Los argonautas. Висенте Бласко-Ибаньес

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Los argonautas - Висенте Бласко-Ибаньес


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Además, jugó fuerte en el club hasta la madrugada, en busca de fugitivas ganancias. ¡Ay, su amor!, ¡su pobre amor humillado y envilecido por las preocupaciones del dinero!... ¡Adiós las inconsciencias del pájaro errante, el desprecio por las previsiones del mañana!... Sus besos tenían muchas veces el crispamiento de caricias desesperadas; quedábanse de pronto absortos los dos y tenían miedo de preguntarse en qué pensaban. Algunas tardes, en el desorden del lecho, el tañido de «la campana de don Miguel» sorprendía a Ojeda hablando seriamente de un gran negocio, de una combinación con amigos del club, indiferente y frío ante la carne adorada que no podía contemplar en otros tiempos sin cubrirla de fogosas caricias.

      Ella, por su parte, hablaba del pleito, la gran empresa de su vida, con todas las vehemencias del interés material y del odio. Pasaban por su boca adorable palabras curialescas, términos del procedimiento, aprendidos con pronta asimilación en sus conferencias con los abogados. El triunfo era seguro, pero habría que esperar un poco. Y mientras tanto, su exterior señoril iba sufriendo una transformación, que no se escapaba a los ojos de Fernando. Transcurrían meses y meses sin que algo fresco viniera a adornar su belleza, ávida en otra época de costosas novedades. Al sucederse las estaciones reaparecían los mismos vestidos del año anterior, hábilmente retocados. Su guardarropa de París podía sacarla de apuros por mucho tiempo. Hablaba con entusiasmo de pobres costurerillas de Madrid que, bajo sus indicaciones, hacían prodigios en el arreglo de ropas y sombreros. Las joyas vistosas, primeros regalos con que el marido había domado sus esquiveces de jovenzuela, sólo se mostraban de tarde en tarde, después de misteriosos cautiverios en poder de prestamistas. Algunas habían desaparecido para siempre.

      María Teresa hacía elogios de la generosidad de su tía. Ella se ocupaba de su mantenimiento y sus diversiones, orgullosa de ostentarla a su lado en teatros y fiestas. Era capaz de darle toda su fortuna: pero tenía hijas, y éstas batallaban a todas horas contra la influencia de su prima.

      A veces, con una timidez ruborosa y huyendo la vista, preguntaba a Ojeda por el estado de sus negocios. «¡Si tuvieras un dinero que necesito!»...

      Y cuando él, con apresuramiento, satisfacía su demanda, María Teresa parecía arrepentirse.

      —¡Qué vergüenza! ¡Yo pidiéndote dinero!... Es para algo importante; ya sabes... el pleito. Pero en fin, como hemos de casarnos, todo lo nuestro debe ser común. Cuando yo salga con la mía, ya no tendrás que trabajar, ¡pobrecito mío!, ya no penarás con tus negocios.

      Los tales negocios no podían marchar peor. En menos de un año había sufrido Fernando dos pérdidas considerables en empresas ilusorias a las que le arrastraron ciertos amigos del club tan inexpertos como él. El juego contribuía igualmente a disminuir su fortuna. De tarde en tarde una ganancia le inspiraba gran fe en el porvenir, y traía como consecuencia regalos y generosidades para Teri. Después de estos breves períodos de optimismo, reaparecía la silenciosa cólera al ver desmoronarse lentamente sus esperanzas.

      En esta situación, cuando no sabía qué hacer y se sentía dominado por un desaliento mortal, pasó por Madrid un español rico, residente en Buenos Aires, tío de su cuñado. Aquel hombre, que había huido de su tierra acosado por la pobreza treinta años antes, hablaba de millones con asombrosa familiaridad y se burlaba de la mediocridad de los negocios peninsulares. Las conversaciones con este señor, que comía muchas veces en casa de su sobrino, escuchado y admirado por toda la familia cual un héroe triunfante, fueron para Ojeda como otros tantos latigazos aplicados a su voluntad dormida. La ascensión realizada por este antiguo rústico y otros muchos de su clase, ¿por qué no intentarla él?... Y con esfuerzo corajudo, temblando como si confesase una infidelidad amorosa, expuso sus propósitos a María Teresa. Quería partir; necesitaba ser rico para ella, sólo para ella. Aquel pariente de su cuñado prometía ayudarle, y él, con los restos de su fortuna, podía intentar en América algo fructuoso y de rápido éxito.

      Fernando insistía especialmente en la rapidez de su viaje. Asunto de un año, o dos cuando más; y aún así, podría ir y volver algunas veces. Ella debía hacerse la ilusión de que amaba a un militar que salía para la guerra, pero una guerra sin peligro de muerte.

      Teri le escuchaba pálida, con los ojos lacrimosos, pero acabó por aprobar su resolución. Sí, debía partir; era mejor que trabajase en un ambiente más propicio y favorable que el del viejo mundo.

      Para amortiguar su pena intentaron embellecer el próximo viaje con reminiscencias románticas y optimismos tradicionales. Él iba a ser como los paladines de los viejos romances, que salían a correr luengas tierras para hacer presentes a su dama. Volvería trayendo millones, y otra vez conocerían la existencia opulenta, con viajes de lujo por todo el mundo, grandes hoteles, automóvil a perpetuidad, y podrían sacar del cautiverio de la usura los collares de perlas y las joyas luminosas. Un sacrificio de dos años: ni uno más. Todos saben que en América basta este tiempo para que un hombre inteligente conquiste riquezas. ¡Las consiguen allá tantos imbéciles!... Recordaban algunas comedias en las que el protagonista enamorado sale al final del primer acto camino del Nuevo Mundo para hacer fortuna, y al empezar el segundo ya es millonario y está de vuelta. Se notan en él algunas transformaciones que no le van mal: unas cuantas canas prematuras, la faz tostada, las facciones más enérgicas y angulosas; pero sólo han transcurrido quince minutos desde que bajó el telón hasta que vuelve a subir. En la realidad, no serían quince minutos, serían quince meses: tal vez dos años; pero bien podía hacerse el sacrificio de este tiempo a cambio de afirmar la felicidad.

      Así habían pasado las últimas semanas, hablando del viaje, discutiendo sus preparativos, forjándose ilusiones sobre los resultados, pero viéndolo siempre en lontananza; hasta que, de pronto, les avisaba el zarpazo de lo inmediato, de lo inevitable. Y Ojeda, al despertar de esta vertiginosa evocación de recuerdos que sólo había durado algunos segundos y abarcaba todo un período de su existencia, se vio caminando por el Salón del Prado, en una noche fría, al lado de una mujer que marchaba con desmayo, como si al término del paseo la esperase la muerte, evitando las palabras de él, evitando su mirada.

      —Hasta aquí nada más—dijo Teri al llegar cerca de la fuente de Cibeles—.No, no me beses: me haría mucho daño; no tendría fuerzas para irme... La mano tampoco... No; ¡adiós!, ¡adiós!

      Lo apartó de ella como si fuese un extraño; volvía la cabeza por no verle. De pronto, llamando a un coche para que la aguardase, huyó.

      Fernando quedó inmóvil largo rato viendo cómo se alejaba con lento traqueteo el vehículo de alquiler hacia la Puerta de Alcalá. Dentro de la caja vetusta y crujiente se alejaban sus esperanzas, la razón de ser de su vida. ¡Y así eran en realidad las grandes separaciones, los hondos dolores: sin palabras sonoras, sin frases elocuentes; completamente distintas de como se ven en los teatros y en los libros!...

      Las horas anteriores a la partida, transcurridas en el hotelito de su cuñado, allá en lo alto de la Castellana, se le aparecían ahora como un tormento de la intimidad familiar. En su habitación el equipaje en desorden y su viejo sirviente ocupado con los últimos preparativos; en el comedor los hijos de Lola, que no querían acostarse sin despedirse de él. «Tío, tráenos un loro... Tío, una mona... Cuando vuelvas, acuérdate, tío, de traer un negrito...» Y su hermana, que había tomado un aire protector con la emoción de la partida, le sermoneaba maternalmente. A ver si hacía allá una vida más seria y remediaba sus locuras. El marido aprobaba la cordura conyugal con afirmaciones optimistas. Tenía la certeza de que Fernando iba a triunfar: su tío le aguardaba allá, y era hombre que podía ayudarle mucho. Y llevado de su exactitud en los negocios, aburríale una vez más con el relato de las gestiones que estaba haciendo para liquidar en efectivo los restos de su fortuna, y los plazos y forma en que iría remitiéndole las cantidades.

      A las once de la noche se vio Ojeda dentro de un automóvil camino de la estación del Norte, pasando por calles solitarias y dormidas, en las que empezaban a estacionarse los serenos. No había querido que le acompañasen su hermana y su cuñado, evitándose así las últimas expansiones familiares. Cerca de la estación vio, al doblar una esquina, el Teatro Real. ¡Adiós, recuerdos! ¡Adiós, María Teresa! Ella estaría allí en un palco, rodeada de luz, con su tía y sus amigas, tal vez bajo las hambrientas


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