Memorias de Idhún. Saga. Laura Gallego

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Memorias de Idhún. Saga - Laura  Gallego


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hasta que las rodillas se le doblaron y tuvo que apoyarse en una farola para poder mantenerse en pie. Maldijo su propia debilidad. Shail era capaz de hacer cosas asombrosas con su magia, y normalmente solo se sentía así después de haber gastado mucha energía mágica. En cambio, a Victoria cualquier sencillo hechizo la dejaba muy cansada.

      Arrastrando los pies, bajó las escaleras de la boca de metro. Le esperaba un largo trayecto hasta su parada, y, una vez allí, tendría que llamar por teléfono a Héctor, el mayordomo, para que fuera a buscarla en coche. Podría hacerlo desde allí mismo, pero el hombre tardaría como mínimo tres cuartos de hora en llegar hasta la Gran Vía y otro tanto en llevarla a casa y, por otra parte, a Victoria le gustaba el metro.

      Se derrumbó en el asiento del andén, pero no pudo descansar demasiado, porque el tren no tardó en llegar. Con un suspiro, se levantó y subió al vagón.

      Y entonces sucedió algo.

      De pronto se le puso la piel de gallina y el vello de su nuca se erizó como si hubiese pasado una corriente de aire helado tras ella. Conocía aquella sensación. Solo la había experimentado en una ocasión, dos años atrás, pero no la había olvidado.

      Por el rabillo del ojo percibió una sombra oscura, ágil y elegante que subía al vagón en el último momento. Y supo que él ya la había encontrado.

      Se levantó a toda prisa y echó a correr hacia la parte delantera del tren, abriéndose paso entre la multitud, que la miraba con desaprobación. Tras ella, aquella figura vestida de negro también sorteaba pasajeros con envidiable maestría, y Victoria comprendió, con toda certeza, que la alcanzaría.

      El tren se detuvo en la siguiente estación. Victoria siguió avanzando y hasta chocó a propósito contra un joven para hacerlo caer al suelo.

      —¡Eh! –protestó el muchacho–. ¡Ten más cuidado!

      Ella no se disculpó. Su perseguidor había tenido que detenerse, apenas un par de segundos, para saltar por encima del joven caído, pero eran dos segundos preciosos que Victoria no pensaba desaprovechar.

      Llegó al último vagón y, cuando las puertas ya se cerraban, saltó fuera del tren.

      Pero la persona que seguía sus pasos se había anticipado a sus movimientos, y había bajado del vagón por la puerta contigua. Se miraron.

      Victoria se quedó sin aliento.

      Era la primera vez que veía a Kirtash, el asesino a quien tanto temían y odiaban sus amigos, la persona que había estado a punto de matarla dos años atrás. Entonces no había llegado a ver el rostro de la muerte, pero en aquel momento, en el andén de la estación de metro, las miradas de ambos se encontraron un breve instante, y algo en el interior de Victoria se convulsionó, dejando en su alma una huella indeleble.

      No era como lo había imaginado. A simple vista parecía un chico normal, y, sin embargo, poseía una elegancia casi aristocrática, la seguridad de un adulto, la ligereza de una pantera y la impasibilidad de un témpano de hielo.

      Y había algo en él que la atraía y la repelía al mismo tiempo.

      Apenas fue un instante. El instinto de Victoria tomó las riendas y le hizo dar la vuelta y echar a correr desesperadamente, correr por su vida, a cualquier parte, lejos del asesino. Pero su mente todavía conservaba las facciones de aquel muchacho que no parecía tener más de quince años, rodeado de un aura de fascinante atractivo, pero con una mirada tan fría e imperturbable que parecía inhumana. Y Victoria supo, de alguna manera, que jamás lograría olvidar esa mirada.

      Corrió hacia las escaleras, sorteando a la gente que bajaba para coger el metro. Supo que Kirtash la perseguía, aunque no lo oía. El chico se movía como una sombra, como un fantasma, pero no necesitaba verlo ni oírlo para sentir en la nuca la mirada de la muerte.

      Jadeando, desesperada, Victoria trepó por las escaleras y se precipitó pasillo arriba. Estaba en la estación de la Puerta del Sol, donde confluían tres líneas de metro distintas y, cuando desembocó en la intersección, corrió hacia cualquier parte, sin importarle la dirección a tomar. Oyó el ruido de un tren acercándose a la estación y, casi sin darse cuenta de lo que hacía, eligió el pasillo del que llegaba el sonido salvador. Casi tropezó al bajar con precipitación las escaleras, pero llegó al andén a tiempo de coger el tren. Entró con un numeroso grupo de gente, y, en cuanto lo hizo, se agachó y anduvo rápidamente hacia la siguiente puerta, a gatas, para que no se la viera desde fuera. La gente la miraba, pero nadie dijo nada.

      Llegó hasta la puerta contigua y se volvió para ver cómo Kirtash subía al tren, unos metros más allá. Él la vio delante de la puerta y supo lo que iba a hacer, pero ella ya estaba con un pie fuera del vagón. Empujó con desesperación a la gente que subía al tren y logró salir, pero el impulso que llevaba la hizo caer de bruces sobre el andén. Kirtash quiso retroceder, pero tras él subía más gente que le cerraba el paso y, aunque bastó una mirada para que se apartaran de su camino, atemorizados sin saber muy bien por qué, no llegó a tiempo. La puerta del vagón se cerró ante el joven asesino. Él trató de abrirla y casi lo consiguió. Pero el tren ya estaba en marcha, y abandonó la estación, dejando a Victoria en el andén.

      Hubo un nuevo cruce de miradas a través del cristal. Kirtash desde el interior del vagón, Victoria desde el andén, todavía sentada en el suelo, con el corazón latiéndole con fuerza. A pesar del miedo que sentía, la chica estaba exultante por haber burlado a su implacable perseguidor; pero, si esperaba ver frustración o rabia en el rostro del asesino, sufrió una decepción. Él seguía mirándola impasible, y ninguna emoción alteraba su semblante cuando el túnel se tragó el tren y ambos perdieron contacto visual.

      Victoria se quedó un momento allí, paralizada, respirando entrecortadamente. Pero sabía que era cuestión de tiempo que Kirtash bajara en la siguiente estación y volviera a buscarla. Se estremeció y se puso en pie de un salto. Tenía que escapar de allí cuanto antes.

      Salió de la estación de metro, en la Puerta del Sol, y entonces se dio cuenta de que se había dejado el paraguas en alguna parte. De todas formas, pensó, mojarse por culpa de la lluvia era ahora la menor de sus preocupaciones.

      Se internó por las calles de la zona en busca de un taxi.

      Victoria entró en casa y se arrojó en brazos de su abuela, temblando de miedo.

      —¡Niña! –exclamó ella, sorprendida–. ¿Qué te pasa?

      —En el metro... Me... perseguía...

      —¿Quién?

      Victoria era incapaz de hablar. Allegra se separó de ella y la miró fijamente.

      —¿Quién, Victoria? –repitió, muy seria.

      Algo en su mirada tranquilizó a Victoria. Su abuela era severa y fuerte como una roca, y la muchacha se sintió a salvo por primera vez desde su encuentro con Kirtash.

      —Un... hombre –mintió–. No sé qué quería, quizá robarme... me ha dado mucho miedo.

      Un destello de comprensión brilló en las pupilas de la anciana.

      —¿Ha sido muy lejos de aquí?

      —¿Qué...?

      —Que si ha sido muy lejos de aquí, Victoria. Que si podría averiguar dónde vives. O haberte seguido hasta aquí.

      —No, yo... no lo creo, abuela. Fue en la estación de metro de Sol. Pero...

      No pudo terminar la frase, porque su abuela la estrechó de pronto entre sus brazos, con fuerza. La muchacha se sintió mucho mejor.

      —Hay mucha gente rara por ahí –musitó–. No te preocupes, hija. Ya ha pasado, ¿de acuerdo? Ya estás en casa. Aquí no va a pasarte nada malo.

      Victoria asintió, reconfortada. Su abuela no solía abrazarla. Ella sabía que la quería, aunque no fuera muy dada a demostrar su afecto. Quizá por esta razón aquel abrazo la consoló profundamente.

      Una vez en su habitación, Victoria


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