Los monfíes de las Alpujarras. Fernández y González Manuel

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Los monfíes de las Alpujarras - Fernández y González Manuel


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dijo doña Inés. Pero no os mostreis tan orgulloso; hasta ahora solo habeis tropezado con pequeños caciques á los que os ha sido fácil vencer: no habeis encontrado un solo guerrero: todas esas turbas que habeis vencido, son restos de tribus aterradas, desmembradas que han huido á los desiertos, despoblando la parte conquistada por los españoles. Pero ahora os encontrais en la primera ciudad de otro imperio fuerte y poderoso que no se ha aterrado todavía, y que está acostumbrado á vencer á los españoles. ¿No sabeis de boca del mismo adelantado de la opuesta frontera, que á pesar de sus murallas, de sus cañones y de sus soldados castellanos, los idólatras le arrebataron su hija de su mismo palacio?

      – ¡Oh! ¡al fin confesais!..

      – Me remito á lo que vos mismo me habeis referido.

      – Pero os repito, doña Inés, que he visto vuestro retrato en la casa de vuestro padre, que no puedo desconoceros, porque causásteis en mí una emocion profunda, y porque, en fin, en nada habeis variado sino en haber acrecido en hermosura.

      – ¿Habeis hecho una campaña de quinientas leguas por mí, solo por mí? dijo con un acento indefinible doña Inés.

      – Vuestro padre…

      – Mi padre, porque… si, yo soy esa doña Inés que buscais; mi padre ha tenido ocasion de saber de mí, ya enviando un indio de paz, ya por otros mil medios. No, no: mi padre me ha maldecido sin duda; mi padre ha renegado de su hija.

      – Vuestro padre os cree muerta, señora; vuestro retrato está cubierto con un velo negro.

      Doña Inés se conmovió, surcaron dos lágrimas sus blancas mejillas, y dijo con acento conmovido:

      – Mi padre no podia creer que entre los idólatras hubiese un alma generosa, un gran corazon que me sirviese de amparo. Mi padre supuso y supuso con razon, que yo no podria sobrevivir á la esclavitud y al envilecimiento. Pero mi padre se ha engañado. Para ser completamente feliz, solo me falta respirar el aire de la patria, y vivir entre cristianos.

      – ¡Ah! ¡sois feliz!

      – Cuanto puedo serlo en una tierra extraña habitada por idólatras. Si esto os maravilla, prestadme un tanto de atencion y cesará vuestro asombro.

      Mi padre os habrá referido cómo le fuí arrebatada: los indios nos sorprendieron, pasaron á cuchillo á los españoles, y su rey penetró en nuestra casa, y en mi cámara, en el momento en que la mano brutal de un salvaje me habia arrancado de mi reclinatorio, donde pedia á Dios misericordia, y arrastrándome por los cabellos, levantaba sobre mí su hacha.

      El valiente Calpuc me arrancó de las manos del terrible guerrero, y para salvarme, me declaró su cautiva.

      Todos respetaron á la cautiva del rey.

      Despues no recuerdo lo que sucedió; solo que cuando torné en mí, me encontré en un lecho portatil, conducido por cuatro indios, en medio de un ejército innumerable de salvajes, que marchaban por ásperos y horribles desfiladeros.

      Durante muchos dias, hicimos pacíficamente el mismo camino que vos, sin duda, habeis hecho, dejando á vuestras espaldas la muerte, la desolacion, y el incendio: al fin llegamos á esta ciudad, y fuí trasladada á este mismo palacio.

      Durante el camino, mis ojos habian buscado en vano al jóven guerrero que me habia librado de una muerte horrorosa. Un impulso de gratitud y un sentimiento que no podia explicarme, me hacian pensar en él. Algunos dias despues de haber llegado á este palacio, me atreví á preguntar á las esclavas que me asistian, por el rey de aquella tierra.

      Entonces un anciano sacerdote que habia sido cautivado en la misma ocasion en que yo lo habia sido, se me presentó y me dijo que el jóven rey del desierto, Calpuc, habia ido á reprimir la insurreccion de una de las tribus; díjome asimismo, que conmigo, ademas de él, habian sido libertados de la muerte otros dos sacerdotes cristianos y algunos soldados y mujeres castellanas.

      – Ignoro la suerte que nos está reservada hija mia, añadió: creo que este rey es humano y generoso; pero en todo caso, antes que faltar á la virtud y á la fe de Jesucristo, es preferible el martirio.

      Algunos dias despues, se me presentó el mismo Calpuc.

      Era muy jóven, y ya le conoceis, y podeis comprender que posee dotes para hacerse amar. Yo no habia pensado en que podria amarle; este pensamiento me hubiera llenado de terror: mis creencias, mi educacion, mi altivez, todo se oponia en mí á este pensamiento, y sin embargo, ya os he dicho, que el recuerdo de aquel jóven que me habia salvado, me inspiraba un sentimiento misterioso que no podia explicarme, que yo no creia que pudiese ser amor, y que atribuia á gratitud.

      Fuése que por hacerse entender de mí, Calpuc hubiese procurado aprender el habla castellana, fuese que conociese algunas de sus palabras por la continua guerra contra los españoles, me hizo entender, aunque á duras penas, en nuestra primera vista, que nada tenia que temer, y que si me habia llevado consigo á sus dominios, solo habia sido por no dejarme expuesta á mil peligros.

      Desde entonces todos los dias me hacia una corta visita.

      Lentamente el jóven indio fue comprendiendo mejor el castellano; al fin á los seis meses, se hacia entender perfectamente.

      Yo tambien habia comprendido lo que mi corazon no habia podido ocultarme, esto es, que amaba al rey del desierto. Le amaba, sí, pero jamás le revelé mi amor, ni con una mirada, ni con una demostracion de alegría á su llegada, llegada que yo ansiaba, para dar en el fondo de mi alma una expansion á mi amor.

      Calpuc, por su parte, me trataba con el mayor respeto y con una indiferencia perfectamente afectada; pero ¿qué mujer no conoce si es amada ó no por un hombre á quien ve todos los dias?

      Sabia, pues, que le amaba y que era amada; pero estaba resuelta á morir antes que á pertenecer á un idólatra.

      Pero nuestra mutua posicion debia ser mas íntima y mas difícil; debia llegar un dia en que viviésemos continuamente juntos, en que comiésemos en un mismo plato, en que hiciésemos una vida comun.

      Aun no habian pasado seis meses, desde que habia sido arrebatada á mi padre, cuando un dia se me presentó Calpuc pálido y trémulo.

      – Es necesario que seas mi esposa, castellana, me dijo, y que adores á nuestros dioses.

      – ¡Jamás! le contesté; Jamás seré la esposa de un idólatra, ni me prosternaré ante el ara horrible que se riega con sangre humana.

      – Escúchame, Inés, dijo Calpuc, sentándose á mi lado: los agoreros han dicho al pueblo, que una mujer que vive en mi palacio, me envuelve en la tentacion y en la impureza; que esa mujer causará la completa ruina de los restos del imperio mejicano, y que, para aplacar á los dioses, es necesario que esa mujer sea entregada á los sacerdotes y sacrificada ante el altar.

      El horror de esta terrible perspectiva me hizo estremecer.

      – Y no es esto solo: los agoreros dicen que es necesario para asegurar la suerte del imperio, que sean sacrificados tambien tus hermanos de religion y de patria que han sido cautivados contigo.

      – Pero tú eres el rey de esa gente, le dije.

      – Mi poder, me contestó Calpuc, nada puede contra el poder de los sacerdotes. No hay otro medio para ti que ser mi esposa, y adorar á nuestros dioses, ni otro medio tampoco de salvar á esos infelices, sino se prosternan ante nuestros altares.

      – Pues antes que eso, ellos y yo, preferimos el martirio.

      – Escúchame, Inés, me dijo Calpuc con acento profundamente conmovido, y asiéndome una mano, yo te amo.

      Era la primera palabra, y la primera mirada de amor que se atrevia á dirigirme Calpuc.

      – ¿Y por qué me amais, conociendo que yo no habia de sucumbir á vuestros amores? ¿Pretendeis aterrarme para que consienta en ser vuestra esposa?

      – No, no; dijo dulcemente Calpuc; yo solo quiero salvarte.

      – Pero mi salvacion es imposible.

      – ¿Y por qué?

      – Porque jamás renegaré de mi Dios.

      Calpuc


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