Orgullo y prejuicio. Джейн Остин

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Orgullo y prejuicio - Джейн Остин


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      ―Recuerda, Eliza, que él no conoce el carácter de Jane como tú.

      ―Pero si una mujer está interesada por un hombre y no trata de ocultarlo, él tendrá que acabar por descubrirlo.

      ―Tal vez sí, si él la ve lo bastante. Pero aunque Bingley y Jane están juntos a menudo, nunca es por mucho tiempo; y además como sólo se ven en fiestas con mucha gente, no pueden hablar a solas. Así que Jane debería aprovechar al máximo cada minuto en el que pueda llamar su atención. Y cuando lo tenga seguro, ya tendrá tiempo―para enamorarse de él todo lo que quiera.

      ―Tu plan es bueno ―contestó Elizabeth―, cuando la cuestión se trata sólo de casarse bien; y si yo estuviese decidida a conseguir un marido rico, o cualquier marido, casi puedo decir que lo llevaría a cabo. Pero esos no son los sentimientos de Jane, ella no actúa con premeditación. Todavía no puede estar segura de hasta qué punto le gusta, ni el porqué. Sólo hace quince días que le conoce. Bailó cuatro veces con él en Meryton; le vio una mañana en su casa, y desde entonces ha cenado en su compañía cuatro veces. Esto no es suficiente para que ella conozca su carácter.

      ―No tal y como tú lo planteas. Si solamente hubiese cenado con él no habría descubierto otra cosa que si tiene buen apetito o no; pero no debes olvidar que pasaron cuatro veladas juntos; y cuatro veladas pueden significar bastante.

      ―Sí; en esas cuatro veladas lo único que pudieron hacer es averiguar qué clase de bailes les gustaba a cada uno, pero no creo que hayan podido descubrir las cosas realmente importantes de su carácter.

      ―Bueno ―dijo Charlotte―. Deseo de todo corazón que a Jane le salgan las cosas bien; y si se casase con él mañana, creo que tendría más posibilidades de ser feliz que si se dedica a estudiar su carácter durante doce meses. La felicidad en el matrimonio es sólo cuestión de suerte. El que una pareja crea que son iguales o se conozcan bien de antemano, no les va a traer la felicidad en absoluto. Las diferencias se van acentuando cada vez más hasta hacerse insoportables; siempre es mejor saber lo menos posible de la persona con la que vas a compartir tu vida.

      ―Me haces reír, Charlotte; no tiene sentido. Sabes que no tiene sentido; además tú nunca actuarías de esa forma.

      Ocupada en observar las atenciones de Bingley para con su hermana, Elizabeth estaba lejos de sospechar que también estaba siendo objeto de interés a los ojos del amigo de Bingley. Al principio, el señor Darcy apenas se dignó admitir que era bonita; no había demostrado ninguna admiración por ella en el baile; y la siguiente vez que se vieron, él sólo se fijó en ella para criticarla. Pero tan pronto como dejó claro ante sí mismo y ante sus amigos que los rasgos de su cara apenas le gustaban, empezó a darse cuenta de que la bella expresión de sus ojos oscuros le daban un aire de extraordinaria inteligencia. A este descubrimiento siguieron otros igualmente mortificantes. Aunque detectó con ojo crítico más de un fallo en la perfecta simetría de sus formas, tuvo que reconocer que su figura era grácil y esbelta; y a pesar de que afirmaba que sus maneras no eran las de la gente refinada, se sentía atraído por su naturalidad y alegría. De este asunto ella no tenía la más remota idea. Para ella Darcy era el hombre que se hacía antipático dondequiera que fuese y el hombre que no la había considerado lo bastante hermosa como para sacarla a bailar.

      Darcy empezó a querer conocerla mejor. Como paso previo para hablar con ella, se dedicó a escucharla hablar con los demás. Este hecho llamó la atención de Elizabeth. Ocurrió un día en casa de sir Lucas donde se había reunido un amplio grupo de gente.

      ―¿Qué querrá el señor Darcy ―le dijo ella a Charlotte―, que ha estado escuchando mi conversación con el coronel Forster?

      ―Ésa es una pregunta que sólo el señor Darcy puede contestar.

      ―Si lo vuelve a hacer le daré a entender que sé lo que pretende. Es muy satírico, y si no empiezo siendo impertinente yo, acabaré por tenerle miedo.

      Poco después se les volvió a acercar, y aunque no parecía tener intención de hablar, la señorita Lucas desafió a su amiga para que le mencionase el tema, lo que inmediatamente provocó a Elizabeth, que se volvió a él y le dijo:

      ―¿No cree usted, señor Darcy, que me expresé muy bien hace un momento, cuando le insistía al coronel Forster para que nos diese un baile en Meryton?

      ―Con gran energía; pero ése es un tema que siempre llena de energía a las mujeres.

      ―Es usted severo con nosotras.

      ―Ahora nos toca insistirte a ti ―dijo la señorita Lucas―. Voy a abrir el piano y ya sabes lo que sigue, Eliza.

      ―¿Qué clase de amiga eres? Siempre quieres que cante y que toque delante de todo el mundo. Si me hubiese llamado Dios por el camino de la música, serías una amiga de incalculable valor; pero como no es así, preferiría no tocar delante de gente que debe estar acostumbrada a escuchar a los mejores músicos ―pero como la señorita Lucas insistía, añadió―: Muy bien, si así debe ser será ―y mirando fríamente a Darcy dijo―: Hay un viejo refrán que aquí todo el mundo conoce muy bien, «guárdate el aire para enfriar la sopa», y yo lo guardaré para mi canción.

      El concierto de Elizabeth fue agradable, pero no extraordinario. Después de una o dos canciones y antes de que pudiese complacer las peticiones de algunos que querían que cantase otra vez, fue reemplazada al piano por su hermana Mary, que como era la menos brillante de la familia, trabajaba duramente para adquirir conocimientos y habilidades que siempre estaba impaciente por demostrar.

      Mary no tenía ni talento ni gusto; y aunque la vanidad la había hecho aplicada, también le había dado un aire pedante y modales afectados que deslucirían cualquier brillantez superior a la que ella había alcanzado. A Elizabeth, aunque había tocado la mitad de bien, la habían escuchado con más agrado por su soltura y sencillez; Mary, al final de su largo concierto, no obtuvo más que unos cuantos elogios por las melodías escocesas e irlandesas que había tocado a ruegos de sus hermanas menores que, con alguna de las Lucas y dos o tres oficiales, bailaban alegremente en un extremo del salón.

      Darcy, a quien indignaba aquel modo de pasar la velada, estaba callado y sin humor para hablar; se hallaba tan embebido en sus propios pensamientos que no se fijó en que sir William Lucas estaba a su lado, hasta que éste se dirigió a él.

      ―¡Qué encantadora diversión para la juventud, señor Darcy! Mirándolo bien, no hay nada como el baile. Lo considero como uno de los mejores refinamientos de las sociedades más distinguidas.

      ―Ciertamente, señor, y también tiene la ventaja de estar de moda entre las sociedades menos distinguidas del mundo; todos los salvajes bailan.

      Sir William esbozó una sonrisa.

      ―Su amigo baila maravillosamente ―continuó después de una pausa al ver a Bingley unirse al grupo― y no dudo, señor Darcy, que usted mismo sea un experto en la materia.

      ―Me vio bailar en Meryton, creo, señor.

      ―Desde luego que sí, y me causó un gran placer verle. ¿Baila usted a menudo en Saint James?

      ―Nunca, señor.

      ¿No cree que sería un cumplido para con ese lugar?

      ―Es un cumplido que nunca concedo en ningún lugar, si puedo evitarlo.

      ―Creo que tiene una casa en la capital. El señor Darcy asintió con la cabeza.

      ―Pensé algunas veces en fijar mi residencia en la ciudad, porque me encanta la alta sociedad; pero no estaba seguro de que el aire de Londres le sentase bien a lady Lucas.

      Sir William hizo una pausa con la esperanza de una respuesta, pero su compañía no estaba dispuesto a hacer ninguna. Al ver que Elizabeth se les acercaba, se le ocurrió hacer algo que le pareció muy galante de su parte y la llamó.

      ―Mi querida señorita Eliza, ¿por qué no está bailando? Señor Darcy, permítame que le presente a esta joven que puede ser una excelente pareja. Estoy seguro de que no puede negarse


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