Tormento. Benito Pérez Galdós

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Tormento - Benito Pérez Galdós


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de otra cosa. Aquí tienes las butacas para la función de esta noche en el Príncipe.

      –¡Oh!, gracias… Eso sí, a obsequioso no te gana nadie. ¿Pero qué?… ¿has traído tres?… ¿vas tú?

      –Yo no pienso… La tercera es para que vaya también…

      –Hizo un gesto mostrando a Amparo, pues su timidez era tal que a veces no se atrevía a nombrar a las personas que tenía delante.

      «¿Esta?… Por los clavos de Cristo, Agustín. Si ella no va, ni quiere, ni le gusta, ni puede»—manifestó Rosalía, dando a las ventanillas de su nariz toda la dilatación posible.

      La idea sola de presentarse en el teatro con la chica de Sánchez, cuyo humilde guardarropa era incompatible con toda exhibición mundana, ponía a la señora de Bringas en un estado de vivísima irritación. Ni comprendía que a su primo se le ocurriera tal dislate. Bastaba esta salida de tono, si no hubiera otras, para que Caballero mereciera la borla de doctor en ignorancia social.

      Amparo se reía sin decir nada, mirando a Caballero con indulgente desaprobación, como se mira a un niño, merecedor por su buena índole de que se le perdonen las tonterías propias de la edad.

      «Pues a oportuno no te gana nadie—dijo la Pipaón ensañándose un poco con su primo—. Buena cosa le propones a esta. La ofendes… sin malicia se entiende… le das una puñalada proponiéndole ir al teatro. ¿De qué crees que hablábamos las dos ahora, y no sólo ahora sino otras veces? ¿Cuál es la afición, el deseo de esta infeliz? ¿No sabes? Tú qué has de saber si siempre estás en Babia. No tienes penetración. Otro cualquiera habría comprendido que Amparo está demente por hacerse monja… Eso se cae de su peso, porque verdaderamente, no puede, no debe, no está en circunstancias de aspirar… Si no hablamos en casa de otra cosa…».

      –Poco a poco, señora mía—observó Caballero sonriendo—. A mí no me han dicho nada.

      –Pero eso se comprende, eso se adivina—replicó ella con la vehemencia que ponía siempre en sus apreciaciones sobre la cosa más absurda—. El hombre de sociedad caza las ideas al vuelo. Tú, si no te ponen las cosas delante, así, en la punta de la nariz, no las ves.

      –Acabáramos.

      –Otro hombre listo habría conocido la dificultad que hay para realizar este pensamiento, la dificultad de la dote… Esto se cae de su peso. Amparo es pobre. Nosotros somos ricos de buena voluntad nada más. Es verdad que tenemos buenas relaciones, y las buenas relaciones allanan los peores caminos. Nosotros tenemos muchos amigos, entre ellos algunos que son poderosos. ¿Seremos tan desgraciados que no encontremos algún solterón rico que tenga un arranque de generosidad y diga: «yo doy la dote para esa señorita monja»?

      Rosalía miró al primo revelando la seguridad de obtener respuesta categórica y feliz a la indirecta que acababa de dirigirle. Agustín, herido en su sensible corazón, respondería infaliblemente: «Aquí está el hombre». Pero la de Bringas vio fracasado por aquella vez su astuto plan, porque el primo, sin revelar haberlo comprendido, se levantó de súbito y dijo:

      «Pues yo, prima, tengo que marcharme».

      Con mal disimulado despecho, Rosalía no pudo menos de exclamar:

      «Eso es… siempre tan brutote… Abur, hijo, que te vaya bien: expresiones en llegando».

      VI

      Caballero dio un paso hacia la puerta. Pero en aquel instante entraron los dos niños pequeños de Rosalía, que venían del colegio. Corrieron ambos a abrazar a su mamá y después a Amparo.

      «Un besito al primo».

      –Ven acá, mona—dijo Caballero, que tenía pasión por los niños.

      –La merienda, mamá—clamaron los dos a un tiempo.

      –La merienda, mamá—repitió Caballero, tomando a cada uno de una mano y saliendo con ellos hacia el comedor.

      Isabelita, cubierta la cabeza con una toquilla roja, calzados los pies de zapatillas bordadas, andaba a saltos, colgándose del brazo de Agustín. El pequeño, fajado en una especie de carrik que le arrastraba, con la cara mocosa y enrojecida por el frío, andaba como un viejo, haciéndose el cojo y el jorobado. Pero de repente daba unos brincos tales y tan fuertes estirones al brazo de su tío, que este no podía menos de quejarse.

      «Juicio, muchachos, juicio».

      Un momento después cada uno de los Bringas del porvenir atacaba con furia un pedazo de pan seco. Caballero se sentó en una silla junto a la mesa del comedor, y les miraba embelesado, considerando y envidiando aquel soberano apetito, aquella alegría que rebosaba de ellos como del tazón de una fuente el agua henchida y rumorosa. Alfonsito, que había ido el domingo anterior con su tío al Circo de Price, dedicaba todas las horas libres a hacer volatines. Sintiéndose con furiosas ganas de ser clown, quería imitar los lucidos ejercicios que había visto. Sin quitarse el carrik que le ahogaba, hacía difíciles cabriolas en los respaldos de las sillas.

      «Niño, que te caes… Este pillo se va a matar el mejor día… Como le vuelvas a llevar al Circo, verás»—decía su madre, corriendo tras él.

      Isabelita, sentada sobre las piernas de su tío, y cogiendo el pan con la mano izquierda, enseñábale con la derecha un sobado librejo, donde tenía varias calcomanías.

      La Pipaón de la Barca, luego que le quitó el abrigo a Alfonsito y los calzones y los zapatos, para que no destrozara la ropa con su endiablado furor acrobático, volvió a donde estaban su hija y el primo.

      «¿Quieres tomar alguna cosa, Agustín? ¿Quieres una copita de manzanilla?… Es de la misma que nos has regalado. Así es que de lo tuyo bebes».

      –Gracias, no tomo nada.

      –Supongo que no lo harás de corto…

      Desde el otro lado de la mesa, la dama contempló largo rato en silencio el bonito grupo que hacían el salvaje y la niña, y fue acometida de un pensamiento muy suyo, muy propio de las circunstancias y que se había hecho consuetudinario y como elemental en ella. Era un desconsuelo que se había constituido en atormentador y en perseguidor de la buena señora, y como tal se le ponía delante muchas veces al día. Helo aquí:

      «Si yo tuviera poder para quitarle al primo diez años y ponérselos a mi niña… ¡qué boda, Santo Dios, qué boda y qué partido! Ya lo arreglaría yo por encima de todo, y domaría al cafre, que, bajo su corteza, esconde el mejor corazón que hay en el mundo. ¡Ay!, Isabelita, niña mía lo que te pierdes por no haber nacido antes… ¡Y tú tan inocente sobre esas salvajes rodillas sin comprender tu desgracia!… ¡tan inocente sobre ese monte de oro, sin darte cuenta de lo que pierdes!… ¡Oh!, si hubieras nacido a los nueve meses de haberme casado yo con Bringas, ya tendrías diez y seis años. ¡Pobre hija mía, ya es tarde! Cuando tú seas casadera, el pobre Agustín estará hecho un arco… ¡Qué cosas hace Dios! Ay, Bringas, Bringas… ¡por qué no nació nuestra hija en el Otoño del 51!… ¡Una renta de veinte, treinta mil duritos!… me mareo… lo bastante para ser una de las primeras casas de Madrid… Y ahora, ¿a dónde irán a parar los dinerales de este pedazo de bárbaro?…».

      Era tan enérgico, tan vivo este pensamiento, que la ambiciosa dama le veía fuera de sí misma cual si tomase forma y consistencia corpóreas. La tarde caía, el comedor estaba oscuro. El pensamiento revoloteaba por lo alto de la sombría pieza, chocando en las paredes y en el techo, como un murciélago aturdido que no sabe encontrar la salida. La de Pipaón, a causa de la creciente oscuridad, no veía ya el grupo. Oía tan sólo los besos que daba Caballero a la niña, y las risas y chillidos de esta cuando el salvaje le mordía ligeramente el cuello y las mejillas.

      Otro pensamiento distinto del antes expuesto, aunque algo pariente de él, surgía en ocasiones del cerebro de la esposa de Bringas, sin darse a conocer al exterior más que por ligerísimo fruncimiento de cejas y por la indispensable hinchazón de las ventanillas de la nariz. Este pensamiento estaba tan agazapado en la última y más recóndita célula del cerebro, que la misma Rosalía apenas se daba cuenta de él claramente. Helo, aquí, sacado con la punta de un escalpelo más


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