Jesucristo. Los evangelios. Terry Eagleton
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Él hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.
Este motivo del cambio revolucionario constituye casi un cliché en la teología veterotestamentaria. A Yahvé no se le puede ni imaginar ni dar un nombre, pero se le verá como quien es cuando se vean exaltados los pobres y desposeídos los ricos. El motivo de una estrecha vinculación entre el sufrimiento más profundo y la exaltación más elevada es tradicional en el judaísmo, lo mismo que en el linaje occidental de la tragedia. El verdadero poder emana de la impotencia, una doctrina de la que la crucifixión y la resurrección de Jesús son supuestamente ejemplos. Los pobres y explotados son un signo del fracaso de los poderes vigentes, pues ilustran qué miseria deben sembrar esos poderes a fin de asegurar su dominio. En este sentido, los desposeídos son imágenes negativas de la sociedad justa. Lo son también por el hecho de que tienen mucho menos que perder que quienes los tratan con prepotencia, y por tanto tienen un interés mayor en la propiciación de tal transformación. La misma María tipifica este cambio revolucionario en cuanto que oscura joven galilea no escogida por ninguna razón particular para ser la madre de Dios. En el mismo momento de ser elevada de este modo, Dios se está humillando a sí mismo al convertirse en carne humana en su seno. En este sentido, Lucas presenta a María como un signo de lo que en el Antiguo Testamento se presenta como el anawim y a lo que san Pablo se refiere de un modo bastante más enfáticamente como la «hez de la tierra»: los inútiles, vulnerables y marginados en los que el reino inminente es prefigurado más poderosamente. Puesto que tienen poco que esperar de la historia, son los significantes más puros de una justicia y una satisfacción fuera de su alcance.
En las llamadas Bienaventuranzas se bendice a los pobres, hambrientos y afligidos, pero no a los virtuosos. A diferencia de los virtuosos, son signos del reino que viene porque ejemplifican la vaciedad y privación que la Nueva Jerusalén está destinada a reparar. (En la más auténtica tradición de las Escrituras, ahora se está de acuerdo en que Jesús habla simplemente de los pobres, no, como el típicamente espiritualista Mateo dice, de los «pobres de espíritu».) Los dichos de Jesús están en línea con la tradición veterotestamentaria para la que la diana de los profetas suele ser una clase dirigente corrupta. Lo que la profecía persigue no es prever el futuro, sino advertir a los contemporáneos de que, a menos que cambien, el futuro será con toda probabilidad sumamente desagradable.
En los Evangelios abundan también las imágenes de Jesús en el papel de anawim. Él es el skandalon o la piedra de tropiezo rechazada por los albañiles pero que se convertirá en piedra angular del nuevo orden. La nueva administración se construye con los restos de la vieja. A los marginados se les reserva el primer lugar en la mesa; los desposeídos heredarán la tierra; los que perdieron sus vidas las salvarán. La kenosis o el autodesposeimiento es la condición para una abundancia de vida. Sólo muriendo para el poder actualmente establecido es posible elevarse a la nueva vida de paz y fraternidad. Para Jesús no puede haber negociación alguna entre el dominio de la justicia y los poderes de este mundo. A este respecto pone a quienes le rodean ante una disyuntiva absoluta. O están con él o contra él; no cabe ningún término medio liberal. Lo que está en juego no es un proyecto reformista consistente en llenar de vino nuevo odres viejos, sino un inimaginable régimen nuevo que en opinión de Jesús ya está irrumpiendo violentamente en el mundo y del que él mismo se considera precursor y encarnación. En este sentido, es un vanguardista, no un reformador social. En una curiosa tensión entre el presente y el futuro, su papel parece ser el de proclamar el advenimiento del reino de Dios e inaugurarlo en su propia persona en el presente. De un modo muy parecido al socialismo para Marx, el dominio de la justicia es a la vez inmanente en el presente y una meta a la que se ha de aspirar. Pero no puede haber una transición fluida de lo viejo a lo nuevo, a la manera de un socialismo evolucionista. Dada la urgencia y gravedad de nuestra situación –a lo que los Evangelios se refieren como el «pecado del mundo»–, el logro de un orden social justo implica pasar por la muerte, la nada, la turbulencia y el autodesposeimiento. Éste es el significado del descenso de Cristo al infierno tras su crucifixión. Sólo mediante un encuentro con lo Real de la miseria puede rehacerse la humanidad. Y esto, dado nuestro patológico estado de autoengaño, al final sólo es posible por la gracia de Dios.
El reino, por supuesto, no llegó poco después de la muerte de Jesús, como los primeros cristianos (y, desde luego, san Pablo) parecen haber esperado. El movimiento cristiano comienza con un paso de lo sublime a lo trivial. Sus orígenes constituyen un anticlímax terriblemente embarazoso que difícilmente se sigue del ignominioso escándalo de que se haya efectivamente matado al Hijo de Dios. A menos, por supuesto, que se considere la resurrección de Jesús la fundación de su reino, como algunos teólogos hacen. El mismo Jesús confiesa su ignorancia sobre cuándo vendrá el reino; pero, según Marcos, creía que algunos de los que le rodeaban vivirían lo suficiente como para ver el nuevo orden; y éste es un dicho suyo muy posiblemente auténtico, una vez más en el supuesto de que todo lo que en el Nuevo Testamento pueda demostrarse disímil para la Iglesia temprana es muy probablemente genuino. No fue el único error que Jesús parece haber cometido, aunque probablemente fue el mayor. Cuando cita al autor del Salmo 110, se equivoca (no fue el rey David), y parece creer que el Libro de Jonás es histórico, lo cual es falso.
Una razón por la que Jesús y sus seguidores esperaban que el reino llegara muy pronto es que no pensaban en absoluto que la actividad humana pudiera desempeñar papel alguno en la contribución a su establecimiento. Para los primeros cristianos, el reino era un regalo de Dios, no obra de la historia. La historia estaba ahora efectivamente llegando a un final, y los devotos del Señor no tenían más que mantenerse firmes en la fe en el Christos de inminente aparición. No valía la pena tratar de deshacerse de los romanos cuando Dios estaba a punto de transformar todo el mundo. Los discípulos de Jesús podían traer el reino de Dios con sus propias fuerzas tan poco como para los marxistas deterministas puede el socialismo alcanzarse mediante la intensificación de la agitación. En cualquier caso, aparte de su bastante rara averiguación de la cantidad de armas de que sus camaradas disponían, Jesús parece haber sido un pacifista, por más que hubiera venido a traer una espada más que la paz. En este panorama del siglo i no había margen para la idea de los hombres y las mujeres como agentes históricos capaces de forjar su propio destino, o al menos contribuyendo a él. Esto habría casado tan mal con la visión que los evangelistas tenían de las cosas como la creencia en la redondez de la tierra. Sin embargo, una vez comprobado que Cristo no regresaba, la Iglesia comenzó a desarrollar una teología para la que los esfuerzos humanos por transformar el mundo forman parte de la venida de la Nueva Jerusalén y la prefiguran. Contribuir al advenimiento de la paz y la justicia en la tierra es una precondición necesaria del advenimiento del reino de Dios.
Una teología política como ésa no cabía en la cosmovisión de los Evangelios, razón por la cual Jesús no fue un revolucionario en el sentido en que lo fue Lenin. No fue un leninista porque no tenía concepto alguno de la autodeterminación histórica. La única clase de historia que importaba era la Heilsgeschichte o historia de la salvación. Para el cristianismo posterior, sin embargo, con su concepción alterada de la historicidad, podría decirse que tal política estaba implícita en la enseñanza de Jesús. En opinión de Tomás de Aquino, Dios es la base de la libertad humana, de modo que donde más importante es la dependencia que de él tienen los seres humanos es en su autodeterminación como agentes libres. Es mediante su autonomía como pueden dar testimonio de su confianza en él. En lugar de obrar mediante la evolución y las leyes de la física, Dios obra mediante la práctica humana; lo cual equivale a decir, entre otras cosas, mediante la política.
Algunos aspectos de la manera en que Jesús aparece en estos textos tienen una evidente resonancia radical. Se le presenta como un sin techo, carente de propiedades, peripatético, socialmente marginal, desdeñoso de los parientes, sin oficio ni ocupación, un amigo de los desheredados y parias, contrario a las posesiones materiales, sin temor por su propia seguridad; una espina en el costado del sistema y un azote de los ricos y poderosos.