La Caravana Pasa. Rubén Darío

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La Caravana Pasa - Rubén Darío


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jugadores y curiosos pobres están más allá, bajo los árboles, a la hora del salchichón al aire libre, y junto a la reja en el momento de la corrida de las ligeras bestias.

      Y cuando la carrera empieza es el enorme griterío, la expectación, la impaciencia por saber cuál ha de ser el dichoso ganador; y los nombres de los animales que corren en competencia se pronuncian entre el ruido, mientras los caballos van por la pista como la bola en la ruleta. Así, como el entraîneur de M. Caillaut, propietario de Chéri, llegase tarde cuando el Gran Prix se corría, no encontró lugar en la tribuna en que le correspondía estar, y no supo la victoria de los caballos de su amo sino por las exclamaciones que entre la tempestad de gritos llegaban a sus oídos: se nombraba a Saxon, el ganador de Chantilly, y al inglés Lady Killer, hasta que el hábil hombre de caballeriza sintió un soplo de alegría al oir aclamar en último instante a Tibère y a Chéri.

      Desde el presidente de la República al último camelot, pasa en triunfo el nombre del vencedor, los colores del patrón adquieren un nuevo brillo y como que, al pasear al bruto triunfante, se dejase ver, en cuatro patas flacas y con una cabeza soberbia, la imagen de la vanidad, pasajera y momentánea. Pues el doble event es cosa rara, y Saxon, ganador en Chantilly, no tuvo el gran premio. Y ese principado hípico tiene el fin de todos los principados humanos. Arquías hacía ya lamentarse al corcel antiguo triunfador en la carrera; «me he visto, dicen los versos de la Antología, coronado, en otra época, en las orillas del Alfeo; gané dos veces el premio junto a la fuente Castalia; y obtuve aclamaciones de la muchedumbre y aplausos, en Nemea y en el Istmo; a la piedra de Nisipo pasaba como llevado por el aire, ¡Oh desdoro! hoy doy vueltas a la piedra de un molino, en ruin ocupación, y sufro el látigo». Los Saxon y los Chéri no irán, gracias a los progresos de la industria, a hacer harina; pero no está en lo imposible que sus gloriosas carnes sean mañana, cuando la vejez llegue, consumidas en beefteaks de culinaria subrepticia, o claramente ofrecidos a la hipofagia parisiense. No serán los primeros outsiders víctimas del apetito.

      Un bello espectáculo es sin duda alguna el desfile, cuando las horas doradas de la tarde ponen en el Bosque su ambiente de amorosa alegría, en esta estación que hace hervir las savias y precipitarse la sangre. El presidente de la República se retira, y generalmente es aclamado a su paso. Una interminable procesión de vehículos se extiende, en un resonar sordo de cascos y un sacudimiento de sonorosos arneses. Pasa el mundo oficial, el gran mundo, los batallones de clubmen. Las hetairas no son las menos miradas como comprenderéis—, la Emilienne d'Alençon en su cab inglés, la Otero en su equipaje superior al del mismo millonario Chauchard, y todas las celebridades de la gracia en venta y del amor profesional. Se disemina el inmenso río de carruajes y automóviles y bicicletas. Quiénes van a los restaurants del Bosque, quiénes a la ciudad. París murmura, se estremece, bañado de fuego vespertino, y al entrar a la plaza de la Concordia, al ver el casco de oro de los Inválidos, las lejanas agujas de Santa Clotilde y, en el inmenso forum que engrandece y alegra el espíritu al propio tiempo, el obelisco sobre el fondo verde de las Tullerías; al respirar este ambiente y sentir filtrarse en uno el alma del día, se experimenta un singular placer. Se viene de coronar a un caballo; pero no importa. Allá está enterrado Napoleón, aquí respiró Víctor Hugo; sentimos como que vamos sobre el pecho del mundo.

      Venimos de la coronación de un caballo; en Atenas también se hacía lo mismo. Un caballo bueno vale más que un general malo. Y luego, «la más noble conquista del hombre» siempre ha sido compañera de la gloria; no se concibe a Alejandro sin Bucéfalo, al Cid sin Babieca; no puede haber Santiago en pie, Quijote sin Rocinante ni poeta sin Pegaso. El caballo es noble, es generoso, es bueno. Merece más que los elogios de M. de Buffon.

      Lo lamentable es que en el sport moderno, lo repito, en las carreras, no se tenga por mira el espectáculo estético, sino el lucro, el azar, la ganancia. La gran pelousse equivale a una mesa de billar, a una carpeta de juego. La Gran Semana es la semana de la ostentación del lujo por un lado y la apoteosis del juego por otro. Dicen que esto es el 14 de Julio sportivo. Hay razón en decir eso. Mas no es envidiable la celebración desde aquel punto de vista.

      Mejorar la raza caballar es una gran cosa. Se ha llegado en esto a resultados admirables. Mejorar las razas humanas sería indiscutiblemente mejor. Mejorar los cuerpos, mejorar las almas. No la persecución imposible de una humanidad perfecta, pues esto no está en la misma naturaleza; pero sí un progreso relativo, seguir el camino que muchos conductores de ideas han señalado y señalan para bien de los pueblos. Es mucho el contraste entre la maravillosa exposición de bienestar y de riqueza sobrante y desafiadora, y la enorme miseria que se agita, y el enorme aplastamiento del obrero por la masa del capital.

      La noche del Grand Prix he visto a la célebre Fagette, una mediocre divette que sale a las tablas con un «bolero» que cuesta millón y medio. No es equivocación del corrector: millón y medio.

      Luego, se asustan de Ravachol.

      La mejor conquista del hombre tiene que ser, Dios lo quiera, el hombre mismo.

       Índice

L

      udus.

      O para decirlo en moderno, sport; o para decirlo en castizo, deporte. Yo, por mi parte, nunca diré deporte; primero, porque así dicen los puristas, y luego, porque esa palabra no quiere decir las fiestas de agilidad y los concursos de fuerzas, que, en nuestros días, dominan el aburrimiento de los desocupados del mundo.

      Ludus es en latín, y esto puede ya hacer que me perdonen ciertos jueces que no me permito atender, sobre todo cuando voy a hablaros del sport francés, asunto agradable.

      Hay aquí desde hace tiempo un despertamiento de afición a las cosas sportivas que tanto dan que hacer a los anglosajones, a punto que se creería que ellos son los inventores. El ejercicio es humano; la fuerza sorda es bárbara; la gracia en la fuerza es latina; la elegancia es latina. Por eso se ha necesitado descender en el concepto de la ornamentación personal hasta la chatura de nuestro tiempo, para que Pool sea el árbitro de la sastrería masculina, y que la elegancia tenga su papa en Londres. La elegancia es helénica y latina. Ella hace que el gladiador busque un bello gesto para la muerte, y que al toro del sacrificio se le pongan pámpanos y rosas en los cuernos. Ella hace que los aspectos de los centauros y lapitas en el mármol de las metopas se afirmen hermosos y decorosos.

      No puede haber comparación, sino para mengua de lo moderno, en el concepto de la hermosura, entre los juegos antiguos que celebraba Píndaro y los de ahora, que cantan el Auto-Vélo o el París Sport. Pero aun así, los actuales ejercicios y divertimientos ofrecen cuadros y escenas de innegable atractivo. El teufteur, el pneu y los diversos matchs de velocidad o agilidad, que hoy están de moda, entrarían difícilmente en la oda. El automóvil ha encontrado un robusto poeta en prosa en Paul Adam, y algún pequeño poeta ha celebrado a las varias bellezas que se visten de oso y se ponen caretas extraordinarias para ir a gozar de las delicias del torbellino de polvo, sobre el demonio de caucho y hierro, fulminador de pavos, patos, gallinas y perros, cuando no del desventurado peatón.

      Otra vez he hablado de las carreras de caballos. Hoy se interesa el público por las carreras de automóviles. «¡El caballo se muere! ¡El caballo ha muerto!» gritan algunos. Pero el Grand Prix no deja de ser la fiesta por excelencia, y Auteuil y Chantilly y demás lugares de hipógrifos con pedigree, se siguen viendo tan concurridos como siempre. Un periodista afirma que «un simple Rothschild puede franquear en una armazón eléctrica, en diez y siete horas y media, la distancia que separa Stuttgard de París; es decir, setecientos fulgurantes kilómetros, y eso en el momento mismo en que la pobre Kizil Kourgan—ilustre


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