajo del brazo, algo inquieto y sobrecogido, al famoso Ibrahim Clarete, el desvergonzado libelista de El Guirigay y trompetero de motines, D. Luis González Bravo, joven lleno de gracias y de ambición, de simpatía y de cinismo, que desde el 40 acechando venía la coyuntura de un rápido encumbramiento, y al fin la encontraba. Meses antes enronquecía cantando las alabanzas de la Milicia Nacional; en Septiembre del 40 ensalzaba en Madrid a Espartero;


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