El Juez Y Las Brujas. Guido Pagliarino
Читать онлайн книгу.por prudencia y disgustado con aquel pueblo, habÃa preferido también irse de Benevento. Desde lejos, la joven habÃa visto arder a su madre y habÃa oÃdo sus desgarradores gritos. HabÃan vivido como vagabundos, él cosiendo ropas de un pueblo a otro, ella vendiendo un licor de color pajizo de gusto exquisito que el párroco aseguraba haber probado muchas veces, cuya fabricación habÃa aprendido de la madre, herborista y lavandera. Todo esto se lo habÃa contado ella misma al arcipreste tiempo después, al que habÃa llegado finalmente encinta después de muchas peripecias, pidiéndole que le acogiera por un tiempo. Acababa de huir de un grupo de bandoleros donde habÃa permanecido como esclava durante años después de que, por el camino, la hubieran capturado después de haber matado a su compañero. El párroco, conmovido, le habÃa encontrado un trabajo como sirviente en la piadosa familia de un notario, donde habÃa podido dar a luz en paz una niña, consiguiendo permiso para quedarse con ella en el desván y criarla. Desgraciadamente con ellos habitaba un hermano del jefe de familia, también jurisperito pero de un carácter muy distinto: era un vago que, habiendo conseguido a duras penas el doctorado, no habÃa querido ejercerlo y se habÃa gastado todo el patrimonio del padre en vicios. Asà que era mantenido y vestido por su hermano por caridad, mientras se trataba de encontrarle una ocupación decorosa y que no le cansara mucho. En cuanto Elvira recuperó sus formas naturales, ese depravado le habÃa atacado y habÃa tratado de poseerla brutalmente, pero la mujer, de complexión fuerte y aún más fortalecida por su vida vagabunda, le habÃa golpeado y aturdido con un candelabro. La patrona de la casa habÃa asistido a las últimas fases de la pelea, sorprendida por los gritos de su sirvienta. Las ropas de ellas estaban desgarradas, los moratones no dejaban dudas sobre la culpabilidad del hombre, pero era el hermano del notario. ¿Qué hacer? Esos buenos cristianos no querÃan que la mujer sufriera ninguna maldad ajena, pero el otro siempre serÃa un pariente. Tras meditar y vacilar, vacilar y meditar, le habÃan entregado por fin una suma para que se fuera de la casa y, si era posible, del pueblo. Sin embargo, la desventurada, ya cansada de vagar y siendo su hija todavÃa demasiado pequeña, habÃa preferido quedarse en una casita cercana al bosque. Allà habÃa perfeccionado el arte aprendido de su madre, la preparación y venta de su licor y de infusiones medicamentosas y la ayuda en el parto a las mujeres del pueblo. El trabajo elegido fue una de las causas de su mal. También influyó el que se dedicara asimismo a la venta de pájaros migratorios que sabÃa capturar con redes y conservaba vivos, a la espera de compradores, en una gran jaula.
Durante catorce años, Elvira habÃa vivido bastante tranquila. Es verdad que alguno le habÃa llamado alguna vez bruja bromeando, pero no habÃa sufrido persecuciones. Incluso habÃa tenido propuestas de matrimonio. Pero ella, harta de los hombres, habÃa rechazado todas.
En los primeros tiempos habÃa tenido que defenderse del hermano del notario, que, impenitente, habÃa ido a su hogar a abrazarla, sin conseguirlo, por la habitual defensa de la mujer. Por eso habÃa nacido en él un rencor enorme, mientras que su deseo iba aumentando igualmente. Por suerte, los parientes le habÃan encontrado por fin un trabajo respetable en Roma y se habÃa ido, dejándola en paz.
Entre los cortejadores habÃa estado ese Remo Brunacci que le habÃa arruinado, el borracho del pueblo, al que siempre habÃa echado burlándose de él. Cuando este acudió al párroco, presa del vino, diciendo haber perdido el miembro por la magia de Elvira, el sacerdote habÃa comprendido que se trataba solo de ebriedad y que el remedio era la abstinencia. HabÃa por tanto fingido ver entre las piernas del hombre la desaparición de los atributos viriles y luego habÃa encerrado a Brunacci para que se disipasen los humores, también gracias al uso de agua: común, no bendita, al contrario de lo que le habÃa dicho para tranquilizarlo. No habÃa previsto las consecuencias. El pueblo habÃa empezado a murmurar contra Elvira, luego a reclamar a voces que fuera arrestada. Lo peor es que esos dÃas estaba en el pueblo el juez Astolfo Rinaldi, que visitaba al notario.
â¡Rinaldi! ârepetà al oÃr el nombre del viejo superior, interrumpiendo la narración del moribundo.
Ãl era el hermano del notario. Gracias a los importantes parientes de su cuñada, se habÃa incorporado al Tribunal de Roma, donde habÃa hecho carrera rápidamente. ¿Tal vez él mismo, me pregunté, habÃa puesto la carta anónima en el buzón apropiado de la Inquisición en Roma? ¿Por venganza? Por otra parte, el párroco, asustado por la nueva situación y en particular por algunas miradas que el juez le habÃa lanzado poco antes de partir, habÃa presentado a su vez, en la gendarmerÃa del ayuntamiento, su propia denuncia oficial, transmitida de inmediato a Roma. El sacerdote habÃa temido vilmente perder su propia vida, es más, lo habÃa considerado muy probable, ya que sin duda no habrÃa sido el primero en ser arrestado, torturado y condenado por complicidad con la brujerÃa. El resto ya lo sabÃa y yo mismo habÃa llevado las consecuencias a su extremo. Lleno de remordimientos por su falso testimonio, por otro lado jurado ante Dios, después del proceso el párroco habÃa vivido pobremente en el habitáculo donde habÃa estado recluido Brunacci, se habÃa puesto el cilicio, se habÃa sometido a humillaciones de todo tipo, habÃa renunciado a cualquier placer, incluso al más inocente. A punto de morir, siendo inútiles los temores que, aunque fuera en el remordimiento, habÃan seguido atormentándole, habÃa querido advertirme de lo que estaba sucediendo de nuevo, esta vez a Marietta y la rubia y bella hija de Elvira. Cuando llamó a su puerta el santo pelotón, la madre, intuyendo algo malo, habÃa metido a Marietta debajo de la cama, después de haberle indicado en voz baja que se quedara quieta y en silencio, por si pasaba cualquier cosa. Después de que los inquisidores se fueran con Elvira, la niña salió y, sin saber que habÃan apresado a su madre, habÃa acudido al párroco denunciando que la habÃan raptado. El arcipreste, al corriente del arresto, no habÃa aclarado el equÃvoco; por el contrario, la habÃa dicho que, en ese momento, no se podÃa hacer nada por Elvira: ¡sabÃa bien que para estas cosas no habÃa suficientes gendarmes! y que se tranquilizara por tanto. Ese mismo dÃa la habÃa alojado como sirviente de unos campesinos. Sin embargo, después de la ejecución de la madre, Rinaldi habÃa venido a Grottaferrata con tres guardias del tribunal de la ciudad, habÃa detenido a la jovencita con la excusa de investigaciones adicionales y se la habÃa llevado a Roma. ¿Tal vez querÃa vengarse de Elvira culpando también a su hija? El párroco me pedÃa que investigara esto, por justicia, y que, si ante la justicia habÃa un delito, castigara al culpable y sobre todo que averiguara, si era posible, la suerte de la joven y, si seguÃa con vida, la salvara de otros posibles males. Solo asà podrÃa morir en paz.
Prometà al agonizante que buscarÃa hacer justicia con todas mis fuerzas.
Durante el resto de la noche, alojado en el rico antiguo dormitorio del párroco, entre colchas suavÃsimas y sobre un cómodo colchón, no pegué ojo.
HacÃa la medianoche expiró el moribundo; oà de hecho las oraciones del joven sacerdote, pero no me levanté para unirme a él.
TenÃa en mi interior una gran sensación de flaqueza. No deberÃa haber tenido remordimiento por la injusta condena de Elvira porque, como siempre, habÃa actuado de acuerdo con la ley y según mi conciencia, pero sentÃa una inquietud molesta y una ligera náusea que no me abandonarÃa hasta la mañana.
CapÃtulo V
Al salir el sol me volvÃ, después de haber rezado por el alma del sacerdote, y me volvà solo, sin esperar al guardia. Actué por impulso, pero, reflexionando, ahora pienso que, aunque estando absuelto racionalmente, mi instinto deseaba recibir castigo en el mayor peligro de ese retorno solitario. Por otro lado, yo tenÃa y siempre he mantenido en la vida un gran valor fÃsico y manejaba perfectamente la espada y el puñal que, como magistrado, tenÃa derecho a portar. De hecho mi padre, en cuanto se hizo cargo de mÃ, me habÃa hecho recibir lecciones de un cliente suyo, el maestro de armas José Fuentes Villata, un hombre delgado pero vigoroso y, cosa rara para un mediterráneo, altÃsimo, casi un brazo