Amaury. Dumas Alexandre

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Amaury - Dumas Alexandre


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había desplomado en su butaca, quedando inmóvil e intensamente pálida.

      – ¡Oh! ¡hija mía! – gritó Avrigny, demudándose como ella. – ¡Ah! ¡Tú le das la muerte, Amaury!

      Y alzándola en sus brazos la llevó al aposento contiguo.

      Amaury siguió al doctor.

      – ¡No entres! – dijo éste deteniéndole en el umbral de la puerta.

      – Magdalena necesita asistencia.

      – ¿Acaso no soy médico?

      – Perdone usted, caballero; yo pensaba… no quería irme sin saber…

      – Gracias por tu cuidado. Pero tranquilízate: yo estoy aquí para asistirla. Puedes irte cuando quieras.

      – ¡Adiós! ¡Hasta la vista!

      – ¡Adiós! – repitió el doctor lanzándole una mirada glacial.

      Después empujó la puerta, que volvió a cerrarse en seguida.

      Amaury quedó como clavado en el sitio en que estaba, inmóvil y como aturdido.

      De pronto se oyó la campanilla que llamaba a la doncella, y al propio tiempo entró Antoñita seguida de la señora Braun.

      – ¡Dios eterno! – exclamó Antoñita. – ¿Qué le pasa, Amaury, que está usted tan pálido? ¿Y Magdalena? ¿en dónde está?

      – ¡En su cama! ¡muy enferma! – exclamó el joven. – Entre usted a verla, señora Braun, que la necesita.

      La inglesa corrió a la estancia que Amaury le indicaba con la mano mientras que Antoñita le preguntaba:

      – ¿Y usted por qué no entra?

      – Porque me han cerrado la puerta y me han echado de esta casa.

      – ¿Quién?

      – ¡El! ¡el padre de Magdalena!

      Y tomando el sombrero y los guantes, Amaury huyó como un loco del palacio de Avrigny.

      III

      Cuando Amaury entró en su casa encontró a un amigo que le estaba aguardando. Era un joven abogado condiscípulo suyo en el colegio de Santa Bárbara primero, y en la facultad de derecho más tarde. Tenía, con poca diferencia, la misma edad que Amaury. Vivía con desahogo, pues disfrutaba de una renta que podría estimarse en unos diez mil pesos; pero no era, como su compañero, de esclarecido linaje.

      Se llamaba Felipe Auvray.

      Por el ayuda de cámara tuvo Amaury noticia de aquella visita inoportuna y su primera intención fue subir directamente a su cuarto, dejando a Felipe que esperara hasta que ya, aburrido, se marchase, cansado de aguardar.

      Pero Auvray era tan buen amigo que le dio lástima y entró en su despacho, donde sabía por el criado que estaba esperándole Felipe.

      – ¡Gracias a Dios! – dijo éste al ver a Amaury. – Una hora hace que te aguardo. Ya lo habría dejado para mejor ocasión si no fuese porque tengo que pedirte un gran favor, contando con tu amistad.

      – Ya sabes, Felipe – respondió Amaury, – que te considero como mi mejor amigo. Así, no habrás de enojarte por lo que ahora te diré. ¿Tienes que pagar una deuda de juego o batirte en duelo? Esas son las dos únicas cosas que no admiten demora. ¿Has de pagar hoy? ¿Has de batirte mañana? En cualquiera de esos casos dispón en el acto de mi bolsa y de mi persona.

      – Nada hay de lo que imaginas – respondió Felipe. – Venía a hablarte de un asunto bastante más importante, pero no de tanta urgencia.

      – Entonces debo decirte francamente que estoy en una situación de ánimo nada a propósito para prestar atención a tus palabras, no obstante el gran interés que me inspira todo cuanto te concierne.

      – Siendo así, permíteme que te pregunte a mi vez si por mi parte puedo prestarte ayuda de algún modo.

      – No es fácil, por desgracia. Lo más que puedes hacer es diferir por dos o tres días la confidencia que querías hacerme ahora. Necesito estar solo.

      – ¡Es posible que no seas feliz tú, Amaury, con un apellido ilustre y una fortuna que nada tiene que envidiar a las primeras de Francia! ¡Se puede ser desgraciado siendo conde de Leoville y poseyendo cien mil francos de renta! A fe mía que no lo creyera si no lo oyese de tu propia boca.

      – ¡Y sin embargo, así es, amigo mío! soy desgraciado, ¡muy desgraciado! y tengo para mí, que cuando a nuestros amigos les aqueja un infortunio estamos en el caso de dejarlos a solas con su aflicción. Si no comprendes esto, Felipe, será porque jamás te ha herido la desgracia.

      – Puesto que me lo pides, lo haré, contra mis deseos. – ¿Quieres estar solo? pues solo te dejo. ¡Adiós, Amaury! ¡adiós, amigo mío!

      – ¡Adiós! – respondió Amaury, dejándose caer en un sillón.

      Y añadió:

      – Di a mi ayuda de cámara que no quiero ver a nadie y que no permita que se me moleste sin que yo llame. No estoy para soportar la menor molestia ni deseo contemplar un rostro humano.

      Auvray cumplió el encargo, y salió devanándose los sesos por atinar con la causa de aquella misantropía que de un modo tan brusco había hecho presa en el alma de su amigo.

      Este, perplejo y malhumorado, evocaba entretanto sus recuerdos, pugnando por explicarse la razón del extremado rigor que el señor de Avrigny había usado con él.

      Según ya hemos dicho, Amaury era un hombre que podía considerarse, en todos conceptos, nacido con buena estrella.

      Dotado por la Naturaleza de elegancia, apostura y distinción, había recibido de su padre un apellido glorioso, cuyos méritos contraídos cerca de la monarquía habíanse acrecentado en las guerras del Imperio, y una fortuna que pasaba de millón y medio, confiada a la intachable administración del doctor Avrigny, uno de los médicos más renombrados de la época y amigo íntimo y muy antiguo de la familia de Leoville.

      A mayor abundamiento, su fortuna, manejada con gran tacto por tutor tan cuidadoso, aumentó durante su menor edad en más de un tercio.

      Pero el doctor no se había limitado a velar por el patrimonio de su pupilo, sino que había dirigido personalmente su educación como pudiera haberlo hecho tratándose de un hijo.

      Resultó de ello que Amaury, criado junto a Magdalena, que era casi de su edad, se había acostumbrado a querer entrañablemente y con amor más que fraternal, a la que le miraba como un hermano.

      Así, ambos concibieron desde niños, en la sencillez de su alma inocente y en la pureza de su corazón, el proyecto halagador de no separarse nunca.

      El amor intensísimo que Avrigny había profesado a su esposa, arrebatada a este mundo por la tisis, en la flor de su juventud, y que había cifrado más tarde en su única hija, unido al cariño casi paternal que Amaury le inspiraba, hacía que éste y Magdalena ni por pienso hubiesen nunca dudado de obtener su aquiescencia.

      Todo se aunaba para infundir en sus almas la esperanza de ver unidos sus destinos, y éste era siempre el tema de sus coloquios desde que uno y otro habían leído claro en el fondo de su pecho.

      Las frecuentes ausencias del doctor, cuya persona reclamaba a cada instante la clientela, el hospital que dirigía y el Instituto del cual era miembro, dejábanles tiempo de sobra para forjarse hermosos sueños que por la memoria del tiempo pasado y fiando en la esperanza del venidero juzgaban realizables.

      Así las cosas, acababan de cumplir, Magdalena veinte años y Amaury veintidós cuando cambió súbitamente el humor del doctor Avrigny que comenzó a mostrarse grave y severo desde entonces.

      Al pronto se atribuyó este cambio de carácter a la circunstancia de haberse muerto una hermana a la cual quería acendradamente, y que le legaba, para que velase por ella, una hija de la edad de Magdalena, su mejor amiga, y su inseparable compañera de estudios y de recreos. Pero, con el transcurso del tiempo,


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