El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Fernández y González Manuel

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El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III - Fernández y González Manuel


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pobre hermano, señor, aunque nada os haya dicho, vive en la miseria, atenido á la limosna de tal cual misa, y á lo poco que yo gano enseñando latín. Pero en la enfermedad de mi tío se han ido nuestros últimos maravedises; ni aun maleta he podido traer… porque… toda mi hacienda la llevo encima.

      – ¡Diablo! ¡Diablo! pero vos os volveréis al pueblo.

      – ¿Y qué he de hacer allí después de muerto mi tío, por quien únicamente permanecía en el pueblo?

      – De modo, que…

      – Aquí me estaré.

      – ¡Y os venís así á la corte, sin dinero… y aun sin camisas!

      – Tío, enseñando latín se gana muy poco.

      – Pero ese caballo… vendiéndolo…

      – ¡Cascabel! En primer lugar, que yo quiero mucho á Cascabel, porque desde su juventud, que es ya remota, ha servido buena y lealmente á mi padre; en segundo, que no habría nadie que diese un ducado por Cascabel, porque ni el pellejo aprovecha.

      – ¡Diablo! ¡diablo! ¡diablo! – murmuró Francisco Montiño – ; pues bien, esperadme aquí, y después… después veremos cómo podemos salir de este compromiso en que me habéis metido vos y mi hermano Pedro.

      Y diciendo esto escapó, dejando solo al joven.

      A los veinticuatro años se piensa poco en las necesidades materiales ni en el porvenir: el porvenir es de la juventud; á los veinticuatro anos sólo se tiene corazón; Juan Montiño estaba profundamente preocupado con el doble recuerdo de la dama de palacio y de la tapada, que le había metido en un lance de armas, que se le había escapado, y que se había dejado dos prendas, una voluntariamente, otra, como quien dice, robada.

      Juan no había tenido ocasión de ver aquellas prendas, que pesaban en su bolsillo, y que representaban para él todo un mundo de esperanzas; pero cuando se encontró sólo, arrastró la silla en que estaba sentado, se volvió de espaldas á la puerta para cubrir con su cuerpo las alhajas de la vista de alguno que pudiese entrar de repente, y sacó aquellas joyas.

      Por el momento le deslumbró el brillo del brazalete; estaba cuajado de diamantes; su valor debía subir á muchos miles de reales; Juan Montiño se aterró.

      – ¡Oh! ¿qué es esto, señor? ¿qué es esto? – dijo – ; ¿qué dama es esa que tan ricas, tan magníficas joyas usa? ¿y dónde iba esa dama tan engalanada? ¡oh, Dios mío! ¡y qué pensará de mi esa dama! ¡si al echar de menos esta prenda me tomase por un ladrón!..

      La frente del joven se cubrió de sudor frió y se sintió malo.

      – Pero si estos diamantes fueran falsos… puede ser muy bien… si no lo fueran esa dama debía ser… veamos; examinemos bien esta alhaja.

      Y Juan Montiño miró de nuevo y de una manera ansiosa el brazalete.

      Entonces la sangre se heló en sus venas, pasando instantáneamente del frío á la fiebre, como si su sangre se hubiera convertido en la lava de un volcán. Sintió un zumbido sordo en sus oídos, y delante de sus ojos una nube turbia que los empañaba. Había visto en el centro del brazalete una placa de oro, y sobre ella, esmaltadas y entrelazadas, las armas reales de España y las imperiales de Austria.

      Aquella prenda era efectivamente de gran valor; pertenecía, á no dudarlo, á las alhajas de la corona.

      Al reparar en aquellos dos blasones, una sospecha tremenda asaltó la imaginación de Juan Montiño:

      – ¿Sería la tapada que se amparó de mí la reina?

      Juan Montiño había oído hablar muchas veces á Quevedo, tres años antes, en ocasión en que andaba huído en Navalcarnero, por cierta muerte que había causado en riña, muchas y picantes aventuras acontecidas en la corte: sabía que la corrupción de las costumbres había llegado en ella al último límite, que las damas más principales solían verse muchas veces, á consecuencia de sus galanteos y de sus intrigas, en situaciones extraordinariamente extrañas y comprometidas; ¡pero la reina!.. la lengua de Quevedo, que nada respetaba, había respetado siempre á las damas de la familia real; acaso el gran mordedor, el gran satírico, había guardado silencio por consideración, por afecto, por un galante respeto, acerca de la reina y de las infantas… pero…

      Estos peros habían hecho una devanadera de la cabeza de Juan Montiño.

      No podía tener duda de que aquel brazalete era una prenda real, que había quedado por un acaso en su mano, al desasir de ella violentamente su brazo la tapada; ¿por qué la tapada llevaba aquel brazalete si no era la reina? y si era la reina, ¿por qué le había dejado voluntariamente otra prenda, la sortija?

      El joven examinó la sortija.

      Era de oro con una esmeralda, y muy bella, pero no podía ni remotamente compararse su valor con el del brazalete. No importaba; la reina podía llevar por capricho aquella sortija: la mano de la dama tapada, estaba cuajada de ellas; Juan Montiño lo recordaba; había visto un momento aquella hermosa mano arreglando el manto, á la última luz del crepúsculo. ¿Había elegido con intención la dama, entre todas sus sortijas, para dejarle una señal, la que tenía una esmeralda como en representación de una esperanza?

      Juan Montiño se volvía loco.

      Sumido se hallaba en una confusión de pensamientos á cual más descabellados, cuando una voz que resonó á sus espaldas le hizo guardar apresuradamente el brazalete y la sortija.

      – ¡Señor Juan Montiño! – había dicho aquella voz.

      Volvióse el joven, y vió un paje que traía ropa de mesa, terciada en un brazo, en la una mano algunos platos, y en la otra dos botellas asidas por el cuello.

      – ¿Sois vos, señor, el sobrino del señor Francisco Montiño? – dijo el paje.

      – Ciertamente, yo soy.

      – Pues bien, á vos vengo.

      – ¿Y á qué venís?

      – A serviros de cenar.

      – ¡Ah!

      – Sí, por cierto; el señor Francisco Montiño me ha dicho: Gonzalvillo, hijo, ve á aquel aposento, y lleva, á un hidalgo que encontrarás en él, y que es mi sobrino, una empanada de olla podrida, un capón de leche, un besugo fresco cocido, un pastel hojaldrado, frutas, confituras y dos botellas del bueno, de Pinto. Sírvele bien, y si quisiere otras cosas, téngalas; como si se tratara de mí mismo.

      Y el paje salió y entró repetidas veces, y acabó de cubrir la mesa en silencio y con sumo respeto, quedando atrás dos pasos é inmóvil después de llenar la copa, como si se hubiera tratado del mismo duque de Lerma, su señor.

      Es de advertir que la vajilla era de plata cincelada.

      – ¿Qué habrá encontrado mi tío Francisco en la carta de mi tío Pedro que así se ablanda de repente, y así me trata? – dijo el joven, que había comprendido lo bastante el carácter de su tío para extrañar aquel brillante exabrupto – ; por darme de comer, mi tío me hubiera enviado un pote cualquiera, en un plato de Alcorcón; ¡pero esta vajilla! ¡estas velas de cera perfumada!.. ¡estos candeleros de plata!.. Vamos, mi tío tiene sin duda sus razones para adularme, y me adula á costa del duque de Lerma. ¿En qué vendrá á parar tanto misterio?

      Y el joven siguió comiendo y bebiendo gentilmente, porque á los veinticuatro años los cuidados no quitan el apetito.

      CAPÍTULO VI

      POR QUÉ EL TÍO DABA DE COMER DE AQUELLA MANERA AL SOBRINO

      Ansioso de conocer el contenido de la voluminosa carta de su hermano, apenas se separó de su sobrino, Francisco Montiño, cuando contra su costumbre, su vocación y su conciencia, dejó encargado el servicio de la tercera vianda, de los postres y de los licores y vinos generosos á uno de sus oficiales de la cocina del rey, que le había acompañado, y se encerró en un aposentillo semejante á aquel en que había dejado esperando á su sobrino.

      Una


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