Los monfíes de las Alpujarras. Fernández y González Manuel

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Los monfíes de las Alpujarras - Fernández y González Manuel


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decir, exclamó don Fernando, desatendiendo una significativa mirada de su hermano, es decir que creeis que os hemos sacado fuera de Granada para asesinaros?

      – Todo pudiera ser.

      – ¡Ira de Dios! exclamó don Fernando poniendo mano á su espada y lanzando su caballo hácia Miguel Lopez, que desnudó á su vez.

      Don Diego se interpuso.

      – ¿Estais locos? exclamó; mi hermano no ha comprendido todavía, Miguel, que sois un hombre intratable, y que el miedo de que hagan con vos, lo que vos seriais capaz de hacer con otro y lo que acaso mereceis, os turba la razon y os hace decir locuras: ¿para qué diablos habíamos de haberos casado con nuestra hermana si pensásemos en mataros?

      – ¡Hum! pronunció Miguel Lopez con desconfianza.

      – Por lo mismo que con vos no se puede hablar sin peligro, añadió don Diego, os advierto que durante la jornada no os dirigiremos ni mi hermano ni yo una sola palabra. Envaina tu espada, Fernando; envaina la vuestra Miguel, y marchad detrás, delante, ó á nuestro lado, como mejor os convenga; espero en Dios que pronto nos conocereis mejor y que nos ahorraremos estas desagradables contestaciones.

      – ¡Hum! repitió Miguel Lopez; y envainando su espada, echó su caballo por un costado del camino. Don Fernando envainó á su vez y siguió por el centro del camino al lado y á la derecha de su hermano.

      Y asi, en ese silencio forzado y hostil de personas que se ven obligadas á estar juntas y no se encuentran en buena inteligencia, siguieron caminando á buen paso. Este silencio no se interrumpía sino de tiempo en tiempo por la voz de alguno de los ginetes que alentaba á su caballo, por el cantar de algun romance morisco que entonaba don Fernando, justificando aquel antiguo proverbio que dice que cuando el español canta, ó rabia ó no tiene blanca, ó cuando, encontrándose nuestros viajeros con alguna recua, les saludaban los traginantes quitándose respetuosamente el sombrero y les decian:

      – Dios guarde á vuesamercedes.

      A lo que don Diego contestaba con esa benévola altivez de los grandes:

      – ¡Vaya con Dios la gente honrada!

      Fuera de estos casos no se pronunciaba una sola palabra.

      Pero aunque no se hablaba, cada cual iba revolviendo dentro de sí una máquina de pensamientos: en particular don Fernando, á quien su hermano no habia tenido ocasion de comunicar sus proyectos respecto á su cuñado mas que por algunas rápidas palabras, ansiaba que una casualidad cualquiera le pusiese en la posibilidad de dar una buena estocada á aquel Miguel Lopez tan zafio, tan grosero, tan violento, y que, de una manera tan extraña para don Fernando, porque no conocia los secretos de su hermano, se habia introducido en la familia.

      Asi silenciosos y mohinos, habiendo invertido todo el dia en la jornada, llegaron cerca de Orgiva á una venta situada en el recodo de un camino y flanqueada por altas y peladas rocas.

      El sol tocaba al horizonte y su dorada y lánguida luz se perdia á lo lejos bajo las frondas de un espeso olivar que se veia en el fondo de un pequeño valle, entre una abertura de las breñas; al occidente, recortando fuertemente sobre el rojo color del cielo su oscura silueta se veian Orgiva y su castillo: por el opuesto lado la vista se detenia ante un monte cubierto enteramente de naranjos y limoneros.

      Parecia que la venta se habia buscado exprofeso, oculta, por decirlo asi, en un recodo de un camino pendiente y en un seno de la montaña. Por todas partes se veian breñas: oíase en ellas el áspero graznar de las águilas que anidaban en las cimas, y á lo lejos el ruido de la violenta corriente del río de Orgiva.

      El lacayo, que habiéndose adelantado, esperaba á la puerta de la venta á su señor, se acercó y le tuvo el caballo; al mismo tiempo el ventero, mozo fornido y de mala catadura, adelantó sombrero en mano.

      – Bien venidos sean vuestras señorías á mi casa, dijo el ventero; este buen mozo, añadió señalando al lacayo, me ha avisado de antemano y nada falta.

      Pareció como que se cruzaba una mirada de inteligencia, pero rápida y casi imperceptible, entre don Diego y el ventero.

      – ¿Decís que nada falta? preguntó don Diego.

      – Nada de cuanto se me ha pedido, contestó con desenfado el ventero: es verdad que ha sido necesario ir á buscarlo algo lejos; pero ello es que nada falta, nada.

      – ¿Y qué quiere decir que nada falta? dijo Miguel Lopez con recelo.

      Miró fijamente el ventero al que le preguntaba.

      – No faltan ni buen lecho, dijo, ni buena cena, ni buen aposento: ¿qué mas quiere tener el hidalgo en medio de un camino?

      – Menos palabras y mas obras, contestó siempre con su tono agresivo Miguel Lopez, y puesto que teneis buena cama, y buena cena, dadnos cuanto antes de cenar á fin de que cuanto antes podamos dormir.

      El ventero desapareció hácia el interior y los lacayos desaparecieron con él, sin duda para ayudarle en los preparativos.

      – ¿Sabeis lo que pienso Miguel? dijo don Fernando.

      Miró con atencion y descaro Miguel Lopez al jóven como diciéndole:

      – ¿Y bien qué pensais?

      – Pienso, continuó don Fernando, que despues de las villanas sospechas que habeis concebido acerca de nosotros, no debemos permitir que durmais en el aposento en que nosotros durmamos.

      – ¡Eh! ¡tanto me da!

      – ¡Si insistís!

      – Creo que he hecho muy mal en salir de Granada.

      – ¡Os afirmais, pues, en vuestras dudas! pues bien: dormireis en aposento aparte… ó si os place mejor… Orgiva está cerca; en ella teneis, no solo conocidos y amigos, sino parientes: seguid hasta Orgiva, si os place: pero si tal haceis, os rogamos que no digais á alma nacida que paramos en esta venta: cuando se anda en empresas arriesgadas toda precaucion es poca.

      – Me quedo, dijo Miguel á quien sin duda daba vergüenza llevar el temor hasta el extremo.

      – Pues si os quedais, tomad aposento aparte.

      – Le tomaré.

      – Entonces, pues, no hablemos mas, y como creo que la cena nos espera entremos y cenemos.

      Entraron y en el fondo del zaguan en un cenador que daba á un huerto, se sentaron alrededor de una mesa servida, y asistidos por los lacayos y por el ventero, empezaron á cenar en silencio.

      Concluida la cena cada cual se retiró á su aposento.

      La venta quedó envuelta en el mas profundo silencio.

      Avanzó la noche.

      A las ánimas tocaban las campanas de la iglesia de la cercana villa de Orgiva, cuando el mismo ventero que tan ligeramente hemos descrito, se levantó de junto á una mesa sobre la cual habia estado dormitando hasta entonces, ocultó la lámpara de hierro que le alumbraba, y en paso recatado atravesó el zaguan, abrió la puerta de la venta, la cerró de nuevo, atravesó el camino en direccion opuesta á Orgiva, y muy pronto se encontró marchando á largo paso entre las quebraduras.

      Trepaba por uno de esos barrancos que suben por las faldas de las montañas y que al fin se extinguen, se pierden, se borran, acabando en punta, como si fueran un pliegue del terreno; cuando llegó á la parte media se detuvo en la oscura grieta de una caverna, y lanzó un silbido tan leve como el de una culebra.

      A aquel silbido contestó otro en el interior.

      – ¡Ah! ¿estais ya ahí? dijo el ventero.

      – Si, si, pardiez, Reduan, dijo una voz áspera: y no alcanzamos por qué razon nos has hecho esperar en la cueva, cuando hubiéramos estado mucho mejor en la venta.

      – Cada cual sabe lo que se hace, contestó el llamado Reduan. ¿Cuántos sois?

      – Seis, que creo que bastamos para cualquier empeño de honra. ¿De qué se trata?

      – De


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