La familia de León Roch. Benito Pérez Galdós

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La familia de León Roch - Benito Pérez Galdós


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decir esto, Pepa escupió un palito de rosa con tanta fuerza, que fue a chocar en la frente de León.

      – Pepa – indicó este con enojo. – No me gusta que las personas que estimo hablen así de una familia respetable.

      – Se puede hablar de mí y llamarme loca, voluntariosa… Yo no puedo hablar… es verdad. En mí todo es informalidad, desenfreno, desorden, ignorancia… Pasemos a otra cosa. León, sentí mucho no ver cara a cara a tu futura esposa, María Egipcíaca. Dicen que está muy guapa: siempre fue guapa. En Ugoibea sale poco: ella y su tontísima mamá se van solas a tomar los aires puros. Cuentan que están muy tronadas; pero tú eres rico, y el marqués… ¡Oh!, dicen que es el único mentecato que no ha logrado hacerse un puesto en la política.

      – Pepa, por Dios, no digas disparates. Me lastimas en lo más delicado con tu charla imprudente.

      Pepa seguía escupiendo palos. El tallo de la rosa estaba reducido a la cuarta parte.

      – Sí soy yo muy mal educada – dijo con amarga ironía. – Además ahora han descubierto que tengo muy mal corazón, un corazón cruel, un carácter rebelde y caprichoso…

      – Eso no es verdad; pero has de hacer lo posible para que la gente no lo crea.

      – Sí, mucho cuidado me da a mí la gente. ¿Acaso yo necesito de nadie?

      – ¡Qué orgullosa eres!

      – Dicen que no encontraré un hombre razonable que se case conmigo – exclamó, repitiendo el desentonado reír que parecía una conmoción espasmódica. – Esto como que da a entender que hay hombres razonables… Yo no soy de esas que se fingen santas y modestas para encontrar marido… Por mi parte, aseguro desde hoy que no me casaré con ningún sabio… Me repugnan los sabios. La suprema felicidad consiste en tener mucho dinero y casarse con un tonto.

      – Veo que esta noche estás de humor de disparatar – le dijo León familiarmente. – Tú no crees lo que dices, y tus ideas son mejores que tu lenguaje.

      Ya porque sus ojos se habituaran a la oscuridad, ya porque aclarase un poco la noche, León empezó a distinguir las facciones de Pepita Fúcar destacándose en el negro cuadrado de la ventana como la figura borrosa y pálida de un lienzo antiguo. La blancura de su tez, sus cabellos bermejos, la viveza de sus ojos pequeñuelos, en cuyas pupilas brillaba una brasa diminuta, el mohín mimoso de sus labios, la graciosa ferocidad de sus dientes partiendo palitos, y principalmente su enfado, casi la hacían aparecer bella estando algo distante de serlo.

      – A otros podrías hacerles creer que tienes esas ideas extravagantes – dijo León-; pero no a mí, que te conozco desde que éramos niños, y sé que tu corazón es bueno. Una madre cariñosa habría formado en ti ciertos hábitos de que careces y corregido muchos defectos que te hacen parecer peor de lo que eres; pero has vivido en gran abandono; pasaste la niñez entre personas mercenarias y después, en la edad en que se forma el carácter y se hace, por decirlo así, la persona, tu padre te lanzó bruscamente a la vida en un torbellino de lujo, de frivolidades y riquezas. De tus caprichos hizo leyes, y no supo o no quiso poner tasa a tus genialidades dispendiosas. Tú sabes mejor que yo lo que ha sido tu palacio durante mucho tiempo, un maremágnum de desorden, la anarquía doméstica en su último grado. Confiada a ti alguna vez la dirección de tu casa, los criados se convertían en señores. Fue preciso que los extraños te llamasen la atención para que comprendieras el saqueo infame que allí reinaba, y echases de ver que te consumían en una semana los fondos de un trimestre. Tu padre, ocupado en ganar dinero, no pensó en enseñarte a conocer su valor, porque tu padre es también un delirante, un insensato que no piensa más que en los negocios, así como el jugador no piensa más que en la carta que ha de venir… ¡Pobre Pepa, tan rica y tan sola!… Ahora me explico muchas excentricidades de tu vida que el público comentaba de un modo desfavorable para ti y en las cuales yo te disculpo, sí, te disculpo… Hiciste construir una gran estufa en tu jardín, y una vez armada, la mandaste quitar de la fachada de Oriente para ponerla en la del Norte. Concluida de poner estaba, cuando la hiciste desmontar y la cambiaste por una colección de porcelanas. En un mismo año variaste tres veces todo el mueblaje y tapicería de tus habitaciones, y hoy comprabas bronces, tallas y telas carísimas, para venderlo todo mañana por la cuarta parte de precio. En tus viajes has gustado de comprar preciosidades, pero no en tanto número como las chucherías sin arte, ni elegancia, ni valor alguno. Reuniste una colección de pájaros para regalarlos después uno por uno. He oído contar que solicitada por otros deseos y antojos, estuviste dos días sin echarles de comer. Estableciste en tu casa un fotógrafo para que te sacara vistas del jardín, de la escalera y retratos de los caballos, y en tanto que así protegías las artes, no había en tu casa un solo libro, ni uno solo, como no fuera algún almanaque estúpido o alguna mala novela que pedías prestada a tus amigas. Haces limosna, amparas a los desvalidos, porque tienes un corazón excelente; pero oye cómo son tus caridades; es preciso que oigas esto, Pepa, y que luego medites. Un día se te presentó una mujer que pedía para celebrar una novena: sacaste de tu gaveta dos mil reales y se los pusiste en la mano. El mismo día se te presentó, la viuda de un albañil muerto en las obras de tu palacio, la cual se quedó con cinco hijos y sin recursos: a esa le diste un duro. No conoces el valor ni la extensión de las penas humanas, ni alcanzas la medida de las necesidades. Gran peligro es no ver jamás el fondo de esa arca de dinero en la cual metes sin cesar la mano para satisfacer tus gustos a cada instante renovados. ¡Pobre Pepilla!… No extrañes que use contigo este lenguaje, un poco duro, muy distinto de las adulaciones que oyes sin cesar, pero es sincero, leal y está inspirado en el deseo de tu bien. Es el lenguaje de un hermano que quiere verte corregida y en camino de ser feliz… porque temo por ti, Pepa, temo que han de venir para ti días muy amargos y hechos graves que te enseñarán con abrumadora prontitud y realidad lo que aún no sabes. La realidad, cuando hemos descuidado sus lecciones, viene súbitamente a sorprendernos en medio de los goces, y nos instruye a golpes… Tengo un sentimiento profundísimo al verte tan descarriada, tan sola, querida Pepa, en medio de este frío páramo de tus riquezas, y no poder conducirte fuera, porque nuestros destinos son distintos: a ti y a mí nos ha llevado Dios por sendas diferentes. Tengo un sentimiento grande, y si quieres que te lo diga claro, como deben decirse las cosas, te tengo lástima, sí, lástima… Yo te estimo, te aprecio mucho. ¿Cómo he de olvidar que hemos jugado juntos en nuestra niñez, que nos hemos tratado en todas las épocas de nuestra vida y aun… ¿por qué no decirlo?, que hemos tenido el uno para el otro estas inclinaciones superficiales, pasajeras, que nos hacen novios a los ojos del vulgo?… Esto no puede olvidarse. Siempre he sido y seré siempre para ti un buen amigo.

      Pepa pilló fuertemente entre sus dientes el palo ya muy mermado de la flor, y tirando de esta la deshojó. Volaron las hojas en la ventana, y algunas fueron a posarse en la barba y cabeza del joven que hablaba. Después, Pepa se llevó su pañuelo a la boca.

      – ¡Sangre! – dijo León cogiéndole la mano que oprimía el pañuelo.

      – Es que me he clavado una espina en el labio – dijo Pepa, con voz tan hondamente transfigurada, que León Roch se estremeció de pena.

      Después de una breve pausa, la de Fúcar volvió a hablar, y con acento más seguro, dijo:

      – ¿Sabes que en tu nueva casa vas a estar divertido?…

      – ¿Por qué?

      Pepa rió, oprimiendo con las dos manos su seno agitado.

      – Porque cuando tu cuñado Luis Gonzaga, el que está aprendiendo para misionero, empiece a echar sermones por un lado, y tú empieces a soltar herejías por otro, no habrá quien pare en la casa. León, lo dicho dicho, eres un sabio insoportable, y tu talento da náuseas.

      – Ya sé que el verdadero juicio tuyo sobre mi persona no es tan poco benévolo.

      Pepa se inclinó un poco hacia afuera. León sintió próximo a su rostro un aliento abrasado que le quemaba como una lámpara cercana.

      – El que no ha estudiado otra ciencia que la de las piedras – dijo Pepa con la voz más amarga que puede oírse – es un idiota.

      – Tal vez eso sea verdad… Ahora, querida Pepa, amiga a quien profeso un cariño puro y fraternal,


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