Episodios Nacionales: Cádiz. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: Cádiz - Benito Pérez Galdós


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a milord que no se entusiasme demasiado – dije conteniendo sus bríos. – Me ha desarmado ya repetidas veces para gozarse como un niño en darme estocadas a fondo que no puedo parar. ¡Ese botón está mal y puedo ser atravesado fácilmente!

      – Así es como se aprende – repuso – . O no he de poder nada, o será usted un consumado tirador.

      Después que nos batimos a satisfacción, y cuando se despejaron un tanto las densas nubes que oscurecían y turbaban su entendimiento, me marché a la Isla, a donde me acompañó deseoso, según dijo, de visitar nuestro campamento. En los días sucesivos casi ninguno dejó de visitarme. Su afectuosidad me contrariaba, y cuanto más le aborrecía, más desarmaba él mi cólera a fuerza de atenciones. Mis respuestas bruscas, mi mal humor, y la terquedad con que le rebatía, lejos de enemistarle conmigo, apretaban más los lazos de aquella simpatía que desde el primer día me manifestó; y al fin no puedo negar que me sentía inclinado hacia hombre tan raro, verificándose el fenómeno de considerar en él como dos personas distintas y un solo lord Gray verdadero, dos personas, sí, una aborrecida y otra amada; pero de tal manera confundidas, que me era imposible deslindar dónde empezaba el amigo y dónde acababa el rival.

      Érale sumamente agradable estar en mi compañía y en la de los demás oficiales mis camaradas. Durante las operaciones nos seguía armado de fusil, sable y pistolas, y en los ratos de vagar iba con nosotros a los ventorrillos de Cortadura o Matagorda, donde nos obsequiaba de un modo espléndido con todo lo que podían dar de sí aquellos establecimientos. Más de una vez se hizo acompañar al venir desde Cádiz por dos o tres calesas cargadas con las más ricas provisiones que por entonces traían los buques ingleses y los costeros del Condado y Algeciras; y en cierta ocasión en que no podíamos salir de las trincheras del puente Suazo, transportó allá con rapidez parecida a la de los tiempos que después han venido, al Sr. Poenco con toda su tienda y bártulos y séquito mujeril y guitarril, para improvisar una fiesta.

      A los quince días de estos rumbos y generosidades no había en la Isla quien no conociese a lord Gray; y como entonces estábamos en buenas relaciones con la Gran Bretaña, y se cantaba aquello de La trompeta de la Gloria dice al mundo Velintón… (lo mismo que está escrito) nuestro mister era popularísimo en toda la extensión que inunda con sus canales el caño de Sancti-Petri.

      Su mayor confianza era conmigo; pero debo indicar aquí una circunstancia, que a todos llamará la atención, y es que aunque repetidas veces procuré sondear su ánimo en el asunto que más me interesaba, jamás pude conseguirlo. Hablábamos de amores, nombraba yo la casa y la familia de Inés, y él, volviéndose taciturno, mudaba la conversación. Sin embargo, yo sabía que visitaba todas las noches a doña María; pero su reserva en este punto era una reserva sepulcral. Sólo una vez dejó traslucir algo y voy a decir cómo.

      Durante muchos días estuve sin poder ir a Cádiz, a causa de las ocupaciones del servicio, y esta esclavitud me daba tanto fastidio como pesadumbre. Recibía algunas esquelas de la condesa suplicándome que pasase a verla, y yo me desesperaba no pudiendo acudir. Al fin logré una licencia a principios de Marzo y corrí a Cádiz. Lord Gray y yo atravesamos la Cortadura precisamente el día del furioso temporal que por muchos años dejó memoria en los gaditanos de aquel tiempo. Las olas de fuera, agitadas por el Levante, saltaban por encima del estrecho istmo para abrazarse con las olas de la bahía. Los bancos de arena eran arrastrados y deshechos, desfigurando la angosta playa; el horroroso viento se llevaba todo en sus alas veloces, y su ruido nos permitía formar idea de las mil trompetas del Juicio, tocadas por los ángeles de la justicia. Veinte buques mercantes y algunos navíos de guerra españoles e ingleses estrelláronse aquel día contra la costa de Poniente; y en el placer de Rota, la Puntilla y las rocas donde se cimenta el castillo de Santa Catalina aparecieron luego muchos cadáveres y los despojos de los cascos rotos y de las jarcias y árboles deshechos.

      Lord Gray, contemplando por el camino tan gran desolación, el furor del viento, los horrores del revuelto cielo, ora negro, ora iluminado por la siniestra amarillez de los relámpagos, la agitación de las olas verdosas y turbias, en cuyas cúspides, relucientes como filos de cuchillos, se alcanzaban a ver restos de alguna nave que se hundía luego en los cóncavos senos para reaparecer después; contemplando lord Gray, repito, aquel desorden, no menos admirable que la armonía de lo creado, aspiraba con delicia el aire húmedo de la tempestad y me decía:

      – ¡Cuán grato es a mi alma este espectáculo! Mi vida se centuplica ante esta fiesta sublime de la Naturaleza, y se regocija de haber salido de la nada, tomando la execrable forma que hoy tiene. Para esto te han criado ¡oh mar! Escupe las naves comerciantes que te profanan, y prohíbe la entrada en tus dominios al sórdido mercachifle, ávido de oro, saqueador de los pueblos inocentes que no se han corrompido todavía y adoran a Dios en el ara de los bosques. Este ruido de invisibles montañas que ruedan por los espacios, chocándose y redondeándose como los guijos que arrastra un río; estas lenguazas de fuego que lamen el cielo y llegan a tocar el mar con sus afiladas puntas; este cielo que se revuelca desesperado; este mar que anhela ser cielo, abandonando su lecho eterno para volar; este hálito que nos arrastra, esta confusión armoniosa, esta música, amigo, y ritmo sublime que lo llena todo, encontrando eco en nuestra alma, me extasían, me cautivan, y con fuerza irresistible me arrastran a confundirme con lo que veo… Esta alteración se repite en mi alma; esta rabia y desesperado anhelo de salir de su centro, propiedad es también de mi alma; este rumor, donde caben todos los rumores de cielo y tierra, ha tiempo que también ensordece mi alma; este delirio es mi delirio, y este afán con que vuelan nubes y olas hacia un punto a que no llegan nunca, es mi propio afán.

      Yo pensé que estaba loco, y cuando le vi bajar del calesín, acercarse a la playa e internarse por ella hasta que el agua le cubrió las botas, corrí tras él lleno de zozobra, temiendo que en su enajenación se arrojase, como había dicho, en medio de las olas.

      – Milord – le dije – volvámonos al coche, pues no hay para qué convertirse ahora en ola ni nube, como usted desea, y sigamos hacia Cádiz, que para agua bastante tenemos con la que llueve, y para viento, harto nos azota por el camino.

      Pero él no me hacía caso, y empezó a gritar en su lengua. El calesero, que era muy pillo, hizo gestos significativos para indicar que lord Gray había abusado del Montilla; pero a mí me constaba que no lo había probado aquel día.

      – Quiero nadar – dijo lacónicamente lord Gray, haciendo ademán de desnudarse.

      Y al punto forcejeamos con él el calesero y yo, pues aunque sabíamos que era gran nadador, en aquel sitio y hora no habría vivido diez minutos dentro del agua. Al fin le convencimos de su locura, haciéndole volver a la calesa.

      – Contenta se pondría, milord, la señora de sus pensamientos si le viera a usted con inclinaciones a matarse desde que suena un trueno.

      Lord Gray rompió a reír jovialmente, y cambiando de aspecto y tono, dijo:

      – Calesero, apresura el paso, que deseo llegar pronto a Cádiz.

      – El lamparín no quiere andar.

      – ¿Qué lamparín?

      – El caballo. Le han salido callos en la jerraúra. ¡Ay sé! Este caballo es muy respetoso.

      – ¿Por qué?

      – Muy respetoso con los amigos. Cuando se ve con Pelaítas, se hacen cortesías y se preguntan cómo ha ido de viaje.

      – ¿Quién es Pelaítas?

      – El violín del Sr. Poenco. ¡Ay sé! Si usted le dice a mi caballo: «vas a descansar en casa de Poenco, mientras tu amo come una aceituna y bebe un par de copas», correrá tanto, que tendremos que darle palos para que pare, no sea que con la fuerza del golpe abra un boquete en la muralla de Puerta Tierra.

      Gray prometió al calesero refrescarle en casa de Poenco, y al oír esto ¡parecía mentira!, el lamparín avivó el paso.

      – Pronto llegaremos – dijo el inglés. – No sé por qué el hombre no ha inventado algo para correr tanto como el viento.

      – En Cádiz le aguarda a usted una muchacha bonita. No una, muchas tal vez.

      – Una


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