Episodios Nacionales: Mendizábal. Benito Pérez Galdós

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Episodios Nacionales: Mendizábal - Benito Pérez Galdós


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ya le he visto, criatura! Por fin dio conmigo en el Café Nuevo, donde me había citado mi tocayo Nicomedes para leerme dos artículos de filosofía, una comedia en verso y un proyecto de Constitución…

      – Dispénseme – dijo Calpena, que pronto empezó a tomar confianza-: ese Salustiano, ¿es Olózaga?

      – El mismo. Le nombran Gobernador de Madrid…

      – Subdelegado – apuntó el otro huésped, de quien se hablará después, – que así se llaman ahora.

      – Tanto monta, amigo Hillo… La denominación que se adoptará como definitiva es la de jefes políticos. Por de pronto, empleemos la acepción que más fácilmente comprende el pueblo: gobernadores… Pues pretende Salustiano llevarme de secretario; pero… no en mis días. Mientras yo no vea clara la situación, mientras no vea un Gabinete decidido a marchar adelante, siempre adelante, enarbolando resueltamente la bandera del progreso, no me cogen, no me cogen… Nicomedes piensa lo mismo…

      – Oí decir esta tarde en el despacho de los Toros – indicó tímidamente el segundo huésped, – que sería secretario ese joven, tocayo de usted, que acaba de citar… Pastor.

      – Atrasados están de noticias en el despacho de Toros, mi querido Hillo. Será secretario del Gobierno de Madrid mi amigo Manolo Bretón.

      – ¿El poeta… el autor de Marcela? – preguntó Calpena con vivo interés.

      – El mismo. Y añadiré que a mí me lo debe – afirmó con cierta fatuidad de buen tono el que llamamos primer huésped, y ahora Don Nicomedes. Conviene declarar, ante todo, que no es Pastor Díaz. El huésped de la casa de Méndez no ha pasado a la historia, aunque en verdad lo merecía, por la agudeza de su entendimiento y la variedad de sus estudios. Menos años contaba entonces el Nicomedes que después adquirió celebridad como político y publicista: ambos se hallaban ligados por estrecha y cordial amistad. El más joven hizo carrera literaria y política; el más viejo se fue a la Habana en tiempo del general Tacón, y murió de mala manera bajo el mando de Roncali. Apenas ha dejado rastro de sí, como no sea el descubierto con no poca diligencia por el que esto refiere; rastro apenas visible, apenas perceptible en el campo de la historia anónima, es decir, de aquella historia que podría y debería escribirse sin personajes, sin figuras célebres, con los solos elementos del protagonista elemental, que es el macizo y santo pueblo, la raza, el Fulano colectivo.

      Bueno. Diré algo ahora del segundo huésped, clérigo enjuto y amable, que entraba siempre en el comedor tarareando, y a veces tocando las castañuelas con los dedos, lo que no quiere decir que fuera un sacerdote casquivano, de estos que no saben llevar con decoro el sagrado hábito que visten. La jovialidad del bonísimo D. Pedro Hillo, natural de Toro, era enteramente superficial, y a poco que se le tratara, se le veían las tristezas y el amargo desdén que le andaba por dentro del alma, como una procesión interminable. Por lo demás, no se ha conocido hombre de costumbres más puras ni en la clase eclesiástica ni en la civil; hombre que, si no derramaba el bien a manos llenas, era porque no se lo permitía su mediano pasar, cercano a la pobreza; incapaz de ofender a nadie de palabra ni de obra; comedido en su trato; puntual en sus obligaciones; religioso de verdad, sin aspavientos. No tenía más falta, si falta es, que gustar locamente de las funciones de toros. Su principal ciencia, entre las poquitas que atesoraba, era el entender del arte del toreo y mostrar profundo conocimiento de sus reglas, de su historia, y poder dar sobre tales materias opiniones que los devotos del cuerno oían como la palabra divina. Pero dígase en honor de D. Pedro Hillo que, lejos de la intimidad con otros taurófilos, no alardeaba de su conocimiento, ni usaba nunca los groseros terminachos que suelen ser lenguaje propio de esta singular afición. Como se disimula un ridículo vicio, disimulaba el buen curita su autoridad en materia de quiebros, pases y estocadas.

      Y para que se vea un ejemplo más de las complejidades del humano espíritu, sépase que a este saber de cosas triviales unía Don Pedro de otro de más sustancia. Era un apreciable retórico, de la escuela de Luzán y Hermosilla; había practicado durante más de veinte años el magisterio del arte de hablar bien en prosa y verso, y orgulloso de estos conocimientos, trataba de lucirlos siempre que podía.

      Se ignora por qué dejó el bueno de Hillo, primero su cátedra del Colegio Mayor de Zamora, después el cargo de preceptor de los niños del señor Duque de Peñaranda de Bracamonte. Lo que sí se ha podido averiguar es que en Septiembre de 1836 pretendía una cátedra de la Universidad Complutense, y que en aquella fecha llevaba año y medio de inútiles pasos y gestiones sin obtener más que buenas palabras. Eso sí: ni se cansaba de pretender, ni los desaires y aplazamientos marchitaban sus ilusiones, ni le rendía el fatigoso y tristísimo vuelva usted mañana.

      Dígase también, para completar la figura, que D. Pedro profesaba o fingía, en política, un escepticismo inalterable, rara condición en aquellos tiempos de lucha. Conocimiento y amistad tenía con personas de una y otra bandera; pero de nada le valían, sin duda por causa de su timidez, o por la vaguedad de sus opiniones, que tal vez le hacía sospechoso a tirios y troyanos. Los patriotas le miraban con recelo creyéndole arrimado al carlismo, y la gente templada le tenía por afecto a las logias. Por esto decía él, empleando la palabra griega que significa moraleja: «Epimicion: quien navega entre dos aguas, no llega nunca a una cátedra».

      El primer huésped, D. Nicomedes Iglesias también pretendía; mas no era fácil traslucir el objeto de sus desatentadas ambiciones. Cosa extraña: Hillo hablaba poco, y sus propósitos y deseos se traslucían a las primeras palabras. Por los codos hablaba Iglesias y después de oírle perorar tres horas con gracia y facundia prodigiosa, nadie sabía lo que pensaba, ni qué planes o enredos se traía. No disimulaba el radicalismo de sus ideas, el cual no era obstáculo para que cultivase el trato de casi todas las notabilidades de aquella turbulenta generación, siendo su mayor intimidad con los exaltados. Toda la tarde estaba fuera de casa, menos cuando daba cita en ella a un par de compinches, pasándose las horas muertas de conciliábulo a puerta cerrada. Después de cenar se echaba invariablemente a la calle, y no volvía hasta la madrugada; levantábase a la hora de comer, y al encontrarse en la mesa con su amigo D. Pedro, bromeaban un rato. El presbítero tenía siempre algo que decir de las nocturnidades de su compañero; pero sin traspasar nunca los límites de una discreta confianza inofensiva: «¿Qué hay por la casa de Tepa?… Anoche, amigo Nicomedes, debieron ustedes tratar de ir disolviendo juntitas, para que no se enfade D. Juan de Dios Álvarez… Mucho tuvieron que discutir anoche los del rito escocés, porque entró usted cerca de las cuatro… ¿Y qué se sabe del ínclito Aviraneta? ¿Le sueltan, o le hacen ministro, o le ahorcan?».

      Contestaba el otro a estas pullas inocentes con gracia y mesura, sin soltar prenda, ni clarearse más de lo que le convenía. Desde la primera cena simpatizó Calpena con sus dos compañeros de casa, y singularmente con el clérigo Hillo. El agrado que la conversación de este le causaba aumentó tan rápidamente, que al segundo día eran amigos, y ambos creían que su trato databa de larga fecha. Verdad que los dos eran clásicos en lo literario, templados o neutrales en lo político, de pacífico y blando genio, amantes de la regularidad y del vivir manso, sin emociones; semejanza que un atento observador habría podido apreciar, no obstante las diferencias que la edad marcaba en uno y otro. Había, sin embargo, momentos en que Calpena se expresaba como un viejo, y D. Pedro como un muchacho.

      El segundo día de hospedaje, desayunándose juntos, hablaron de política, que era en aquel tiempo la usual, la obligada comidilla, lo mismo al almuerzo que a la cena. «¿Qué le parece a usted, amigo D. Fernando? – dijo Hillo. – ¿Nos cumplirá ese Sr. Mendizábal todo lo que nos ha prometido? Porque ya ve usted si ha venido con ínfulas. Que acabará la guerra carlista en seis meses, y que para entonces no veremos un faccioso ni buscándolo con candil. Que pondrá término a la anarquía, cortando el revesino a todas las juntas. Que arreglará la Hacienda, y pronto rebosarán las arcas del Tesoro. Que hará de la España una nación tan grande y poderosa como la Inglaterra, y seremos todos felices y nos atracaremos de libertad y orden, de pan y trabajo, de buenas leyes, justicia, religión, libertad de imprenta, luces, ciencia, y, en fin, de todo aquello que ahora no comemos ni hemos comido nunca».

      III

      – Yo,


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