La familia de León Roch. Benito Pérez Galdós

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La familia de León Roch - Benito Pérez Galdós


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torero a caballo, un grosero mocetón de piernas ceñidas y cintura fajada, de cuerpo culebreante, no falto de belleza escultórica, rematado por zafia cabeza española de color de tabaco y el sombrero ancho. El caballo piafaba, y el conde-duque contenía los de su break, fogosos animales mestizos de sangre bearnesa y andaluza.

      Poco tardó Polito en subir al coche con Lady Bull, y la alegre comparsa se puso en marcha calle abajo, presidida por Higadillos y alegrada por los cascabeles del tiro a la calesera. León miró con curiosidad aquel fragmento pequeño pero expresivo de la iconografía contemporánea de España.

      Capítulo XII. Gustavo

      Le miró, y una sonrisa afable, señal inequívoca de complacencia por la visita, iluminó su semblante triste. Después las miradas de uno y otro (pues se hallaban próximos a la ventana) se recrearon en la frescura aromática del jardín, sobre cuyo verdor pasaba el chorro de la manga de riego como un plumero de agua que limpia el polvo, ahuyentando los pájaros, deteniendo a las mariposillas, ahogando a los insectos, acariciando a las plantas. Hábilmente dirigida por el jardinero, penetraba en la espesura de los setos de evónimus, se desmenuzaba, para formar polvaredas líquidas, en las cuales jugaba fugaz arco-iris. El jardín era nuevo, de esos que se traen de casa del horticultor como los muebles de casa del tapicero, formando un todo completo, y se plantan con método, con su selva en miniatura, sus praderas, sus vergeles, sus peñascos bordados por la yedra, sus canastillos llenos de minutisa y de convolvuláceas. Cada conífera estaba en su sitio, y había esos corrillos simétricos en los cuales algunas filas de petunias aparentan estar de rodillas adorando la majestad de una araucaria imbricata, o la altiva insolencia de un drago que todo es púas. Diríase que todo acababa de ser desembalado, cual si más bien fuese hechura de la industria que de la Naturaleza; pero era bonito, fresco, alegre, y no se podía concebir cosa más apropiada para separar la calle, que es de todos, de la casa, que es de uno solo.

      Después de que contemplaron un rato el jardín, se sentaron a tomar café.

      – Antes de que se me olvide – dijo Gustavo, – quiero reprenderte una virtud que, por lo mal practicada, es dañosa: me refiero a tus liberalidades, que, indudablemente, perjudican a ti que las haces y a mi hermano que las disfruta. Sé que otra vez has dado dinero a Polito, y esto me disgusta, porque mi hermano es un vicioso de la peor casta que existe… Aquí, en el seno de la confianza, puedo decir todo lo que siento y juzgar con rectitud a los individuos de mi familia. Si su conducta me produce vergüenza, prefiero que me abrase el rostro a que me queme la sangre.

      El que así hablaba era un joven formal y un poco severo, parecido a sus hermanos y a su padre, pero menos hermoso que María y muy distante de la extenuación irrisoria de Leopoldo. Su rostro, quizás demasiado duro, indicaba un carácter entero y completo, rara cosa en tal familia, convicciones arraigadas y una digna estimación de sí mismo. Era grave en el discurso, cortés en el trato, huyendo, al parecer, tanto de la arrogancia como de la llaneza, y manteniéndose en un medio de frialdad cultísima que algunos tenían por estudiada. Honrado y puntualísimo caballero en las relaciones comunes de la vida, poseía, de añadidura, instrucción no escasa y brillante talento. Ni alto ni bajo, ni grueso ni delgado, vestido de oscuro, la mirada serena detrás de sus lentes, exento de vicios, incluso el de fumar; parco en sus gastos, implacable con el desorden, Gustavo, hijo primogénito del marqués de Tellería, era según el común sentir, lo mejor de la casa, la honra de la clase en que naciera y una esperanza para la patria. Inútil es decir que era abogado. Su hermano Leopoldo lo era también, como casi todos los jóvenes españoles; pero si este no sabía ya qué forma tiene un libro, Gustavo estudiaba más cada día y aun defendía pleitos al amor del bufete de uno de los primeros jurisconsultos de Madrid. Había seguido la carrera genuinamente nacional y aventurera por excelencia, y saliendo de la Universidad sin ser nada, hallábase en camino de serlo todo. Debe añadirse que era elocuentísimo orador.

      – A ti, querido León – añadió, – puedo confesarte que tengo horas de amarga tristeza por la conducta de alguna persona de mi familia, de todas ellas, mejor dicho, exceptuando a ese ángel que es tu mujer y al otro ángel, quizás más perfecto, que vive lejos de nosotros. ¿No es horrible ver a mi hermano corroído por el vicio, encenagado en la frivolidad corruptora que envilece a tantos individuos, no diré de nuestra clase, porque no es exclusiva de ella esta ignominia, sino de todas las clases? Empeñándose en hacer un papel superior a nuestros medios de fortuna, el ejemplo de otros le arrastra a una disipación absurda. Pero esos otros son ricos y mi hermano, no. Yo me indigno al ver a Leopoldo guiando coches y montando caballos que cuestan más de lo que él puede tener en un año… Además, su ignorancia me aflige y su holgazanería me desespera. ¡Oh!, tienes razón en lo que me has dicho alguna vez. Es muy exacta tu observación de que así como la plebe tiene su aristocracia, la nobleza tiene su populacho… Pero, en fin, no hablemos más de esto, que me entristece. Queda demostrado que no debes alentar el libertinaje de Polito.

      León dijo algo, y Gustavo le contestó así:

      – Sí, creo que mis padres tienen la culpa. Nuestra educación ha sido muy descuidada. Es tontería disimular que mi madre… gran trabajo me cuesta esta confesión… no ha sabido apartarse y apartarnos a tiempo del torbellino de la sociedad sedienta de goces; ha vivido más fuera de su casa que dentro. Hoy mismo… ¿por qué he de ocultarte lo que sabes tan bien como yo?, hoy mismo, cuando nuestra fortuna ha mermado tanto, y según creo, lo poco que resta será bien pronto de los acreedores, ¿no es monstruoso que mi madre sostenga su casa en un pie de lujo que no nos corresponde?… ¡Infame vanidad!… Créeme, León, paso horas muy angustiosas. Cuando veo los dispendiosos saraos de mi casa, lo que en vanas apariencias se gasta, allí donde escasean tantas cosas, tantas… que son necesarias; cuando veo la escandalosa variación de vestidos de mi madre, su asistencia casi diaria a los teatros, su afán de competir con quien tiene mucho más dinero que nosotros; cuando veo esto, León, siento impulsos de renunciar al porvenir que he soñado en mi patria, y correr a buscar un pedazo de pan en país extranjero.

      León le interrumpió para hacer una observación, a lo que Gustavo contestó así:

      – Yo de buena gana me iría, pero… qué quieres… no se puede abandonar el porvenir que ya está a medio conquistar; no se decide uno a abandonar el terreno ganado ya a fuerza de estudio. Además, por lo mismo que preveo grandes desastres en mi familia, creo que debo estar presente en el momento del naufragio… Conformémonos con esta vida odiosa y triste… Tú no conoces ciertas interioridades vergonzosas, León, tú no sabes lo que es vivir en una casa donde todo se debe, desde las alfombras hasta el pan de cada día; ni conoces los escalofríos producidos por la campanilla del terror, la campanilla de la casa, anunciando perpetuamente a los industriales afligidos o furibundos que van a reclamar su dinero; ni tienes idea de las farsas que se ven obligadas a representar cada día personas cuyo nombre solo parece debiera ser emblema de respeto y formalidad; ni conocerás nunca esa agonía profunda en que se ven personas decentísimas por carecer en un momento crítico de cantidades que no quitarían el sueño a un jornalero.

      Tú que tienes fortuna y modestia, la cual es una segunda fortuna que beneficia a la primera, no conoces las ansias de este vivir en plena comedia entre el humo de la vanidad y sobre las ascuas de la escasez. Tranquilo y dichoso, sin otra pasión que la del estudio, libre de los aguijonazos de la ambición que quitan el sueño, y de los tropiezos y reveses que amargan la vida, pareces el niño mimado de la Providencia; aquí, en esta casa, no sitiada por acreedores ni asaltada por las visitas, en la dulce compañía de tu mujer querida, que es un ángel… ¡Pobre María!».

      Después de una pausa, durante la cual el sesudo joven parecía leer alguna cosa en la frente de su cuñado, dijo con amargura:

      – ¡Y sin embargo, León, no has sabido hacerla feliz!

      Palabras vivas, una observación seca y tonante como un disparo, y por último, una afirmación categórica, provocaron la siguiente respuesta:

      – Tu primer deber es evitar el escándalo y no dar al mundo el espectáculo de una unión descompuesta y perturbada por la disensión religiosa. Ya que tienes la desgracia de no creer, debiste ocultar a tu esposa esa llaga de la conciencia, debiste abstenerte de publicar ciertos escritos científicos. De todos modos es malo el ateísmo; pero cuando carece de pudor,


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