Misericordia. Benito Pérez Galdós

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Misericordia - Benito Pérez Galdós


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entre ellas la chispa de la discordia.

      La disputilla referida anteriormente fue cortada por la entrada o salida de fieles. Pero la Burlada no podía refrenar su reconcomio, y en la primera ocasión, viendo que la Casiana y el ciego Almudena (de quien se hablará después) recibían aquel día más limosna que los demás, se deslenguó nuevamente con la antigua, diciéndole: «Adulona, más que adulona, ¿crees que no sé que estás rica, y que en Cuatro Caminos tienes casa con muchas gallinas, y muchas palomas, y conejos muchos? Todo se sabe.

      –Cállate la boca, si no quieres que dé parte a D. Senén para que te enseñe la educación.

      –¡A ver!…

      –No vociferes, que ya oyes la campanilla de alzar la Majestad.

      –Pero, señoras, por Dios—dijo un lisiado que en pie ocupaba el sitio más próximo a la iglesia—. Arreparen que están alzando el Santísimo Sacramento.

      –Es esta habladora, escorpionaza.

      –Es esta dominanta… ¡A ver!… Pues, hija, ya que eres caporala, no tires tanto de la cuerda, y deja que las nuevas alcancemos algo de la limosna, que todas semos hijas de Dios… ¡A ver!

      –¡Silencio, digo!

      –¡Ay, hija… ni que fuas Cánovas!».

      III

      Más adentro, como a la mitad del pasadizo, a la izquierda, había otro grupo, compuesto de un ciego, sentado; una mujer, también sentada, con dos niñas pequeñuelas, y junto a ella, en pie, silenciosa y rígida, una vieja con traje y manto negros. Algunos pasos más allá, a corta distancia de la iglesia, se apoyaba en la pared, cargando el cuerpo sobre las muletas, el cojo y manco Elíseo Martínez, que gozaba el privilegio de vender en aquel sitio La Semana Católica. Era, después de Casiana, la persona de más autoridad y mangoneo en la cuadrilla, y como su lugarteniente o mayor general.

      Total: siete reverendos mendigos, que espero han de quedar bien registrados aquí, con las convenientes distinciones de figura, palabra y carácter. Vamos con ellos.

      La mujer de negro vestida, más que vieja, envejecida prematuramente, era, además de nueva, temporera, porque acudía a la mendicidad por lapsos de tiempo más o menos largos, y a lo mejor desaparecía, sin duda por encontrar un buen acomodo o almas caritativas que la socorrieran. Respondía al nombre de la señá Benina (de lo cual se infiere que Benigna se llamaba), y era la más callada y humilde de la comunidad, si así puede decirse; bien criada, modosa y con todas las trazas de perfecta sumisión a la divina voluntad. Jamás importunaba a los parroquianos que entraban o salían; en los repartos, aun siendo leoninos, nunca formuló protesta, ni se la vio siguiendo de cerca ni de lejos la bandera turbulenta y demagógica de la Burlada. Con todas y con todos hablaba el mismo lenguaje afable y comedido; trataba con miramiento a la Casiana, con respeto al cojo, y únicamente se permitía trato confianzudo, aunque sin salirse de los términos de la decencia, con el ciego llamado Almudena, del cual, por el pronto, no diré más sino que es árabe, del Sus, tres días de jornada más allá de Marrakesh. Fijarse bien.

      Tenía la Benina voz dulce, modos hasta cierto punto finos y de buena educación, y su rostro moreno no carecía de cierta gracia interesante que, manoseada ya por la vejez, era una gracia borrosa y apenas perceptible. Más de la mitad de la dentadura conservaba. Sus ojos, grandes y obscuros, apenas tenían el ribete rojo que imponen la edad y los fríos matinales. Su nariz destilaba menos que las de sus compañeras de oficio, y sus dedos, rugosos y de abultadas coyunturas, no terminaban en uñas de cernícalo. Eran sus manos como de lavandera, y aún conservaban hábitos de aseo. Usaba una venda negra bien ceñida en la frente; sobre ella pañuelo negro, y negros el manto y vestido, algo mejor apañaditos que los de las otras ancianas. Con este pergenio y la expresión sentimental y dulce de su rostro, todavía bien compuesto de líneas, parecía una Santa Rita de Casia que andaba por el mundo en penitencia. Faltábanle sólo el crucifijo y la llaga en la frente, si bien podría creerse que hacía las veces de esta el lobanillo del tamaño de un garbanzo, redondo, cárdeno, situado como a media pulgada más arriba del entrecejo.

      A eso de las diez, la Casiana salió al patio para ir a la sacristía (donde tenía gran metimiento, como antigua), para tratar con D. Senén de alguna incumbencia desconocida para los compañeros y por lo mismo muy comentada. Lo mismo fue salir la caporala, que correrse la Burlada hacia el otro grupo, como un envoltorio que se echara a rodar por el pasadizo, y sentándose entre la mujer que pedía con dos niñas, llamada Demetria, y el ciego marroquí, dio suelta a la lengua, más cortante y afilada que las diez uñas lagartijeras de sus dedos negros y rapantes.

      «¿Pero qué, no creéis lo que vos dije? La caporala es rica, mismamente rica, tal como lo estáis oyendo, y todo lo que coge aquí nos lo quita a las que semos de verdadera solenidá, porque no tenemos más que el día y la noche.

      –Vive por allá arriba—indicó la Crescencia—, orilla en ca los Paúles.

      –¡Quiá, no, señora! Eso era antes. Yo lo sé todo—prosiguió la Burlada, haciendo presa en el aire con sus uñas—. A mí no me la da ésa, y he tomado lenguas. Vive en Cuatro Caminos, donde tiene corral, y en él cría, con perdón, un cerdo; sin agraviar a nadie, el mejor cerdo de Cuatro Caminos.

      –¿Ha visto usted la jorobada que viene por ella?

      –¿Que si la he visto? Esa cree que semos bobas. La corcovada es su hija, y por más señas costurera, ¿sabes?, y con achaque de la joroba, pide también. Pero es modista, y gana dinero para casa… Total, que allí son ricos, el Señor me perdone; ricos sinvergonzonazos, que engañan a nosotras y a la Santa Iglesia católica, apostólica. Y como no gasta nada en comer, porque tiene dos o tres casas de donde le traen todos los días los cazolones de cocido, que es la gloria de Dios… ¡a ver!

      –Ayer—dijo Demetria quitándole la teta a la niña—, bien lo vide. Le trajeron…

      –¿Qué?

      –Pues un arroz con almejas, que lo menos había para siete personas.

      –¡A ver!… ¿Estás segura de que era con almejas? ¿Y qué, golía bien?

      –¡Vaya si golía!… Los cazolones los tiene en ca el sacristán. Allí vienen y se los llenan, y hala con todo para Cuatro Caminos.

      –El marido…—añadió la Burlada echando lumbre por los ojos—, es uno que vende teas y perejil… Ha sido melitar, y tiene siete cruces sencillas y una con cinco riales… Ya ves qué familia. Y aquí me tienes que hoy no he comido más que un corrusco de pan; y si esta noche no me da cobijo la Ricarda en el cajón de Chamberí, tendré que quedarme al santo raso. ¿Tú qué dices, Almudena?

      El ciego murmuraba. Preguntado segunda vez, dijo con áspera y dificultosa lengua:

      –¿Hablar vos del Piche? Conocierle mí. No ser marido la Casiana con casarmiento, por la luz bendita, no. Ser quirido, por la bendita luz, quirido.

      –¿Conócesle tú?

      –Conocierle mí, comprarmi dos rosarios él… de mi tierra dos rosarios, y una pieldra imán. Diniero él, mucho diniero… Ser capatazo de la sopa en el Sagriado Corazón de allá… y en toda la probieza de allá, mandando él, con garrota él… barrio Salmanca… capatazo… Malo, mu malo, y no dejar comer… Ser un criado del Goberno, del Goberno malo de Ispania, y de los del Banco, aonde estar tuda el diniero en cajas soterranas. Guardar él, matarnos de hambre él…

      –Es lo que faltaba—dijo la Burlada con aspavientos de oficiosa ira—; que también tuvieran dinero en las arcas del Banco esos hormigonazos.

      –¡Tanto como eso!… Vaya usted a saber—indicó la Demetria, volviendo a dar la teta a la criatura, que había empezado a chillar—. ¡Calla, tragona!

      –¡A ver!… Con tanto chupío, no sé cómo vives, hija… Y usted, señá Benina, ¿qué cree?

      –¿Yo?… ¿De qué?

      –De si tien


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