Los monfíes de las Alpujarras. Fernández y González Manuel
Читать онлайн книгу.con que no saldríais de España: bien sabeis, puesto que sois jurista, que no podríais obligar á vuestra mujer á que se embarcase.
– ¿Con que es decir?..
– Que ó renunciais á ese oficio de oidor, ó á mi hija.
Meditó algunos segundos el alcalde.
– No puedo renunciar, dijo, una fortuna que Dios me envia… si yo fuera solo… pero tengo una hija.
– ¿Cómo que teneis una hija?
– Sí señor, una hija de mi difunta esposa…
– ¡Sois viudo!..
– Ciertamente…
– Hé aquí otra circunstancia que me dispensa de mi palabra… nada de vuestra viudez ni de vuestra hija me habíais dicho.
– Pero lo sabe todo el barrio…
– Pues ved ahí, yo no lo sabia.
– Decididamente…
– Yo no he dado mi palabra ni á un viudo con hijos, ni á un oidor de las Indias.
– Estais en vuestro derecho, dijo roncamente el alcalde de Casa y Córte, ó mejor dicho, el oidor de la Real Audiencia de Méjico. Y así, adios, señor capitan Aponte.
– ¿Quedamos, pues, recíprocamente libres?
– De todo punto. Podeis casar á vuestra hija con quien mas os convenga.
Separáronse, pues, de una manera ruda.
Ocho dias despues, doña Clara de Aponte era marquesa de la Guardia.
El señor Juan de Céspedes comprendió entonces por qué le habian hecho oidor sin solicitarlo.
Ocho dias despues de haber sido elevada á marquesa doña Clara, el presidente de la chancilleria de Granada llamó al señor Juan de Céspedes.
– Señor licenciado, le dijo, siento daros una mala noticia.
Juan de Céspedes solo contestó poniéndose pálido.
– Se me encarga de órden de S. M. Cesárea, que os recoja la provision de oidor de la Real Audiencia de Méjico, que no puede llevarse á efecto… porque os la han enviado por una equivocacion.
Juan de Céspedes comprendió entonces que habia sido burlado.
Esto consistia, no en que el marqués de la Guardia hubiese influido para aquella segunda peripecia, sino en que los mil ducados enviados á la córte, habian sido bastantes para que en las secretarías de Estado se hiciese aquella infame farsa, sorprendiendo el ánimo del emperador; pero no bastaban, de ningun modo, para comprar un oficio tal como el de oidor en Indias, que entonces era considerado como una mina de oro.
Juan de Céspedes enfermó de rabia y de dolor porque ya se habia consentido y aun infatuado con su carácter de oidor.
La enfermedad concluyó pronto, pero concluyó en la tumba.
Doña Elvira quedó enteramente huérfana.
El marqués de la Guardia, que era un calavera capaz de jugar una sangrienta pasada al mismo diablo, y que solo se habia casado con doña Clara, porque todos los hombres tienen un cuarto de hora en que se casan, no era por esto infame. Sintió que su burla al pobre alcalde hubiese tenido tan negro desenlace, encontró bajo aquella burla una pobre huérfana, sin mas amparo que la caridad pública, y reconoció como un deber el protegerla.
Sin embargo, su proteccion no fue muy espléndida. Se fué al párroco, y en confesion le entregó por una parte seiscientos cincuenta ducados que debian servir para atender á la manutencion, vestido y educacion de doña Elvira en un convento, durante trece años, esto es, hasta que cumpliese los diez y seis, á razon de cincuenta escudos por año: y por otra mil ducados, que debian servirla de dote, ya eligiese el claustro ó el matrimonio.
La huerfanita fue llevada por el párroco al convento de santa Isabel la Real.
Doña Elvira, pues, se habia educado en un convento.
Pero no es en un convento donde mejor puede educarse á una jóven.
Mimaron las buenas madres á doña Elvira, y doña Elvira se hizo voluntariosa.
Enseñáronla á leer y escribir y un poco de latin, con el objeto de hacerla monja.
Como educacion de adorno, enseñáronla á cantar monjunamente y á hacer dulces y flores.
La halagaron, y la hicieron soberbia.
La llamaron hermosa, y la llenaron de vanidad.
Habláronla mal del mundo para que renunciase á él, y doña Elvira ansió conocer una cosa tan mala.
A los diez y seis años, el deseo de respirar otro aire que el contenido en las paredes del convento, fue para doña Elvira una necesidad.
Los deseos comprimidos son los mas fuertes, los mas tenaces.
Doña Elvira era alta, esbelta, con cabellos semejantes á sedosas hebras de oro, frente cándida y pura, ojos celestes como el cielo, y sonrisa aseñorada, aunque un tanto altiva y amarga.
Era, pues, una dama, en toda la extension de la frase, y á mas de esto hermosa á maravilla.
La habian dejado espejo, y doña Elvira, despues de haber visto en el espejo su hermosura, la habia comparado con el aspecto de las buenas madres, y las habia encontrado pálidas, verdinegras, con ojos hundidos, bocas lívidas, feas cuanto puede ser fea una mujer que se ha agostado robada á la naturaleza y al amor: aquellas mujeres, alguna de las cuales habia sido una flor, se habian transformado en ortigas: doña Elvira se punzaba dolorosamente á su contacto, y acabó por aborrecerlas: pero obligada á mostrarse con ellas dulce y cariñosa, habia contraido otro terrible defecto: se habia hecho hipócrita, falsa, intencionada.
La horrorizaba pronunciar unos votos que debian ligarla por toda la vida á aquellas mujeres, incrustarla, por decirlo asi, en aquel claustro del que no debia salir ni aun despues de muerta, una vez pronunciados sus votos, y á pesar de esto, se mostraba dispuesta á ser monja.
Pero á lo que en verdad estaba predispuesta doña Elvira, era á arrostrar cualquier locura, por trascendental que fuese, á trueque de escapar de aquel ataud de vivos.
Como vemos, las consecuencias de la burla hecha al alcaide de Casa y Córte, Juan de Céspedes, por el marqués de la Guardia, continuaban; porque las consecuencias de una falta, mejor dicho, de un crímen son interminables, incalculables.
Aquella burla habia causado la muerte del padre.
Acaso las consecuencias de aquella burla, que eran la burla misma, debian causar tambien la desgracia de la hija y un infinito número de crímenes.
Porque un crímen sembrado en el mundo, da generalmente un fruto de ciento por uno.
Un dia, una parienta de la abadesa se presento en el locutorio. La abadesa, aficionadísima como todas las monjas á lucir las flores del convento, llevó consigo al locutorio á doña Elvira.
Pero la parienta de la abadesa no estaba sola; la acompañaba un jóven caballero, que iba á informarse de las condiciones bajo las cuales podria habitar algun tiempo en el convento, durante una ausencia de sus hermanos, una huérfana hermana suya.
Aquel caballero era don Diego de Córdoba y de Válor, que á la sazon contaba veinte y seis años.
Don Diego de Córdoba y de Válor, era un morisco convertido, hombre de gran calidad y riqueza; subiendo por el altivo tronco de su árbol genealógico, se llegaba á los califas Omniades de Córdoba, á los de Damasco, y por último á la familia del Profeta, del cual descendia por la madre de aquel hombre extraordinario, conocida entre los musulmanes bajo el nombre de Fatimah, la santa: inútil es decir que poseedor legítimo del voluminoso rollo de pergaminos, que tan esclarecida genealogía justificaban, don Diego de Córdoba era orgulloso cuanto puede serlo una criatura humana, y tenia mucho del aspecto dominador y de la palabra breve y despótica que parecia haber recibido como un legado de raza de sus cien regios ascendientes: pero era por cierto gran lástima que á tal aprecio