La Furia De Los Insultados. Guido Pagliarino

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La Furia De Los Insultados - Guido Pagliarino


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tú, tengo ganas de acabar, así que te hago una propuesta —El hombre había aumentado visiblemente su atención, abriendo ligeramente la boca mientras se le dilataban las pupilas un poco—: Si te confiesas culpable de homicidio preterintencional, lo que significa que la has matado teniendo otras intenciones…

      â€”… Lo sé.

      â€”Entonces, escucha: podrías por ejemplo decirme que no tenías dinero y que la víctima no quería darte crédito, por lo que, en un irrefrenable impulso de ira, la habrías dado un empujón, sin querer matarla, pero, por desgracia, al caer sufrió una herida mortal. Bueno, ya entiendes: de esta manera no se acaba delante del pelotón de ejecución,14 solo pasas un tiempo en la cárcel. Si, por el contrario, escribo en mi informe al juez instructor que sospecho que eres un sicario de algún contrabandista de la Camorra que ha querido eliminarla o un competidor directo de la mujer en el mercado negro que ha querido apartarla de este para siempre, seguro que acabas fusilado.

      El hombre, a pesar de estar más cansado que el subcomisario, no confesó:

      â€”No solo os repito una vez más que no soy un asesino y, como no lo soy, que esa mujer murió por un accidente anterior a que yo entrara en su casa, sino que además os digo también que soy un sargento mayor de artillería y he cruzado el frente llegando a Nápoles ayer por la tarde.

      â€”Hm… Cuéntame más.

      â€”Soy también cocinero, trabajaba como jefe de cocina en el círculo de los oficiales del tercer batallón, primer regimiento de la Artillería Costera, ubicada a unos cinco kilómetros al norte de Paestum, en la provincia de Salerno.

      â€”Ya sé dónde está Paestum… Está bien, suponiendo que me hayas dicho ahora la verdad, por tu bien tenemos que comprobar tu identidad militar, así que dime de qué escuela de suboficiales procedes y de qué promoción — En realidad, tras el caos posterior al armisticio esa verificación probablemente era imposible y D’Aiazzo lo sabía, pero contaba con el hecho de que el otro, si le hubiera mentido, se habría descubierto.

      El hombre no se alteró:

      â€”Mi carrera empezó de cero: Con 28 años, después de haber perdido el trabajo de ayudante de cocinero en una trattoria…

      â€”… ¿Qué hiciste?

      â€”… ¡Nada malo! El local cerró porque, como decían los dueños, habían llegado las últimas consecuencias de la crisis del 29.

      â€”Está bien, sigue.

      â€”Busqué trabajo, pero no encontré nada: nadie contrataba, si acaso despedía. Así que, para no ser una carga para mi madre, que se había quedado viuda y trabajaba duramente limpiando tiendas y cocinando y ayudando en casa de extraños, por fin me enrolé voluntario, esperando hacer carrera y convertirme en suboficial: seis años antes me había licenciado del servicio, con buenas notas, con el grado de cabo, que me habían reconocido al volver y, como ya había estado en las cocinas durante el servicio, después del curso de actualización sobre algunos cañones, me llevaron de nuevo delante de las cacerolas, además de realizar ejercicios periódicos de tiro con la artillería, el fusil y la pistola. Y así ha transcurrido toda mi carrera militar, primero como cabo primero, luego como sargento y finalmente como suboficial:15 sargento mayor jefe de la cocina del círculo de oficiales. Después del armisticio y el desembarco de los antiguos enemigos16 en nuestras costas, salí corriendo con mis compañeros, preocupado por no encontrarme ni con angloamericanos ni con alemanes. Me quedé escondido, comiendo frutas y verduras de las huertas y, las pocas veces que me escondía en granjas, también pan, leche y huevos. Pero los campesinos, o al menos los que me he encontrado, son gente interesada y me han pedido siempre algo a cambio, preferentemente dinero y, poco a poco, les he dado todo lo que me quedaba de mi última paga. Después, una vez acabado el dinero, tuve que pagar con mi reloj: era de acero, pero de marca y, como último purucchio17 he entregado mi medalla de San Genaro con cadena, ambas de oro de dieciocho quilates, regalo de mi familia por la primera comunión, a cambio de la camisa y la ropa de trabajo que llevo. Me he vestido de civil y he abandonado la placa militar de identificación y también los documentos, porque nosotros no solo los tenemos de otro color, sino que en ellos está escrito que somos militares y también nuestro grado…

      â€”… Lo sé.

      â€”Ya, también os pasa a vos. He tirado la tarjeta de identidad y la identificación militar, guardando solo la civil y, sin vestir uniforme, he venido a mi Nápoles, he conseguido pasar la línea de frente y, ayer por la tarde, entré la ciudad. Actuando de forma prudente, aunque estuviera vestido de civil y llevara conmigo un documento, he llegado a la Plazuela del Nilo, que no está lejos de la casa de mi madre y mía en el callejón de Santa Luciella. Y, por culpa de mi buen corazón, después de todo lo que ya me había pasado, he tenido además el impulso de ayudar a aquella mujer que gemía y… aquí estoy, justo cuando estaba ya muy cerca de casa.

      â€”¿Por qué tu licencia de conducir no indica tu domicilio en la zona de Paestum?

      â€”Tenía una habitación en el cuartel, junto a otro sargento mayor, también soltero. No tenía una habitación fuera: nunca he considerado los cuarteles como mi casa nunca he querido abandonar la dirección de Nápoles. Solo la cambié en la tarjeta de identidad y el permiso militar de conducir, porque era obligatorio, aparte del hecho de que con la licencia civil habría tenido que cambiarse con frecuencia la dirección de la Motorización,18 dado que me trasladaban cada pocos años y por el contrario, la carta y la licencia militar me la renovaban directamente en el nuevo destino. Y además, sobre todo, volvía a ver a mi madre a Nápoles cada vez que tenía un permiso.

      â€”Sabes que iremos a la calle de Santa María a comprobar que allí está de verdad tu madre y si hay otras personas que te conocen.

      â€”… Y yo os lo agradezco, señor comisario, porque mi madre de verdad está allí y podréis confirmar lo que os he dicho por ella y también por los vecinos. Pero os pido de corazón: no la asustéis, decidle, por favor, que os he encargado saludarla, porque no he podido venir en persona por razones de servicio.

      â€”Si encontramos a tu madre no la asustaremos y hablaremos con ella como deseas —En este momento, el subcomisario había vuelto a insistir—: Primero has tratado de hacerme creer que tenías reservada una cita galante con Demaggi y luego has admitido que no era verdad. Dime entonces: Si no la había visto antes, ¿cómo sabías que esa mujer era una prostituta?

      No se había alterado:

      â€”Se lo oí decir a vuestro jefe de patrulla, que habló con los suyos delante de la muerta.

      â€”Lo comprobaré. Pero dime una cosa más —D’Aiazzo había dejado la pregunta para el final, para plantearla cuando el interrogado estuviera muy cansado—: ¿Por qué llevabas guantes de lana en esta estación? Para no dejar huellas, ¿verdad?

      â€”… Pero no, señor comisario —No se había preocupado el otro—, el motivo es sencillo, las llevo desde hace mucho, incluso de servicio, con permiso del capitán: sufro de dolores en los dedos de la mano y también en la palma izquierda.

      â€”Hm…

      â€”… Pero sí, por la humedad de las cocinas a lo largo de tantos años, entre los vapores de las cápsulas y el agua de los lavados de las ollas, como me había explicado el teniente médico, que me dijo que llevara los guantes.

      Agotado el hombre y cansadísimos los dos policías, por orden del subcomisario, el presunto sargento mayor Gennaro Esposito fue escoltado a la celda por el brigada Bordin.

      Con


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