El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Fernández y González Manuel

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El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III - Fernández y González Manuel


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tiempo de saberlo.

      – Pero si no es asunto vuestro…

      – ¿Sabéis que sois muy curioso, caballero?

      – ¡Ah!, perdonad: me callaré.

      – No, hablad; hablad.

      – Pero si mis palabras os ofenden…

      – Habladme de lo que queráis.

      – ¡Ah! ¿de lo que yo quiera? Yo quisiera conoceros.

      – ¿Y para qué?

      – Os repito que debéis ser muy hermosa.

      – Mirad no os engañe vuestro deseo.

      – Descubrid el rostro.

      – Mostraros el rostro ahora sería comprometer acaso un secreto que no es mío.

      – ¡Cómo!

      – Si pudiérais dar señas de la mujer á quien vais acompañando…

      – Soy noble y honrado.

      – No os conozco.

      – Y sin embargo, os habéis amparado de mí.

      – A la ventura, á la desesperada.

      – ¿Y no os inspira confianza la manera respetuosa con que os trato?

      – Respetuosa y reservada, por ejemplo, no me habéis dicho quiénes eran los dos grandes señores que habéis conocido.

      – ¿Y por qué no? Eran el conde de Olivares y el duque de Uceda.

      – ¿Y cómo? ¿por qué habéis conocido á esos caballeros?

      – Terciaron en mi disputa con el palafrenero.

      – ¡Ah!, y decidme: ¿de dónde salían?

      – De las caballerizas del rey.

      – ¡Ah!, ¡es extraño! – dijo la dama – ; ¡juntos y en público Olivares y Uceda!

      Y la dama guardó silencio por algunos segundos.

      Seguían andando lentamente; por fortuna la lluvia no arreciaba; y los anchos y bajos aleros de las casas los protegían.

      El forastero iba fuertemente impresionado. La tapada apoyaba con indolencia su brazo, un brazo mórbido y magnífico, á juzgar por el tacto; su andar era reposado, grave, indolente; el movimiento de su cabeza lleno de gracia, de atractivo; su voz sonora, dulce, extremadamente simpática, y se exhalaba de ella una leve atmósfera perfumada. Además, una preciosa mano cuajada de anillos y extremadamente blanca y mórbida, sujetaba su manto cerrado sobre su rostro, sin dejar abierto más que un candil, una especie de pliegue demasiado saliente, para que pudiera vérsela ni un ojo.

      La noche empezaba á cerrar densamente obscura.

      El joven empezaba á aturdirse con lo que le acontecía.

      – ¿Y qué aventura os sobrevino en el alcázar cuando os perdísteis?

      – Os lo repito: mi aventura en el alcázar ha sido perderme.

      – Pero esa es una palabra que puede entenderse de muchos modos.

      – ¡Ah, señora…! ¡tengo una sospecha…!

      – ¿Qué? – dijo con cuidado mal encubierto la dama.

      – Que acaso vos seáis la causa de que yo me haya perdido.

      – ¡Yo! ¡y no me conocéis!

      – Esa es mi desesperación: que no os conozco, y os recuerdo.

      – ¿Sabéis que ya es obra el entenderos? Si no me conocéis, ¿como podéis recordarme?

      – Pues ese es el caso: yo os he visto un momento, un momento nada más, y os he visto tan hermosa que me habéis cegado…

      – ¿Que me habéis visto? ¿Y dónde?

      – Cuando os asísteis á mí, teníais abierto el manto.

      – ¡Oh! ¡no! no recuerdo haberme descuidado. Y si no, ¿de qué color son mis ojos?

      – Es que vuestra hermosura me ha deslumbrado, señora, y cuando he vuelto á abrir los ojos me he encontrado á obscuras.

      – Nos siguen más de cerca – dijo la dama – , y mucho será de que quien nos sigue, á pesar de todo, no me conozca.

      – La noche está obscura, señora; hace tiempo que vamos por calles desiertas: al que estorba se le mata.

      – ¡Ah! – exclamó la dama y estrechó el brazo del joven.

      – Decidme: detened á ese hombre, y no da un paso más.

      – ¿Y mataríais por mí á quien no conocéis? ¿á un hombre que ningún mal os ha hecho?

      – Sí.

      – ¿Y si no fuera yo quien creéis?

      – ¿Quién otra pudiera ser?

      – La dama de palacio.

      – Es que yo no he visto en palacio ninguna dama.

      – ¿La habéis prometido callar?

      – Os juro que á ninguna dama he visto.

      – Decidme… pero rodeemos por esta calle: ¿á qué habéis venido á Madrid?

      – A buscar á mi tío, que es el cocinero mayor del rey.

      – ¡Ah! ¿y al arrimo de vuestro tío, venís á pretender algún oficio á la corte?

      – Yo, señora, no pretendo nada.

      – ¿Sois rico?

      – Soy pobre. Pero para servir bajo las banderas del rey como soldado, no son necesarios empeños.

      – ¿De modo que…?

      – Vengo á traer á mi tío el cocinero una carta de mi tío el arcipreste.

      – ¡Ah! ¿y de dónde venís…!

      – De Navalcarnero.

      – ¿Y nunca habéis salido de esa villa?

      – Sí, por cierto, señora. He cursado en la Universidad de Alcalá.

      – ¡Ah! ¡ya decía yo!

      – ¿Y qué decíais vos?

      – Que no érais novicio. ¡Estudiante! ¡ya!

      – Y estudiante de teología.

      – ¿Y ordenado?

      – No por cierto. Me gusta más el coselete que la sotana, y luego el amor… ¡poder amar sin ofender á Dios ni al mundo!

      – No sabéis hablar más que de amor.

      – Pues mirad; hasta ahora no he amado.

      – ¿Amáis á la dama del juramento?

      – Os juro, señora…

      – Si yo fuese la dama de la galería…

      – ¡Ah!

      – Si yo fuese la que de tan mal talante os echó por una escalera excusada…

      – ¿Vos me libertáis de mi promesa?

      – Y porque habéis cumplido bien, espero que me contestéis en verdad: ¿es cierto que os he causado tal impresión, que no recordáis mi semblante?

      – Os lo juro por mi honra.

      – Pues bien; olvidad de todo punto vuestro amor que empieza; es tiempo aún: cuidad que no me volveréis á ver, cuidad que es un sueño lo que os sucede, y seguid callando como callábais.

      – ¡Oh! ¡sí! ¡callaré! pero amaré… os amaré… aunque no os conozca… ¡os amaré siempre!.. ¡sin esperanza…!

      – Olvidemos locuras y hablemos de lo que importa, porque vamos á separarnos. Parémonos


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